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El joven Dalibor Galjero, conducido a París por Laüme, simpatiza con los románticos. Fruto de su misma generación, Alexandre Dumas, Gérard de Nerval, Théophile Gautier, Victor Hugo y Eugène Delacroix parecían candidatos perfectos a conformar su entorno de amistades. Creadores, seductores, sensibles a los problemas políticos de su tiempo, los románticos constituyeron algo más que un simple movimiento artístico. El escritor Charles Nodier, un poco mayor que ellos, aportó a sus obras la influencia inglesa de Walter Scott o de Byron. En su calidad de conservador jefe de la biblioteca del Arsenal, Nodier aportó a la institución algunos de los manuscritos más interesantes relativos a la historia del esoterismo en Occidente. El Arsenal alberga el más amplio abanico de textos sobre el tema en Francia (exceptuando las colecciones privadas), aún en la actualidad muy por delante de las bibliotecas municipales de Dijon y de Orléans.

El personaje de Wolf Messing es auténtico. Los elementos biográficos que incluyo son igualmente verídicos. La anécdota del desafío de Stalin y del robo de cien mil rublos, bajo la atenta vigilancia de los servicios secretos, queda claramente atestiguada en numerosos documentos que se hicieron públicos hace mucho tiempo. Desde su llegada al poder tras la Revolución de Octubre, las autoridades soviéticas consagraron parte de sus esfuerzos a la parapsicología, tanto en lo que concierne a investigaciones de base como a informes secretos. Messing participó activamente durante mucho tiempo en estudios sobre la hipnosis y los mecanismos de sugestión aplicados al campo de la manipulación mental. El personaje de la oficial superior Grusha Alantova es totalmente ficticio, aunque no así el amante que le adjudico, Nikolái Yezhov, uno de los jefes probados del NKVD, y que en efecto fue víctima de las purgas estalinistas a mediados de la década de 1930.

En lo que concierne al asesinato de Rasputín, la presencia en el entorno próximo al príncipe Yusúpov de un agente inglés llamado Oswald Rayner es un hecho conocido en la actualidad. La reciente apertura de los archivos del MI6 relacionados con ese período ha contribuido a arrojar nueva luz sobre este famoso episodio. Si Rasputín no hubiera sido asesinado, es muy probable que, bajo la creciente influencia de su partido eslavófilo, Rusia hubiera negociado una paz por separado con Alemania. En tal caso, la victoria aliada habría quedado fuertemente comprometida, y tal vez se habría favorecido una reforma profunda del sistema imperial y evitado así la revolución bolchevique de finales de 1917. En la Alemania del Kaiser Guillermo II, la ausencia de una amenaza soviética en el Este, unida a una paz «blanca» o incluso a una victoria sobre la alianza francobritánica, pronto habría dado al traste con las pretensiones y la política futuras de los nazis.

Algunos autores de los siglos XIX y XX, etnógrafos, historiadores de las religiones o esoteristas, se han aplicado al estudio de las poblaciones yazidis de los desiertos de Turquía, Siria e Iraq. El carácter peculiar de estas tribus aisladas, poco numerosas y de difícil acceso, ha tejido en torno a ellas una suerte de leyenda negra. Ciertos comentaristas, poco deseosos de verificar sus fuentes o de emprender una investigación seria, han calificado a los yazidis de «adoradores del diablo». Evidentemente, no hay nada de eso. Aunque el dios Paon Taus existe en su panteón, de ningún modo se le identifica como el ídolo de un pueblo sanguinario adepto de una elevación espiritual por la crueldad. Este aspecto sólo tiene validez en la dimensión ficticia de El siglo de las quimeras, y no refleja en absoluto la verdad sociológica, histórica, cultural y religiosa de los yazidis reales. En estos comienzos del siglo XXI, una yazidi emigrada de Turquía a Alemania es diputada europea.

