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– Eso está bien -comentó Raya-. Creo que le gustas. Ahora, alarga la mano. Hay que sellar el pacto.

Extendí los dedos, temblando. El mismo individuo saltó sobre mi antebrazo y hundió sus garras en mi carne mientras yo sentí un chorro de líquido cálido correr por mi piel.

– Está orinando sobre ti. Es tu bautismo. Desde ahora, y para el resto de tu vida, te has convertido en súbdito del rey de las ratas.

La virtudes del «arlequín»

Desde el día en que el pequeño zíngaro me hizo rendirle homenaje al soberano de las ratas ya no hubo más muertes inexplicables en la «catedral». Me costaba creerlo, pero era forzoso constatar que la criatura de quince cabezas poseía un poder formidable sobre sus colegas. Raya había adoptado la costumbre de ir a mi encuentro, cada noche, a la hora en que salía de la granja Forasco. Íbamos juntos hasta el fin de los caminos de tierra, al principio de las primeras calles de la ciudad. No sabía por qué el muchacho me había tomado cierto cariño, cuando al fin y al cabo yo había ocupado su puesto en casa del adiestrador.

– No has sido tú el que me ha devorado la mano -me respondió cuando expresé mi desconcierto-. Me alegro de haberme marchado. Lo único que echo de menos es al rey. Pero como me dejas venir a verle siempre que quiera, todo está bien.

Tres o cuatro semanas después de mi llegada a la perrera, Forasco me advirtió de que se iba a celebrar un combate.

– Los entrenadores siempre dejamos pasar la mala estación sin organizar apuestas -me explicó-. Hace frío, a la gente le desagrada apartarse de sus chimeneas. Y es difícil transportar los perros por los caminos repletos de baches y cubiertos de nieve. Pero la primavera se acerca, se comienza a notar el tiempo templado. Es hora de hacer dinero. Prepara quinientas ratas para el sábado por la tarde.

El día fijado, enganchamos dos carros y los cargamos, uno con los perros y otro con las ratas. A la hora de vísperas, dejamos la granja para trasladarnos a dos leguas de allí, a unos barrios que yo no conocía. En el sótano de un establecimiento de posta habían instalado un entablado con arena. Se esperaba nuestra llegada. Los curiosos, con jarras de vino en las manos, se congregaban alrededor de las carretas cuando descargamos los perros. Acabados los preparativos, Forasco fue a brindar con los apostantes y los otros tres entrenadores contra cuyos perros iban a lidiar sus protegidos.

– Ven a beberte una jarra con nosotros, chico -me dijo uno de ellos al ver que me aburría al lado de las ratas.

El vino áspero hizo que la cabeza me diera vueltas y me produjo náuseas. A nuestro alrededor, el gentío se hacía más numeroso y más ruidoso a cada minuto. La mayor parte de los espectadores eran gente humilde, campesinos o artesanos de los barrios pobres; pero pronto descubrí otras figuras entre ellos: hombres con mejores atuendos, señores de frac y sombrero de copa, el mango de marfil de sus bastones sujeto por sus manos enguantadas; burgueses de ojos malvados que acudían a los bajos fondos en busca del escalofrío de la sangre y la muerte…

Una mujer hizo su aparición. La parte alta de su rostro estaba oculta bajo un antifaz de terciopelo, pero se veían sus labios llenos, maquillados de carmín oscuro, que se abrieron ligeramente sobre sus dientes pequeños y blancos. Nunca en mi vida había visto una figura tan perfecta. Bajo la hopalanda que llevaba, lucía suavemente el satín claro de su polisón. A su entrada, todos los hombres se descubrieron y se apartaron para dejar que se instalara al borde del ruedo. Por fin, alguien agitó una campanilla yreclamó silencio; Forasco me dio un codazo en el costado.

– ¡Es el momento! ¡Ve a buscar las ratas!

