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El día de mi quinceavo aniversario, aprovechó un momento en que nos quedamos solos para interrogarme acerca de mis proyectos para el porvenir. Como no me venía a la mente ninguna perspectiva concreta, garabateó un nombre y una dirección en un trozo de papel, debajo de algunas líneas trazadas apresuradamente.

– Mañana irás a ver a este hombre -me dijo mientras me tendía el papel-. Si vas de mi parte, quizá tenga trabajo para ti. Guarda bien el dinero que ganes con él, no lo gastes. Cuando tengas dieciocho años, podrás elegir entre inscribirte en la universidad con ese dinero o continuar tu camino en la vida. Siento mucho no poder ofrecerte más, hijo mío. Tu madre y yo debemos pensar en el porvenir de tus hermanas. Helena tiene diecinueve años, está en edad de casarse y necesita una dote. Más adelante llegará el turno de las pequeñas… sin dinero, es impensable encontrarles buenos partidos. Lo poco que yo gano está reservado para ellas, no queda nada para ti.

Salí de casa al día siguiente, antes de amanecer. Envuelto en un abrigo ligero, con una linterna en la mano, me dirigí a la dirección que me había dado mi padre, al otro lado de la ciudad. Apenas conocía el centro de Bucarest, así que me perdí. Pregunté el camino dos o tres veces, a unas viejas que trotaban hacia los mercados con sus carretillas cargadas de jaulas de conejos o de gavillas de leña. Con gestos vagos, me indicaron la dirección de un barrio de huertas más allá de los suburbios. Mis zuecos claveteados dejaron pronto de golpear el pavimento de las calles para hundirse en senderos fangosos, con surcos hendidos por las ruedas, helados bajo gruesos restos de nieve. Las viviendas empezaron a ralear. Pasé por delante de hangares, de granjas, de cobertizos y de cuadras; después, a la vuelta de un recodo, descubrí un edificio grande con aspecto de granja. Estaba rodeado de un grueso muro, pero habían dejado el portal abierto. El alba empezaba a despuntar y el viento soplaba, deshilachando las nubes y permitiendo que se filtraran los rayos fríos de un sol pálido. Esperé, recostado contra un muro, a que hubiera más luz para presentarme ante el amigo de mi padre. Oí ladrar unos perros muy cerca, y la brisa me trajo su olor: un olor demencial, violento, repugnante, como el que producen decenas de perros hacinados en jaulas. El estómago se me revolvió de pronto y vomité bilis. Tembloroso, me froté la cara y la nuca con un puñado de nieve para recuperar el ánimo. La pestilencia, no cabía duda, provenía de la granja. Dividido entre el deseo de girar sobre mis talones y el temor a desencadenar la ira de mi padre si se enteraba de que le había desobedecido, me obligué a avanzar hacia la casa. Invisibles, relegados sin duda en algún patio trasero, los perros me habían olido. Sus ladridos furiosos se redoblaban a cada paso que daba. Alertado por ellos, un hombre mal afeitado apareció en el terreno. Era alto, de constitución extraña, como si sus proporciones hubieran sido hechas a ojo. Sus brazos, demasiado largos, le llegaban casi a las rodillas, y su garganta flaca, con la nuez de Adán prominente, evocaba el pescuezo de un pollo.

– ¿Qué se te ha perdido por aquí, mocoso? -profirió, quitándose de un manotazo la servilleta a cuadros que llevaba sobre el pecho-. ¡Lárgate!

– ¿Es usted el señor Forasco? Busco al señor Forasco. Me envía el señor Galjero. Soy su hijo…

Los ojos del hombre se agrandaron mientras me contemplaba.

– Ah, sí -dijo por fin-. Debe de ser verdad… Te pareces a Isztvan; más joven, claro. De todos modos, hace mucho que no lo veo. ¿Qué le pasa? ¿Qué quieres tú?

En pocas palabras, le expliqué a Forasco la situación de nuestra familia. Yo ignoraba por completo en qué circunstancias había conocido a mi padre pero, mientras me esforzaba en explicarme cuidando mis palabras, él estalló en una enorme carcajada que sacudió su desgarbado corpachón.

