– En el cajón de su mesa de noche, creo -dijo Lemona.
Tewp abrió el mueble. Encontró una caja de cartuchos medio vacía, pero ni rastro de la automática comprada en la chamarilería de Estambul.
– Me ha vuelto a engañar como a un pardillo -masculló entre dientes.
Sin más explicaciones salió de la suite y se dirigió a grandes zancadas hacia la escalera.
– ¿Adonde va usted? -gritó Monti.
– Sobre todo, quédense aquí -gritó Tewp por encima del hombro-. Pase lo que pase, no se muevan del Gritti.
Tras dejar a sus aliados, el coronel atravesó en tromba el vestíbulo del hotel y se precipitó al exterior. Empujando indiscriminadamente a venecianos y extranjeros, se lanzó a una loca carrera hasta el Danieli. Empapado en sudor, llegó hasta la habitación donde se alojaba Dalibor. La puerta no estaba cerrada. Entró, pasó por la antecámara y penetró en los apartamentos de Galjero. El rumano estaba sentado en una poltrona honda, inmóvil como una estatua de mármol, fumando un largo cigarro apenas empezado.
– ¿Adonde había ido? -preguntó tranquilamente el brujo.
La tensión acumulada en los hombros de Tewp desapareció por ensalmo. Trató de recobrar un aspecto conveniente y masculló una explicación.
– Es lamentable que haya escogido este momento para ausentarse. He recibido una visita, figúrese. Una visita idiota, pero muy divertida, que le hubiera entretenido mucho a usted.
– ¿Una visita? -preguntó Tewp, con el corazón galopando sin freno-. ¿Qué visita?
Por toda respuesta, Galjero hizo un gesto vago señalando hacia el salón contiguo.
Con un nudo en la garganta, las piernas vacilantes, Tewp empujó la puerta entreabierta. Garance de Réault yacía allí, en el suelo. Sobre su cuerpo y su rostro profanados se leían las trazas de suplicios sin número…
– ¿Se lo puede creer? Esta vieja loca ha venido a provocarme aquí mismo, Tewp -informó Galjero con voz fuerte, sin levantarse del sofá-. Tengo entendido que usted la conocía, ¿no? Era una de sus acolitas en la época en que todavía quería matarme, ¿verdad?
Tewp no respondió. Devorado por el dolor y la cólera, metió la mano en el bolsillo para sacar su automática, pero los hechizos de protección tejidos en torno al rumano eran demasiado poderosos; los dedos del oficial fueron incapaces de cerrarse en torno a la culata. Lo intentó de nuevo con toda su voluntad, pero fue en vano. Tenía que tomar una decisión: o bien persistir en su deseo de venganza y revelarle de ese modo su duplicidad a Dalibor, o bien continuar con la comedia de la sumisión que él mismo había iniciado. El coronel contempló por última vez el cuerpo de Garance. Sin duda, madame de Réault se había sacrificado para darles un poco más de tiempo a él y a los demás. Con la muerte en el alma, Tewp salió de la habitación sin volver la vista atrás.
– Habrá que deshacerse de esta carne cuando caiga la noche -dijo Dalibor mientras se estiraba como un gato harto de comida.
– Yo me encargaré -aseguró Tewp con una voz perfectamente neutra.
Cada día desde que había llegado a Venecia, Lewis Monti ejercía de batidor y se acercaba a la estación de Santa Lucia para vigilar la llegada del tren de París. Y también iba al muelle y se situaba no lejos de la pasarela de los navíos que cubrían la travesía desde Londres o Nueva York, con el fin de comprobar si desembarcaban Thörun Gärensen y Laüme Galjero. Por último, cada noche, después de haber recorrido un dédalo de callejuelas para ir a constatar que los postigos de la antigua casa de Fausta Pheretti continuaban cerrados, saltaba al puente de uno de los últimos vaporetti con destino a San Michele. Allí, entre las tumbas antiguas envueltas en la luz del crepúsculo, acudía a asegurarse de que la sepultura de la joven estuviera intacta. En cada uno de sus viajes de regreso hasta el Gritti, mientras se acodaba en la borda oxidada del viejo pontón ómnibus, lamentaba haber empujado a sus compañeros a seguir una pista estéril. Su intuición, ahora estaba convencido, lo había inducido al error. Había sido preciso todo el entusiasmo de Garance de Réault, toda su fuerza de espíritu para devolverle la confianza y darle el valor de repetir cada mañana su circuito de vigilancia… Pero ¿dónde estaría la francesa? Tewp había salido hacía más de dos horas y no había ningún medio de reunirse con él en el Danielli sin correr el riesgo de despertar las sospechas de Galjero.
