Bubble Lemona saltaba como un chiquillo sobre el colchón de la gigantesca cama que presidía su habitación en el palazzo Gritti. Después, deshizo los ocho paquetes de camisas, corbatas, gemelos y zapatos italianos que había adquirido aquella misma mañana, feliz de reencontrar la suavidad de la seda sobre su piel y volver a ver las luces reflejarse en el cuero pulido de los empeines. Era la primera vez en su vida que pisaba suelo italiano. Su madre había nacido en Treviso y su padre en Rávena, menos de un siglo antes, pero él había visto la luz en Nueva York y no había dejado Little Italy sino para hacer breves incursiones en Florida o en Luisiana con el fin de arreglar algunos asuntos urgentes de la «familia». Encantado de pisar al fin el suelo natal de sus padres, se maravillaba por todo y compraba sin tasa. Monti y Garance, por su parte, no compartían su entusiasmo. Febril, irritable, Lewis se preguntaba cada día si su intuición no le habría engañado. Garance sentía que las fuerzas la abandonaban sin que fuera posible ofrecer resistencia, y se decía que Venecia sería el último lugar que vería en esta tierra. Pero por nada del mundo quería perderse el gran final…
Todas las estratagemas para evitar que Dalibor efectuara un sacrificio se habían agotado ya, y Galjero hervía en deseos de derramar sangre. Era un imperativo para él, porque su dios, Taus, multiplicaba los signos de impaciencia y de cólera. Cada día, el rumano veía su cabellera oscura mezclarse con tonalidades blancas y sentía que perdía capacidad de reacción. Necesitaba un bálsamo para contrarrestar esta decadencia anunciada, un crimen para vivificar su carne antes de la última prueba.
– Mañana tomaremos dos niños en la calle -le anunció a Tewp-. Uno será para mí, otro para usted. Verá como la energía vital pasa fácilmente de un cuerpo al otro. Estoy seguro de que le fascinará…
Tewp se estremeció de horror ante la perspectiva de los asesinatos. Pero ya no le era posible volverse atrás sin delatarse. ¿Qué hacer? ¿Asumir hasta el final el papel que había adoptado y hundir él mismo la hoja de un cuchillo en el cuerpo de un inocente, o huir? El inglés rehusaba esta alternativa. Durante horas se esforzó en concebir una añagaza para engañar al rumano. Fue en vano. Como ya había intentado varias veces, pretendió matar a Dalibor con el arma de fuego que le dejó Monti. Imposible: tan pronto como empuñaba la pistola, sentía su espíritu desfallecer y su resolución desaparecer. Los guardianes sutiles que velaban por Dalibor Galjero seguían cuidando muy bien de su amo. Entonces, a regañadientes y sin demasiada confianza, David Tewp decidió jugar su última carta.
– Tenemos que irnos -le dijo a Dalibor-. Hoy mismo. El parto de Laüme se acerca. Va a alumbrar antes de lo previsto…
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Galjero, suspicaz.
– Quédese si le apetece -se limitó a responder el inglés con voz firme-. Corra ese riesgo si cree que miento.
Galjero se encogió de hombros. Guiado por Tewp, dejó su palacio de Estambul sin protestar y embarcó con destino a Venecia.
– ¿Es aquí donde se encuentra Laüme ahora? ¿Por qué ha elegido esta ciudad y no otra?
– Fausta Pheretti, la esposa de Thörun Gärensen, reposa en la isla San Michele -respondió el coronel del MI6-. El noruego quiere recibir en el cementerio de Venecia el premio por sus servicios…
El velo negro que cubría el rostro de Laüme Galjero ocultaba heridas repugnantes. Sin la menor piedad, Thörun había sajado pómulos y labios, frente y caballete nasal… Con el deseo de arrancar de raíz el mal que lo corroía, había ido más allá de sus esperanzas: había destruido para siempre la belleza de una criatura sin par. Pasara lo que pasase, Laüme Galjero no imantaría nunca más el deseo masculino. Las miradas se apartarían de ella como ante la visión de un mutilado o de un monstruo. En adelante, ella tendría que pagar para gozar de los placeres de la carne. Sin embargo, el horror que le inspiraban sus rasgos desfigurados le importaban menos a Laüme que la cosa lloriqueante que había salido de su vientre. Las convulsiones, precipitadas por la violencia de la agresión, se habían producido antes de tiempo y el niño, un bebé perfectamente formado, había nacido. Un varón. Vigoroso y empujado a venir al mundo. Gärensen se había ocupado de él mientras la madre se recuperaba lentamente de sus heridas. Acunaba al recién nacido, lo bañaba con cuidado, lo vigilaba, y sólo se lo confiaba a Laüme para que lo amamantara. Poco a poco, Gärensen notaba que el hada recuperaba su vigor.
