– Las circunstancias eran terribles, Grusha -recordó Messing, como si eso fuera necesario-. Estaba usted en la lista negra, el simple hecho de ser la amante de Yezhov la ponía en ella. Yo lo sabía, y tenía el poder de borrar su nombre. Sé que pagó usted un precio muy alto, pero no se arrepienta de haber escapado a lo peor.
Alantova dirigió la mirada hacia la noche en el exterior. La nieve caía en finos copos; una nieve desangelada, fina, sin consistencia, una nieve sin magia. Después de Le Gibet, las otras dos piezas de Gaspard de la nuit se desgranaron, a cual más triste y melancólica, en perfecta sintonía con su estado de ánimo. Su cuerpo estaba helado y la taza de té ardiente no conseguía calentarlo. Sus ojos volvieron a posarse en Wolf Messing. La figura del alemán se había estilizado desde su primer encuentro, desde el día en el que Messing había demostrado a todos sus excepcionales talentos de hipnotizador y de médium al mesmerizar a los empleados de un banco moscovita para robarles cien mil rublos.
Al contrario que a ella, a él los años parecían haberlo rejuvenecido. Había perdido sus poco favorecedoras redondeces y la vulgar bolsa de grasa bajo la barbilla. Con las manos cuidadas por la manicura, los dientes blanqueados, se vestía con tejidos occidentales comprados a precio de oro al mejor sastre de la ciudad, y había cambiado sus cigarrillos Belomorkanal por los finos Benson & Hedges rubios. Nunca escaso de dinero, siempre en gracia con Stalin, Wolf Messing era uno de los reyes secretos del Moscú de la posguerra. Intocable incluso para Lavrenti Beria, el jefe de los servicios secretos tras la muerte de Yezhov. Messing era garantía de impunidad para cualquiera a quien le concediera su amistad y su protección. Grusha Alantova era -milagrosa, inexplicablemente- una de sus protegidas.
– ¿Por qué pierde el tiempo conmigo, Messing? -preguntó la general al tiempo que dejaba su taza sobre la mesa-, ¿Por qué se ha preocupado siempre por mi situación, hasta el punto de correr a veces riesgos que podrían haberle costado muy caros?
Hubo un largo silencio antes de que el hombre se decidiera a responder.
– Usted nunca se ha dejado atrapar por mis trucos, camarada Alantova. Por eso la respeto. Usted es pura, a su manera, y terriblemente obstinada. Todo eso compone una extraña mezcla que me gusta. Cuando hipnotizo a la gente, utilizo la palanca fácil de sus debilidades, de sus deseos inconfesados. A usted la percibo sin doble fondo, sin avidez. Eso la hace fascinante y preciosa a mis ojos. Y además, usted es útil a la nación. Sólo usted puede estudiar los dossiers que le confían sin caer en la locura o en la desmesura. Es usted un ser notablemente equilibrado, Alantova. Tan escéptica como la ocasión lo requiera, pero nunca cerrada. Aparte de usted, ¿a quién no le hubiera ardido la sangre después de escuchar las confesiones de Dalibor Galjero, por ejemplo? La desafío a dar un nombre, uno solo; aparte de mí, que quedo fuera del juego, desde luego.
Alantova permaneció muda. Messing sonrió momentos antes de continuar:
– Sus cualidades merecen ser reconocidas, ¿no le parece? Aunque sólo lo sean por este mal sujeto que soy yo. Bueno, se ha hecho tarde. Permítame que me despida.