– ¿Qué hacemos, don? -preguntó Lemona con aire inquieto.
Monti miró su reloj. Sabía que en menos de una hora el San Lucas arribaría a aguas de la laguna. No sería el primer barco de línea que Monti veía atracar. En cada ocasión, sus esperanzas se habían visto frustradas. ¿Por qué iba a ser distinto esta vez? No. Decididamente, optó por esperar a Tewp y a Garance en lugar de escrutar las siluetas anónimas bajando del paquebote…
Thörun Gärensen le tendió dos dólares al mozo de equipajes de a bordo mientras le daba la dirección de una casa de la ciudad donde debía depositar los baúles. Envolvió al hijo de Laüme en pañales nuevos, tomó al niño en brazos y fue a buscar al hada a su cabina. Ella lo esperaba, resignada, sentada en su asiento, con un velo negro que ocultaba sus rasgos.
– Acabamos de atracar -anunció sobriamente el noruego-. Prepárese, vamos a desembarcar.
Como en el puerto de Nueva York, unos cientos de dólares oportunamente distribuidos sirvieron como pasaporte.
– ¿Adonde vamos? -preguntó Laüme una vez pasado el trámite aduanero.
– Al lugar donde murió mi esposa. Allí la hará usted revivir.
– ¿Eres consciente de lo que implica tu demanda?
– Le daré todo lo que me pida -contestó Thörun con dureza.
Sin llorar, sobre todo sin pensar, David Tewp envolvió el cuerpo de Garance de Réault en un lienzo y lo veló largo rato en silencio. Aturdido por la voluptuosidad que su crimen le había proporcionado, Dalibor Galjero estaba tendido en su cama y holgazaneaba desde hacía horas, como un opiómano asimilando su droga. Tewp permanecía inmóvil, cuando un golpe de aire frío pasó de pronto por su rostro. Después, una ola glacial lo envolvió y lo congeló hasta los huesos. Se irguió cuan largo era y exploró el salón con la mirada. Ya había sentido aquella sensación, esa riada de escarcha que inundaba de repente una habitación, aquella brusca cristalización del aire, en el palacio de Dalibor en Estambul, la noche en que madame de Réault había convocado al espectro de Nuwas…
– ¿Madame? -preguntó Tewp, lleno de esperanza-. Madame, ¿es usted?
Pero no hubo respuesta. Creyó percibir un rostro de vaho que se formaba en la superficie de un espejo que adornaba el entrepaño sobre la chimenea, pero sólo fue un movimiento indistinto y fugaz. Después, el frío desapareció y los escalofríos del inglés cesaron. Decididamente, Tewp no era un médium. Con evidente desánimo, se pasó la mano por la nuca y posó la mirada en la mortaja de Réault. La sangre dibujaba ahora líneas extrañas en la tela. Se arrodilló para poder ver mejor. Al descifrar los signos, leyó el último mensaje que le había enviado Garance…
Thörun Gärensen dejó la casa sin ni siquiera cerrar la puerta tras de sí. ¿Para qué, si debajo de su abrigo llevaba a su rehén, el precioso hijo de Laüme Galjero? Estaba convencido de que el hada no intentaría nada mientras la vida de su niño estuviera en juego. Con paso rápido y voluntarioso, el noruego caminó en dirección a la laguna. La labor que le esperaba aquella primera noche en Venecia era ardua y larga. Un trabajo maldito, él lo sabía. Y no era sino el primer peldaño antes de pasar a obras más horribles todavía…
Dalibor Galjero soñaba que pisaba el polvo del valle de Lalish. No estaba solo, cientos de hombres caminaban al mismo paso. No conocía sus caras ni sus nombres, jamás los había visto, pero todos le eran familiares. Aunque no se parecían en nada ni llevaban ropas iguales, eran como hermanos. Sí, un parentesco indefinible unía a aquellos hombres, una especie de sutil pertenencia a una misma línea espiritual. Dalibor ignoraba adonde se dirigía aquella tropa. Intentó preguntar a su compañero más cercano, un asiático con cara de pirata, pero éste no sabía nada. Dalibor preguntó a otros, pero ninguno de ellos supo darle una respuesta. Todos marchaban sin saber.