Agradecimientos

El libro de Dalibor Galjero acaba de cerrarse, al igual que se cerraron los de David Tewp, Thörun Gärensen y Lewis Monti. Sin embargo, no puedo volver la última página de sus aventuras antes de expresar de nuevo mi gratitud a Anne, Stephen y Alain Carrière, cuya amistad, apoyo y -sobre todo- paciencia arcangélica jamás me han fallado en el curso de los largos meses de escritura consagrados al Siglo. Aunque, por desgracia, no puedo citar a todos los que han contribuido a la elaboración de los textos y a su difusión entre el público, deseo de todos modos manifestar mi profundo agradecimiento a Sophie Bagur, Anne-Sophie Naudin, Yasmina Urien, Julia Gallet, Alain Ledru, todos ellos colaboradores de la editorial Anne Carrière. Pienso también en Elisabeth Bouton, correctora despiadada pero de humor condescendiente, en Marc Taraskoff, ilustrador, en Bénédicte, Karyne y Thomas, libreros de París, en Albéric, librero de Burdeos, en Virginie y Muriel, libreras de Bruselas, Anne, librera de Lyon, Véronique y Fanny, libreras de Grand-Plaisir, en Raphaële Hoffmann, Bernadette Gyldemin, Pierre-André François, Philippe Lamotte, Jean-Louis Besse y en los equipos de representantes del grupo Hachette. Reciban todos ellos un muy caluroso saludo por su labor esencial y difícil, y por la benévola acogida que depararon a este proyecto desde su origen. Mi agradecimiento también a Susanna Lea, así como a su equipo de asistentes.

Gracias a Alain Zilberstein por su extrema cortesía y su influencia siempre benéfica.

Gracias, en fin, a Moytza por su paciencia, su alegría luminosa y su corazón generoso.

El siglo de las quimeras,

Liubliana, Brujas, Bruselas,

Sant'Anna in Camprena, París, Parma,

2004-2007

Epílogo

En el gran dormitorio de los novicios, Wangchuk temblaba de frío. El aire helado procedente de las cumbres más altas del mundo caía en columnas sobre el valle y rebotaba por encima del río para regresar y azotar de lleno las austeras murallas del monasterio.

Tembloroso, el joven se envolvió en su delgada manta y plegó las piernas contra el torso para conservar un poco de calor. La noche acababa de empezar y aún tendría que esperar largas horas hasta que los rezos de la mañana le proporcionasen un poco de ejercicio. Apenas acababa de volver a dormirse cuando el supervisor Jampa irrumpió en la sala, gritando:

– ¡Los chinos! ¡Nos atacan! ¡Salvaos, hijos! ¡Deprisa!

Wangchuk se puso en pie de un salto y quiso preguntar al viejo monje, pero ya sus condiscípulos se atropellaban sin intentar comprender. Entre el tumulto general, Wangchuk fue empujado hacia delante por una marea humana que no podía contrarrestar. El patio ya era el escenario de una batalla. Bengalas de fósforo iluminaban el cielo negro y los soldados tiraban al blanco sobre los religiosos desarmados. Wangchuk intentó retener a sus compañeros, ordenándoles a gritos que se replegaran hacia el refectorio, pero cada cual pensaba tan sólo en salvar su propia vida y todos reaccionaban por instinto, sin reflexión, sin estrategia. La invasión había sido tan repentina, tan brutal, tan increíble, que no había ni un arma en todo el recinto del monasterio, y no se habían previsto posiciones de cobertura ni vías de escape. Wangchuk vio como los fusileros del Ejército popular abrían fuego sobre sus compañeros. Las balas silbaban a su alrededor, arañaban las columnas de piedra del claustro, hacían saltar los mampuestos, astillaban las estatuas de madera polícroma. Unos cuerpos se derrumbaron delante de él y la sangre salpicó su camisa de dormir. Se agachó y corrió un trecho en dirección al huerto. Una vez allí, con el corazón acelerado, intentó escalar el muro exterior, pero dos de los asaltantes se precipitaron sobre él y lo tiraron al suelo. Un dolor punzante le taladró la pierna; una bayoneta china acababa de atravesársela. Wangchuk se debatió contra los soldados como un auténtico diablo. Su mano encontró el mango de un pico olvidado contra el muro; la rabia y el miedo le dieron fuerzas para recuperarse. Blandiendo la herramienta como si fuera un hacha de guerra, clavó el hierro en el pecho del primer asaltante y, con un hábil movimiento a la inversa, en el vientre del segundo. Después, saltó el muro y se perdió cojeando en la noche.