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Thörun Gärensen jamás se había preocupado de llevar flores a la tumba de su esposa ni de rezar por su descanso eterno. Su fe no se expresaba por gestos ni deprecaciones; sus vehículos eran el silencio y la acción.

El noruego se escupió en las manos y untó de saliva el mango de la pesada hacha que había encontrado en una caseta de herramientas. Al primer golpe partió en dos el mármol de la tumba de Fausta. Su gran obra acababa de empezar…

Lewis Monti encontró lo que buscaba al final de un pontón desierto; era un elegante bote barnizado, fino y nervioso, dejado en el amarre sin ninguna protección. Ayudó a Laüme a tomar asiento en él y saltó a su vez en la embarcación. Con su navaja desencajó el tablero de mandos y peló dos cables para hacer un puente, igual que hubiera hecho en un automóvil. Una vez arrancado, el motor empezó a zumbar y a morder las aguas de la laguna en dirección nordeste. Sentada en la parte trasera del bote, Laüme Galjero sabía que avanzaba hacia su perdición, pero ya todo le era indiferente. Ni siquiera le importaba el porvenir de su hijo. Todo se había vuelto de repente contra ella, y no podía hacer nada para impedir su derrota. Ella sola se había destruido, se había condenado. A través de la maternidad había rebajado, degradado su espíritu -más que su cuerpo- al estado de humanidad. Precipitada en las profundidades, Laüme Galjero ya no tenía coraje para luchar y volver de nuevo a la luz.

Thörun Gärensen tiró del aparejo para sacar a la superficie el ataúd de Fausta Pheretti, cubierto de lodo y de moho. Había pasado todas las fatigas del mundo para deslizar las correas bajo el féretro, y extraerlo del estrecho agujero con la única ayuda de sus fuerzas resultó una tarea muy ardua. Por fin, después de varios minutos durante los cuales temió perder el agarre más de una vez, logró ponerlo en el suelo. Resoplando y transpirando, Thörun se concedió un descanso. La frente apoyada en las manos y la sangre batiendo sus sienes, no reparó en las dos figuras silenciosas que se acercaban a él…

Lewis Monti guardaba un vivido recuerdo del lugar donde reposaba Fausta. Sin la sombra de una duda, tomó el camino balizado por las lámparas votivas que iluminaban casi todas las tumbas y condujo al hada a través de las alamedas brumosas del cementerio. A la vuelta de una encrucijada, bajo las alas desplegadas de un ángel de piedra, ambos vislumbraron la silueta de Thörun Gärensen…

Dos embarcaciones se mecían a lo largo del embarcadero de la isla San Michele; un olor a gasóleo flotaba a su alrededor. Dalibor Galjero saltó a tierra y sacó su cuchillo.

– Enséñeme -le dijo a Tewp-, enséñeme dónde está Laüme.

– Cerca de la tumba de Fausta Gärensen -respondió el inglés.

– Si es una trampa, lo mataré el primero, Tewp -advirtió Dalibor con voz ronca.

El aludido no contestó. Guiado tan sólo por el instinto, Twep se lanzó a la carrera hacia el epicentro de la tragedia que se avecinaba…

Resquebrajada y carcomida, la tapa del ataúd se rompió con un silbido espantoso.

Thörun apartó apresuradamente los listones del centro con las manos desnudas y, tomando la candela más cercana, miró en el interior. No pudo reprimir una exclamación de disgusto. Lo que quedaba de Fausta Pheretti no era más que una papilla, un amasijo grumoso de huesos blanquecinos y de carne licuada, como si el hechizo fatal del que había sido víctima hubiera continuado obrando mucho después de su deceso.

– Es demasiado tarde para ella -juzgó Laüme inclinándose por encima del hombro de Thörun para examinar el despojo-. Aunque aún tuviera fuerzas, no podría hacer regresar a esa mujer de entre los muertos. Aunque exista, el alma no lo es todo, el cuerpo también debe ser viable…

Gärensen se volvió bruscamente, sorprendido por la intervención de su prisionera.

