Su apartamento moscovita en el bulevar Petrovski no era espacioso ni lujoso. Sólo tenía cuarenta metros cuadrados y estaba en la tercera planta de un inmueble nuevo, sin carácter. Cada tarde, al volver a casa, Grusha Alantova podía escuchar a los niños de los vecinos jugar y chillar, y a la pareja que vivía en el piso de al lado pelearse y proferir juramentos durante todo el día. A pesar de esos inconvenientes, le gustaba regresar a su hogar después de la larga jornada de trabajo encerrada en su oficina de la Lubianka, el inmenso cuartel general de los servicios secretos soviéticos. Su domicilio era su nido, donde había reunido todo lo que le era grato, lo poco que había llegado a amasar en el curso de una vida consagrada a servir fielmente al régimen soviético. Algunos muebles dispares comprados en el mercadillo a precio mucho más barato que en los almacenes del Estado. Y sobre todo, libros; muchos libros. Casi ninguna novela, sino obras técnicas, científicas, ensayos sobre todos los temas imaginables. E incontables fichas y carpetas, frutos de las investigaciones que realizaba desde hacía años sobre los fenómenos extraños que, aunque la policía secreta los ocultara, aun así se producían por los cuatro confines del país.
Alantova se había entregado por completo a sus funciones en el seno del NKVD. Aquel día, sin embargo, sentía que su energía ya no era la misma. El abominable período de las purgas la había agotado. La atmósfera de desconfianza permanente que había debido afrontar le había destrozado los nervios y, en ocasiones, había mermado su confianza en sí misma. Esos largos y dolorosos meses habían quedado grabados en su memoria, y su recuerdo turbaba aún sus noches. Se volvía a ver en aquellos tiempos, temblando cada vez que una sombra pasaba cerca de ella, sobresaltándose cuando se abría una puerta o cuando un coche se detenía a su altura; temiendo a cada instante que vinieran a detenerla como a los otros, que la arrastraran a un bosque, atada de manos, para ejecutarla con una bala en la nuca, sin proceso, sin juicio. Eso le había ocurrido a cientos de miembros del partido. Le había ocurrido a su amante, Nikolái Yezhov, el jefe de los servicios secretos, a pesar de que había sido un íntimo de Stalin.
– ¿Quiere que la ayude, camarada?
Arrancada brutalmente de sus pensamientos, Alantova se sobresaltó. Casi había olvidado la presencia de Wolf Messing en su salón.
– La encuentro distraída hoy, camarada general -dijo Messing mientras se acercaba a ella-. La he vencido con rapidez esta noche. Está cansada. Déjeme a mí…
Sin cumplidos, Messing se puso en cuclillas delante del armario donde sabía que estaba la vajilla, puso las tazas en el borde del fregadero y echó un terrón de azúcar moreno en cada una de ellas antes de abrir la tapa del samovar niquelado que contenía la infusión.
– Me sorprende que se rebaje con tanta complacencia tareas domésticas -dijo Alantova en un suspiro-. Creía que eran indignas de usted.
Messing sonrió. Las pullas que Alantova insistía en lanzarle aún después de tantos años transcurridos hacía tiempo que no le molestaban. Sus burlas recíprocas se habían convertido en un juego, un rito. Era su manera de expresar la singularidad de su relación. «El perro y el gato», así les llamaban sus colaboradores en la Lubianka. El perro y el gato, pero sólo en la superficie, para la galería, y también para su diversión personal. En realidad, Messing y Alantova habían descubierto que eran tan complementarios como pueden serlo el insecto y la flor, pareja imposible y sin embargo inseparable contra viento y marea.
– ¿Es ese nuevo dossier lo que la preocupa tanto? -preguntó Messing colocando las piezas del ajedrez en un saquito de terciopelo para dejar libre la mesa antes de poner el servicio de té.
Alantova se dejó caer en un viejo sillón de tapicería gastada y se encogió de hombros.
– Sí, ese asunto me inquieta. No comprendo por qué se lo toma tan a la ligera. Ese hombre podría revelarse singularmente peligroso para usted. Stalin es versátil. Quizá le gustaría que usted se eclipsara en beneficio de ese advenedizo.
