– ¿Qué harás cuando vuelvas, Lemona? -preguntó Monti la víspera del día previsto a su llegada al puerto de Nueva York.
Lemona hinchó sus mejillas como un hámster. Acodado en la borda de bronce mientras observaba la puesta de sol en el océano, dijo:
– Convertirme en un buen padre de familia, creo. Mis negocios son modestos, pero marchan bien. No necesito dinero. Voy a hacer un matrimonio ruso. A mis hijos los llamaré Olga e Iván. Eso me traerá recuerdos alegres. Y usted, don, ¿qué nombre va a ponerle a este pequeño?
Envuelto en una manta, el niño estaba tranquilo y rebosaba salud. Monti lo miró con ternura.
Tras un breve silencio, el viejo siciliano murmuró un nombre, pero la brisa se llevó las sílabas…
David Tewp se cambió la venda bajo la que cicatrizaba la herida que Dalibor Galjero le había hecho en el vientre con su khandjar en el cementerio de Venecia. Después, se anudó en la nuca el cordón de cuero de su máscara y rectificó su posición sobre el caballete de su nariz. Se miró un buen rato en el espejo. Le invadió un inmenso desánimo. Privado de la prótesis de nácar y coral que le había fabricado el artesano Ziméon Sternberg en Jerusalén, volvía a ser un «cara rota», igual que decenas de miles de otros después de la guerra, un monstruo de feria que sólo inspiraba repulsión y burlas. ¿Cómo reprocharle a Perry Maresfield que lo rechazara la noche anterior cuando se había presentado en el umbral de su casa en Brighton? Desde luego, ella había disimulado su disgusto al verlo desfigurado de aquel modo. Una mujer de su educación sabe contenerse; pero su actitud teñida de malestar e incomodidad la dispensaba de cualquier comentario.
– ¿Qué tal se porta Dennis? -había preguntado con torpeza el coronel para intentar entablar conversación.
– Por desgracia no está en casa esta noche -había mentido Perry, mientras Tewp escuchaba perfectamente como el niño jugaba en el primer piso.
Ante tal muestra de frialdad y dureza, el coronel no insistió. Se marchó, amargado y triste, pretextando la excusa de una cita imaginaria en la ciudad. Toda la velada y toda la noche se quedó solo en su habitación del hotel, intentando imaginar en qué consistiría ahora su vida, después de tantos años consagrados a una venganza cuyos resultados no le habían aportado descanso ni alegría. Habid Swamy y Kharmurjee estaban muertos desde hacía mucho tiempo… ¿realmente le importaba que sus asesinos hubieran recibido su merecido? Tewp lo dudaba…
Por la mañana, sin haber pegado ojo, se fue a la playa. En el terraplén donde se alineaban las embarcaciones, pidió para desayunar judías y tomate en conserva con beicon, pan tostado y café. La marea estaba baja, el olor del cieno flotaba hasta él. Desalentado, dejó su plato casi intacto y caminó sin rumbo hasta el mediodía. El cielo estaba apagado, sin color, las aceras brillaban por efecto de una llovizna que vaciaba las calles. Con las manos en los bolsillos, la mirada fija en el suelo, David Tewp formuló una pregunta dirigida al fantasma de Garance de Réault.
– ¿Debo hacerlo, madame?
– No me opongo a ello, David -le contestó la vieja dama en un tono de complicidad-. Con una condición…
– ¿Cuál?
– Hazlo sin remordimientos, muchacho…
Entonces, David Tewp volvió al hotel y desenvolvió el fetiche de amor que Dalibor Galjero había confeccionado para él en Estambul. Estrechó el objeto en sus manos y, pese al asco que le causaba, activó el muñeco según los ritos que le había enseñado el brujo.
Cuando, aquella misma noche, el coronel hizo sonar de nuevo la campanilla de la casa de Perry Maresfield, la joven lo acogió sonriente; como si lo hubiera esperado desde mucho antes de su llegada, se estrechó contra él y lo besó con ardor. Desde lo alto de la escalinata, Dennis bajaba corriendo hacia ellos…
Nota del autor
El siglo de las quimeras es una obra de puro divertimento, un juego de collages que bebe de numerosas fuentes. Como folletín de aventuras y relato negro y barroco, a veces se toma grandes licencias con sus materiales de base. Aunque algunas de estas licencias serán evidentes para el lector, otras, en cambio, merecen un comentario. En el caso particular de La dama de la Toscana, considero importante puntualizar las siguientes cuestiones.