– ¡Me ha mentido! -gritó encolerizado-. Usted nunca tuvo intención de cumplir su promesa.

– ¿Dónde está el niño, Gärensen? -preguntó Laüme con suavidad-. ¿Dónde está mi hijo?

Pero no hubo respuesta. Presa de un intenso furor, el noruego golpeó a Laüme con tanta violencia que la hizo caer; después, encarnizándose con ella, la golpeó en el vientre y en el rostro. Bajo sus botas, las finas costillas se quebraron y las heridas de la cara se reabrieron. Cuando sintió que estaba a punto de desfallecer, la dejó por un instante, jadeante y ensangrentada, gimiendo en la grava, antes de regresar con un niño en sus brazos y un montón de tierra.

– Usted morirá enseguida -anunció-. Pero su hijo irá primero.

Thörun Gärensen arrojó al bebé como si fuera un saco a los pies de Laüme y alzó la herramienta de pesada cabeza de hierro, pero un dolor repentino desgarró los músculos de sus hombros y detuvo su gesto. Lewis Monti salió de entre los árboles, el cañón de su arma todavía humeante.

– El niño no morirá, Gärensen -dijo el siciliano-. Es mi hijo. Perdónele la vida.

A pesar de la herida, el noruego inició un golpe de herrero para aplastar al primogénito de Laüme Galjero. La primera bala le alcanzó la frente. La segunda le atravesó la garganta. La tercera se hundió en su pecho a la altura del corazón. Sacudido por los impactos, el gigante rubio cayó de través sobre el ataúd de su esposa, acabando de dislocar las tablas y esparciendo los restos de Fausta por el suelo.

Laüme tendía sus manos despellejadas hacia su hijo y Monti se acercaba con tristeza al cadáver de Gärensen, cuando unas voces se elevaron. Hubo un ruido de lucha, un grito de dolor; después, unos pasos rápidos apresurándose. Con la mirada ida y los labios levantados encima de su blanca dentadura, Dalibor Galjero surgió de ninguna parte para arrojarse sobre Laüme, que aún estaba en el suelo. Monti apuntó su automática e intentó disparar, pero le fue imposible porque sus músculos no le obedecieron. Entonces, sin que Laüme ofreciera resistencia, como si aceptara su destino, la hoja del khandjar se tiñó de sangre. Sin una onza de piedad, Galjero cortó el cuello de su frawarti, con la sola esperanza de que la criatura hubiera conservado un poco del poder que Taus reclamaba en homenaje. Aquél era su único deseo, su único anhelo: quería vivir para siempre… Pero la maternidad le había arrebatado a la Melusina toda su condición sobrenatural. Para el dios Paon, la ofrenda no tenía ya ningún valor. Su discípulo había tardado demasiado. Desde su trono de fuego, el ave divina alzó el vuelo, descendió de su cielo púrpura y se hundió en las tinieblas del mundo. Por un instante, sus alas envolvieron la figura de Dalibor, aferrado al cuerpo sin cabeza de su amante, y borró el don de la larga vida concedido un día al viajero que había ido a pedir su favor en la torre del desierto lejano. Mientras se desplomaba lentamente, Dalibor seguía estrechando contra sí el cadáver decapitado de Laüme. Cayeron juntos en la blanda tierra, abrazados como el primer Galjero y la joven hada en la playa donde se secaban las redes de los pescadores del mar Negro. Unidos para siempre el uno al otro.

La desesperación de las quimeras

Constituían un espectáculo extraño, dos hombres de edad madura, con abrigos largos y sombreros de fieltro, paseando por el puente del barco con un bebé en brazos. Varias veces al día, los pasajeros se cruzaban con ellos en el paseo. A muchos les hubiera gustado hacerles preguntas, sobre todo a las mujeres, pero nadie osaba abordarlos. Siempre juntos, parecían estar al acecho, como si temieran que un enemigo surgiera de la nada o sospecharan que alguien los estuviera siguiendo. Pero nadie iba ya detrás de ellos. Lo sabían, y quizás eso les pesaba más de lo que querían reconocer.