Messing recuperó su abrigo y su sombrero de fieltro y dejó el apartamento de la calle Petrovski. Por la ventana, Alantova le vio cruzar el bulevar para subir a su automóvil y tomar el camino del centro, hacia algún restaurante donde, sin duda, le esperaba una muchacha retribuida. Una vez sola, la oficial se tomó unos minutos para poner en orden el piso, lavó las tazas de té, limpió el samovar con agua caliente y apagó el aparato de radio. Los niños de al lado ya no lloraban. El viejo Poljot que llevaba en la muñeca marcaba las 21 horas. Por fin podría trabajar hasta el alba sin ser molestada. Era el tiempo que necesitaría para escuchar de nuevo la primera de las tres cintas magnetofónicas que ella misma había grabado unos días antes, durante sus conversaciones con aquel extraño hombre que decía llamarse Dalibor Galjero. Con una manta de lana en los hombros, aproximó su sillón cerca de un gran magnetófono AEG de pistas que había descubierto, intacto, en 1945 en Berlín, el día en que había dirigido el registro del edificio en ruinas que había ocupado el Ahnenerbe. La primera bobina se puso en marcha. Se elevó una voz de timbre profundo que contaba la historia más extraordinaria que la general Alantova, jefe del departamento de asuntos inexplicados del NKVD, hubiera escuchado jamás…
Primer libro de Dalibor Galjero
La «catedral» de las ratas
Yo, Dalibor Galjero… ¿Quién soy? ¿Qué soy? Solamente un hombre. Y sin embargo, soy algo más. Pero ¿he merecido serlo? Es evidente que no. Habría debido morir, desaparecer, hace mucho tiempo. Mi sitio, mi verdadero sitio, se encuentra en la fosa común de un cementerio de Bucarest. Mis huesos deberían estar pudriéndose desde hace más de un siglo. Y en cambio estoy aquí, delante de usted. Pero diferente, tan diferente… Tocado, transformado por la gracia negra que me fue concedida sin que yo la pidiera. Veo que sonríe… Mis frases son muy vagas, lo sé. Déjeme empezar mi relato por el más simple de los principios…
Nací el décimo octavo día del año 1811en la capital del país llamado Valaquia, que entonces no era más que una de las tres miserables provincias que un día formarían el Estado moderno de Rumanía. De confesión católica, como muchos de mis compatriotas, mi familia llevaba un nombre del que no he renegado y que sigo llevando: Galjero. Quizá los archivos de la villa conserven las trazas de mi venida al mundo, eso no tiene importancia. Sin ser totalmente pobres, mis padres carecían de bienes. Esclavo de todos los vicios, mi padre era un pequeño notario corrupto de los barrios bajos que se ganaba mal la vida y que se gastaba en mujeres y en vino lo poco que acumulaba. Un bruto cuyos golpes había que soportar a diario antes de limpiar sus vomitonas. Una niña, Helena, tres años mayor que yo, había nacido ya de su estirpe cuando yo vine al mundo. Nuestra madre, Wanda, había sido en su juventud una mujer muy guapa, coqueta, de talle fino y ojos de esmalte claro. Pero los años dolorosos pasados al lado de mi padre habían ajado su tez, estropeado sus rasgos y deformado su cuerpo. Salvo por dos pequeños óleos de torpe factura, pintados cuando ella tenía dieciséis o diecisiete años, nunca la conocí bella. Criatura débil y sin carácter, no poseía ni la fuerza ni la voluntad para oponerse a Isztvan Galjero, el hombre al que su propio padre la había obligado a desposar para saldar una deuda.
Porque mi progenitor, en su juventud, cuando aún tenía algo de dinero y su espíritu no estaba todo el día entre las brumas del alcohol, se había rebajado a las obras de la usura. Su matrimonio con la hija de un comerciante de pieles del burgo de Tárgosviste fue el beneficio más importante que obtuvo jamás de esa actividad. Creo que despojar, humillar, echar a la calle a los más desposeídos le divertía profundamente. Pero en la época de mi infancia ya no estaba en condiciones de prestar dinero a nadie. Era él quien se veía obligado a pedir abultadas sumas a los pocos conocidos que le quedaban.
Vivíamos en un barrio periférico, en una casa bastante grande que se arruinaba un poco más cada año por falta de mantenimiento. Hinchada de humedad en primavera y en otoño, dilatada por el calor en verano y contraída por el hielo en invierno, la casa se resquebrajaba: los parqués de las habitaciones y los salones se curvaban como las ondas en la superficie de un lago, los enlucidos se escamaban, las maderas se agrietaban, los barnices reventaban. Nada de todo eso alarmaba a mi padre, ciego a la decadencia que le rodeaba. Recibía a sus raros clientes de tres a seis de la tarde y nos dejaba al caer la noche para frecuentar los bares y los cabarets del barrio viejo. Al alba, volvía a casa como un caballo viejo regresa a la cuadra: por instinto. Apenas franqueada la puerta, se enroscaba en una otomana de muelles rotos que había a la entrada. Aún me parece estar viéndolo, eructando el schnaps y la mala comida, tirado delante de nosotros sin vergüenza. Con la ayuda de nuestra madre, mi hermana y yo debíamos llevarlo entonces a una habitación instalada a tal efecto cerca de su despacho, en la planta baja. Una operación harto incómoda de la que salíamos agotados y cubiertos de sus deyecciones. Cuando despertaba, los golpes llovían sobre Helena y sobre mí con el menor pretexto. Nos golpeaba con su cinturón o con un gato de nueve colas de mango corto que guardaba siempre en el bolsillo de su redingote.