– Vuelva pronto, David -advirtió Dalibor-. No olvide que tengo un medio de presión muy eficaz sobre usted.
Tewp asintió y desapareció. En realidad, la amenaza de Galjero no le intimidaba demasiado. Sabía, desde hacía tiempo, que Dalibor había confeccionado un voult, una efigie cargada con algunos de sus cabellos y destinada a lanzar sobre él un hechizo de muerte rápida si se le ocurría traicionar a su pretendido maestro. Eran casi las cinco de la tarde y Tewp sólo tenía una idea en mente: caminar deprisa para llegar a tiempo de encontrar a madame de Réault sentada a la mesa del Florian…
En la cabina de primera clase del transatlántico italiano San Lucas, Laüme Galjero miraba a su bebé mamar golosamente. El pequeño aún no tenía nombre. Cuando pensaba en él, ella lo llamaba sencillamente «mi hijo» y, por primera vez en su muy larga existencia, dedicaba a otro ser una verdadera ternura, un auténtico impulso de amor. Cuando Thörun le quitaba al niño para llevárselo a dormir a su propia cabina, se quedaba sola llorando durante horas, hasta el momento en que acurrucaba de nuevo contra su seno a la criatura. Entonces, por un breve instante, volvía a ser feliz.
Una noche, cuando el estrave del barco pasaba por encima de una fosa en la que reposaban desde hacía siglos los restos de un galeón español con las bodegas repletas de oro, Laüme abandonó furtivamente su cama. Nadie más transitaba por los pasillos de los puentes superiores. Lentamente, con el rostro oculto por un largo velo de viuda, descendió hasta las pasarelas de tercera clase, donde la gente dormía en tablas cubiertas de un fino colchón de paja o en hamacas. Apenas dio unos pasos entre ellos, los justos para apoderarse del primer niño dormido que pudo encontrar.
Las gotas que caían del impermeable mojado de David Tewp formaban charquitos en las baldosas rojizas del antiguo nido de republicanos y carbonarios. En el exterior, una lluvia torrencial se abatía sobre Venecia. Sentado en una banqueta frente al inglés, Lemona hacía guardia junto a madame de Réault, que había enfermado de improviso.
– Madame Garance está agotada -informó el mafioso al coronel-. Se encuentra muy débil. Hace dos días que no se levanta de la cama. Don Monti está muy inquieto, y yo también…
– Quiero verla -ordenó David Tewp.
En la gran cama con dosel, Garance de Réault estaba pálida como una muerta. Tewp creyó estar viviendo de nuevo el momento en que había entrado en su apartamento parisino mientras la enfermera Simone se afanaba en torno a ella. Con los ojos entornados, la francesa hablaba con dificultad.
– David… Por fin llega, muchacho -dijo con gran esfuerzo-. Temía no volver a verle…
Con un nudo en la garganta, Tewp se sentó cerca de ella y tomó su mano.
– Galjero está conmigo en Venecia -dijo-. Hasta ahora he podido evitar lo peor, pero ya no sé cómo impedir que mate de nuevo. Quiere sangre para prepararse ante su combate con Laüme.
La mirada de la vieja dama pareció perderse en la contemplación de algún paisaje interior. Tewp no se atrevía a hablar. Monti y Lemona guardaban silencio. Después, Garance volvió de nuevo el rostro hacia el inglés.