– Déjate de rodeos conmigo, chico. Ya sé cómo es el granuja de Isztvan. Conozco todos sus vicios. No tiene otra cosa, por cierto. Que yo sepa, tu padre no tiene ninguna cualidad… En fin, puede que tenga alguna; después de todo, nadie es perfecto, ¿verdad?, ni siquiera en la maldad. O sea, que te envía a trabajar conmigo así por las buenas. Bueno, pues fíjate: ¡llegas puñeteramente bien! Aquí no falta la faena. ¡Dame esa mano, trato hecho! Empiezas ahora mismo.

Puso su mano mugrienta en mi hombro y me llevó hacia el lugar desde donde seguían llegando ladridos y gruñidos.

– ¿Qué tengo que hacer exactamente, señor? -pregunté antes de contener la respiración para no desmayarme por la peste infecta de las bestias.

– ¿Cómo? ¿Ese viejo zorro de tu padre no te ha dicho nada?

– Ni una palabra.

Divertido, Forasco abrió los labios mostrando los dientes.

– Y bien, muchacho: yo entreno perros de pelea para las apuestas clandestinas. Y tú vas a encargarte de cuidar a mis pequeños gladiadores.

Los primeros meses que pasé con Forasco se cuentan entre mis recuerdos más horribles. Bajo una fachada de buena persona, el tipo era vil, innatural, profundamente depravado. Era uno de esos ejemplares de ser humano que, por sí solos, convierten en despreciable a nuestra raza. Sé de lo que hablo: él fue el primero que me reveló el mal. Sí, en muchos aspectos, Forasco fue mi iniciador. Campesino tosco y sin educación, con una inteligencia sólo estructurada por el vicio y la crueldad, vivía en soledad en la granja heredada de sus padres. Era demasiado perezoso para cultivar la tierra y, un día, había asistido en la plaza de un pueblo a uno de esos combates de gallos que parecen apasionar a los turcos. Los gritos, el polvo, el olor metálico de la sangre y, sobre todo, el dinero que pasaba de mano en mano, suscitaron sus deseos. Tenía algunas aves en su corral. De vuelta a casa, probó a azuzarlas unas contra otras; el domingo siguiente lanzó a las más feroces a la arena. Ya fuera casualidad, ya fruto de su entrenamiento, sus gallos le reportaron en dos horas más dinero del que podía esperar en un mes con las labores del campo.

– Los gallos no están mal -me explicó-. Los he criado mucho tiempo. Pero son muy pequeños. Si no estás en primera fila del corro, no ves nada. Y además, revientan muy deprisa, no hay bastante carne que desgarrar, no hay suficiente sangre… Los jugadores tienen siempre la impresión de que les ha robado, se marchan decepcionados. Por eso se me ocurrió la idea de pasar a otra cosa.

La otra cosa eran los perros. Más grandes, más resistentes, más dispuestos a la lucha, era más fácil volverlos agresivos. En la época en que lo conocí, Forasco poseía una cincuentena: bestias de guerra, monstruos que entrenaba en persona con métodos inventados por él mismo.

– No te enseñaré cómo lo hago -me advirtió el primer día-. Todavía no. Quizá más adelante, si creo que lo mereces. Los perros obedecen a un solo amo, no a dos. ¡El jefe de la jauría soy yo! Nunca lo olvides. Tú les darás de comer, limpiarás su mierda y me ayudarás a curarlos después de los combates. Eso es todo, pero da trabajo. ¡Ah! Y también están las ratas. Empezarás por ellas para ir aprendiendo.

¡Las ratas! Miles de ratas, criadas en un granero aislado para que su olor no hiciera enloquecer a los perros. Eran de suma utilidad en el sistema ideado por Forasco. En primer lugar, constituían un calentamiento para los perros, justo antes de que empezaran los verdaderos duelos. Después, aumentaban la excitación del público y hacían subir las apuestas al demostrar de lo que eran capaces los canes. En cada sesión, las pérdidas en ratas eran enormes: las grandes veladas, hasta mil quinientas o dos mil. Yo debía asegurarme de que la banda de roedores era siempre lo bastante numerosa para abastecer semejante cantidad de sacrificios, y cuidarlas era en realidad el aspecto esencial de mi trabajo, que me ocupaba casi toda la jornada.