– Dalibor Galjero no posee los mismos talentos que yo -afirmó con calma Messing, cruzado de piernas, mientras golpeaba un cigarrillo inglés contra su. pitillera de plata-. Y pese a lo que pretende hacernos creer, no está aquí para ayudar a Stalin. Miente. Bastante bien, pero miente. Sus objetivos son personales, de carácter privado, se lo aseguro. Así que, por poderoso que sea, ese hombre no es mi rival directo.
Alantova suspiró. La seguridad y el aplomo de Messing, aunque suscitaban su admiración, siempre la dejaban un poco estupefacta.
– Y, según usted, ¿qué quiere exactamente?
Frunciendo el entrecejo en señal de contrariedad, Messing se alisó el pantalón, en el que acababa de dejar caer un poco de ceniza.
– No he hablado con él lo suficiente como para poder emitir un juicio. Ese hombre es peculiar. No puedo romper sus defensas con tanta facilidad como las de la mayoría de las personas. Es un hombre experimentado en la práctica de control mental y, según sus palabras, ha recibido las enseñanzas de un excelente profesor. Sólo sé que no dice la verdad cuando afirma que se ha unido a nuestras filas por convicción política. Es un cuento que no se tiene en pie. Me apuesto la cabeza a que está entre nosotros porque busca algo o a alguien dentro de nuestras fronteras. Pero ¿qué?, ¿a quién? Imposible saberlo por el momento. No obstante, creo que cuando haya acabado de sondearnos acabará por confesar por iniciativa propia su verdadero objetivo. Oh, perdone, ¿podría usted…?
Grusha sonrió y se levantó para girar el botón de baquelita de su voluminoso aparato de radio. Las notas persistentes de Le Gibet de Ravel llenaron la estancia, aunque no lo suficiente para apagar los gritos sobreagudos de la chiquillería de los vecinos.
– Nunca comprenderé por qué se empeña en vivir en este sórdido lugar, camarada -comentó Messing con una mueca-. En serio, ¿qué mosca le ha picado para imponerse este castigo?
– En primer lugar, mi sueldo no me permite un gasto mayor. Y después, me basta con este sitio. ¿Qué podría hacer con más espacio? Por último, me gusta la discreción.
– Diga más bien que se complace en esta especie de mortificación. Es usted general del Ejército Rojo desde hace más de tres años. Su paga es exigua, cierto, pero con todo el respeto que tengo por usted, su obstinación es ridícula.
– No tengo sus necesidades, Messing -se defendió Alantova-. El dinero nunca me ha interesado, y el lujo tampoco. No me han acostumbrado a escoger mi ropa en los mejores modistos ni a cenar caviar con gente elegante, como hace usted tan a menudo.
Messing sonrió. Alantova no sentía ninguna envidia por su estilo de vida. Se limitaba a enunciar los hechos tal como eran.
– Yo nací pobre, camarada. Muy pobre. Judío en Alemania en la época del kaiserGuillermo. No era una situación muy envidiable, ¿sabe? Por eso disfruto de la vida. Sí, claro, me gusta el lujo, me gustan las mujeres bonitas, me gusta la belleza… Eso no me convierte en un enemigo del pueblo, sin embargo. El propio Stalin aprecia un cierto confort. ¿Quiere que le diga lo que pienso en realidad, Alantova?
– Creo que sé exactamente lo que va a decirme, Messing, pero le dejaré hablar, porque lamentaría mucho estropearle el placer.
– Creo que usted está expiando, camarada. Es ese viejo fondo de religión que arrastra sin darse cuenta. Está expiando por lo que ocurrió hace diez años. En el fondo, me reprocha el haberla librado del pelotón de ejecución en 1937. ¡Pase página, Grusha, se lo ruego!
Alantova se hundió en su sillón sin responder, con los labios apretados. Cada día vivía con el recuerdo de la doble falta de haber abandonado a Nikolái Yezhov a su suerte y haber sacrificado al niño que llevaba en sus entrañas para salvar su propia vida.