– ¿Siente que recupera sus poderes? -le preguntó una mañana.
– Puedes estar seguro de que sí. Y cuando los haya recuperado del todo te haré pagar la pérdida de mi cara. Prepárate para ese momento.
– Usted no intentará nada contra mí -aseguró Thörun-, De lo contrario, me llevaré a su hijo como rehén y juro que lo mataré sin remordimientos si no cumple su palabra.
– Quieres que te devuelva a tu mujer, ¿no es eso? ¿Tanto querías a esa Fausta?
Gärensen bajó los ojos sin contestar. Después de un silencio, anunció:
– ¡Mañana! Mañana nos vamos a Venecia…
Cada día, a las cuatro de la tarde, Garance de Réault degustaba un té chino en el café Florian. Apoyada en el brazo de Bubble Lemona, llegaba a paso corto y se sentaba siempre a la misma mesa, en el ángulo derecho de la sala, junto al ventanal que daba a las arcadas y a la perspectiva de la plaza de San Marcos. Los camareros la conocían. Había reservado esa mesa desde su llegada, un privilegio por el que había pagado un precio prohibitivo. Lemona se quedaba a veces en su compañía para beberse a sorbitos un licor de fresa y atiborrarse de galletas de barquillo que desmigaba encima del vaso con sus gruesos dedos. Sin embargo, la mayoría de los días Bubble abandonaba a la francesa para irse a fumar no lejos de allí, y se quedaba soñando despierto sentado en los escalones que bajaban hasta las aguas de la laguna. Garance esperaba una hora en aquel lugar, tal como había convenido con David Tewp en Estambul. Ni más ni menos. A las cinco en punto, se levantaba y dejaba el establecimiento, saludada con cortesía por los camareros, y se reunía con Bubble en el exterior.
Volvían juntos al palacio Gritti, donde Monti caminaba arriba y abajo por un salón rococó sobrecargado de molduras extravagantes, regordetas como merengues.
– Nada todavía, Lewis -decía entonces la vieja dama-. Nuestro amigo David aún no ha llegado… ¿y de lo suyo?
– Nada tampoco, madame Garance -respondía con tristeza el senador-. Al parecer, Thörun Gärensen no quiere dejarse ver en Venecia. Quizá les he hecho seguir una pista falsa.
– Su deducción fue la correcta, estoy segura -decía la vieja aventurera para confortarlo-. Seamos pacientes. Pacientes y optimistas. ¿Qué cenarán esta noche?
Mil años de combates y abordajes. Mil años de cruzadas y de ocupaciones, de matanzas y pillajes. Tal era la historia de Venecia y de su rival, la antigua Constantinopla. Un milenio ya olvidado en pro de una paz que se extendía por todo Occidente, comprada al alto precio de la sumisión y la humillación a un imperio lejano, desdeñoso y soberbio, que sin embargo también estaba llamado a derrumbarse un día. No obstante, esa paz autorizaba a los navíos levantinos a acercarse sin temor al puerto de la Serenísima.
Detrás de David Tewp, Dalibor Galjero descendió al muelle y se sometió a las formalidades de la aduana como cualquier pasajero. De todos modos, los policías italianos no le pidieron que abriera sus maletas y ni siquiera examinaron su pasaporte.
Por otra parte, Galjero nunca había tenido uno. ¿Para qué lo iba a querer, si disponía de un ángel de la guarda capaz de liberarle de los pesados? Tewp, en cambio, no se beneficiaba de tal recurso. Como cualquier hijo de vecino, tuvo que someterse a las formalidades administrativas de rigor. Galjero lo esperó pacientemente y después lo condujo al Danieli, donde era huésped habitual desde hacía tanto tiempo. Allí, en habitaciones contiguas, deshicieron rápidamente las maletas. Tewp salió enseguida alegando que debía reunirse con un informador.