– Emplee algún ardid para hacer esperar a Galjero hasta mañana, David, y venga a verme. Yo le diré lo que hay que hacer…
El niño que dormía en brazos de Laüme Galjero no era el suyo, aunque tenía casi la misma edad, apenas unas semanas. Aún no se había despertado desde que se lo había llevado de los puentes inferiores. Laüme lo sentía respirar suavemente contra su cuerpo. Como su propio hijo, el bebé estaba lleno de vida, y su pequeña alma libre de toda mancha. El material ideal para el hada, gracias al cual podría recuperar más deprisa sus antiguos poderes y quizás hasta recobrar algo de su belleza perdida…
Corrió a su cabina con la captura, se encerró con doble vuelta de llave y comenzó sus operaciones de magia roja. Tras poner a su presa sobre la litera, tomó unas tijeras de su baúl; pero cuando ya se disponía a degollar a su víctima, se detuvo. Un sentimiento desconocido para ella abrumaba su espíritu y desarmaba su brazo. Soltó las tijeras, que cayeron al suelo con un ruido frío. La fuerza para cometer un asesinato la había abandonado… ¡la humanidad! Así que era eso, pensó Laüme. Peor que todas sus pesadillas, peor incluso que la prueba que le había hecho pasar Yohav; porque la sangre del enano, por repugnante que fuera, era una sangre de brujo, de poder, portadora del secreto de una posible resurrección, ella misma lo había experimentado. El alumbramiento, en contra de sus expectativas, había provocado una desnaturalización profunda de su ser íntimo. Los brazos y las piernas le pesaban como el plomo, su cerebro era una mezcla de pensamientos descoordinados, desordenados, contradictorios. Por encima de todo, se había apoderado de ella un inmenso disgusto de sí misma, un disgusto que la desarmaba mucho mejor que cualquier enemigo hubiera podido hacerlo nunca.
Sin que nadie la viera, devolvió al niño al lugar de donde lo había robado y, presa de la desesperación, ganó la popa por el puente principal. Estaba sola. Estuvo largo tiempo mirando las aguas oscuras revueltas por las enormes palas de las hélices. No pensaba, apenas respiraba. Un golpe de brisa le arrancó el velo y se lo llevó por encima de las altas olas. Laüme se pasó los dedos por la cara, sintió la hinchazón de las cicatrices, los surcos de las heridas. En el fondo de su corazón, supo que jamás volvería a ser bella. Y sin embargo, ningún enemigo la había abatido, ningún ejército la había vencido. Ella misma había roto sus defensas, socavado su propia fuerza y forjado los instrumentos de su destrucción. Por un instante, el pensamiento de que tenía un hijo no bastó para consolarla. Puso el pie encima de la borda. Se inclinó para ofrecerse a las aguas frías, pero en el momento en que se sentía caer hacia la nada, las fuertes manos de Thörun Gärensen la atraparon por los hombros y detuvieron su caída.
David Tewp había pasado una de las peores jornadas de su existencia. A fuerza de inventar pretextos para retrasar el momento en que Dalibor Galjero lo iniciaría en el crimen de sangre, apenas era ya capaz de pensar. Al final de la tarde había tenido que idear argucias para dejar plantado al rumano y reunirse con madame de Réault. Impaciente por saber qué nueva estratagema había planeado su mentora, se lanzó a la carrera hasta el Gritti, donde Monti y Lemona lo esperaban con semblantes serios.
– ¡Por fin llega, Tewp! -exclamó Lewis Monti-. Garance duerme desde mediodía. Su estado no es nada satisfactorio. Ha pedido que no la molesten antes de su llegada. La noche ha sido difícil…
Seguido por los dos italoamericanos, Tewp giró con suavidad el picaporte y entró. La pieza estaba oscurecida por pesadas cortinas de terciopelo corridas sobre las ventanas. La cama estaba hecha, y el sillón de orejas colocado en ángulo recto con la gran cabecera de pompones. Tewp soltó un gruñido. No había ninguna señal de que un cuerpo se hubiera tendido recientemente sobre la colcha engalanada… Llamaron, buscaron en el baño, el vestidor y en los pasillos cercanos. En vano. Preguntaron a los botones y camareras de la planta: no habían visto nada anormal, y menos aún a una vieja dama distinguida, encorvada por la fatiga y la enfermedad. Los tres hombres regresaron a la habitación y la registraron con la esperanza de detectar algún indicio, pero no encontraron la menor explicación.
– ¿Dónde guarda su arma Garance? -preguntó Tewp de repente.