El término frawarti, utilizado para designar el tipo de criatura sobrenatural encarnado por Laüme y por Ta'qkyrin, procede de la tradición persa preislámica. El concepto de ángel femenino armado es, no obstante, conocido en muchas otras mitologías. En el mundo escandinavo y germánico recibe el nombre de hamingja y cumple exactamente la misma función que su equivalente persa: proteger al guerrero valeroso y asegurar prosperidad y honor a toda su descendencia. Las relaciones, a menudo turbulentas, de una familia con su hamingja constituyen uno de los motivos principales de las sagas islandesas. En la Francia medieval lo reencontramos en la historia de Melusina, el hada que garantiza la fortuna y la sabiduría a Raymond de Lusignan a condición de que éste respete algunas prohibiciones que, previsiblemente, él transgredirá para gran desdicha suya y de sus allegados. Según otra referencia, más literaria, el personaje de Laüme tiene también algo de la Biondetta imaginada por Cazotte, un diablo amoroso en forma de mujer que viene a perturbar la vida de Alvare.
La historia de Caterina Cornaro, veneciana convertida en reina de Chipre a raíz de sus nupcias con un Lusignan, es auténtica.
A causa de la leyenda que circula en torno a la familia de su esposo, parece natural que ella adivine al primer golpe de vista la naturaleza singular de Laüme, cuando ve al hada en la explanada de la basílica de Letrán, durante la ceremonia de las bodas de Dragoncino Galjero con su sobrina Alessia Cornaro (personaje evidentemente ficticio).
Como Caterina Cornaro, el legado Nicola da Modrussa es un personaje histórico. Amigo del papa Pío II, fue enviado, en efecto, como embajador ante el príncipe Vlad Tepes, que combatía a los turcos que asolaban los Cárpatos en la época. Igual que su señor, Modrussa fue una de las grandes figuras de la Italia renacentista. Letrado y humanista, pertenecía a aquella generación auténticamente erudita que, con el impulso de Cosme de Médicis y gracias a la influencia de algunos bizantinos, redescubrió la herencia filosófica, religiosa y artística grecolatina. El episodio del concilio celebrado en Florencia en 1493, casi olvidado en nuestros días, es emblemático de este movimiento. Elegido por Cosme para poner fin a las querellas intestinas del cristianismo de su tiempo demostrando la superioridad del pensamiento antiguo, fracasó, evidentemente, en los ámbitos político y religioso, pero constituyó el verdadero punto de partida del movimiento renacentista en las letras, las artes y la filosofía. La estatura intelectual y física del anciano Gemistos Plethon, neoplatónico y pagano convencido, domina este período; se ganó la amistad de Cosme y le inspiró la idea de crear la nueva academia platónica de Florencia, donde estudiaron Pico della Mirandola y Marsilio Ficino, a quien debemos las traducciones de la obra de Platón y también las de Porfirio, Jámblico, Plotino, Hermes Trismegisto…
El príncipe valaco Vlad IV Tepes, amigo y protector del primer Galjero, es el modelo histórico de Drácula. Famoso a través de la obra epónima de Bram Stoker con sus múltiples derivados cinematográficos, el pretendido vampiro ha invadido todas las expresiones de la cultura popular occidental. Si lo despojamos de esta panoplia mítica, la figura de Vlad Tepes sigue fascinando por más de una razón. Héroe de una guerra trágica contra los otomanos, fue víctima de las intrigas de conspiradores recelosos de sus talentos como jefe militar y exquisito diplomático. Debemos a los alemanes de Rutenia las célebres xilografías que muestran a Tepes dándose un banquete en el centro de un bosque de estacas sobre las que expiran sus enemigos. Su reputación de hombre cruel procede, pues, de una propaganda sabiamente orquestada por sus enemigos en la sombra. Para los rumanos de hoy en día, es un héroe nacional y un símbolo de su larga lucha por la independencia.