Tomé la primera de las cajas y me acerqué, dispuesto a soltar las bestias sobre la arena del recinto. Cuando el organizador anunció el nombre del primero de nuestros perros, lancé una mirada triste a mis roedores. Iban a morir, yo lo sabía, y de la peor manera. No eran más que ratas, pero yo sentía pena. El recuerdo de su rey se apoderó de mí. ¿Qué pensaría él del sacrificio de sus súbditos? ¿Y cómo me juzgaba a mí, cómplice de la masacre?

Forasco avanzó, llevando de la correa a Mandru, su animal favorito, su campeón, una bestia pesada, musculosa, con el cuerpo surcado de cicatrices.

– ¡Suelta las ratas, pequeño!

Resignado, abrí la caja y la sacudí por encima del terreno de lucha con los brazos extendidos. Los roedores cayeron al suelo en un racimo y se dispersaron chillando. Enseguida, Mandru fue arrojado entre ellos. En unos segundos, despedazó a la tribu, haciendo volar pedazos de carne. Los espectadores se pusieron a gritar, excitando al perro a actuar más rápido y con más crueldad. Los primeros billetes cambiaron de mano. Forasco tenía los ojos fijos en el dinero que veía pasar.

– Vamos a ganar mucho esta noche, lo presiento -me dijo mientras contemplaba con una sonrisa de satisfacción el hocico de Mandru goteando sangre.

Sí, ganamos mucho aquella noche. De los nueve perros que el amigo de mi padre puso en competición, sólo uno murió en combate. Los otros salieron victoriosos, y Mandru se distinguió en particular, ya que abatió a tres adversarios. Los combates no cesaron hasta bien pasada la medianoche. Los billetes hinchaban los bolsillos de Forasco. Mientras los apostantes subían la escalera para ir a celebrarlo al albergue, Forasco aplicó un tampón de éter en el hocico de los perros para dormirlos y poder suturar sus heridas con más facilidad. A la luz de las linternas, sobre una mesa de madera manchada de sangre seca, la operación se realizó con presteza, porque el hombre conocía su oficio y estaba acostumbrado a ese trabajo. Agotados, drogados, los animales apenas gruñían cuando, temblando con el recuerdo de la mano amputada de Raya, tuve que llevarlos en brazos uno tras otro para meterlos en sus jaulas e instalar éstas en la carreta. Acabábamos de subir los laterales cuando la punta de plata de un bastón golpeó de pronto el hombro de Forasco.

– Me ha gustado la actuación de sus bestias, señor. Es evidente que es usted un buen adiestrador.

En la sombra del patio, la mujer de la máscara estaba frente a nosotros. Una capucha ocultaba su cabello y terminaba de ocultar la forma de su rostro.

– Soy el mejor, señora -contestó Forasco, con los ojos brillantes-. Sí, el mejor, no lo dude.

– ¿Querría enfrentar a su campeón con el mío? Tengo curiosidad por ver a Mandru combatir con mi pupilo.

– ¿Tiene usted una jauría, señora? -dijo Forasco, divertido.

– Sólo como distracción -contestó la desconocida-. Tranquilícese, no pienso hacerle la competencia. Además, yo no entreno perros, sino lobos.

– ¿Lobos? ¿Quiere hacer luchar a mi perro contra un lobo? Pero señora, eso no es posible.

– ¿Y por qué no, señor? Mandru me parece lo bastante fuerte para enfrentarse al líder de mi jauría. Es un lobo viejo, de cinco años, el más feroz que pueda imaginarse. La experiencia sería divertida…

Forasco se retorció las manos yaspiró hondo, sin saber cómo expresar su rechazo sin parecer cobarde.

– Un perro no tiene ninguna oportunidad frente a un lobo, señora. El resultado está cantado. No quisiera sacrificar un animal como Mandru por un capricho. Aún es joven y mejora en cada combate. Puede hacerme ganar mucho dinero todavía. Lo lamento, pero no puedo aceptar su petición.

– Si no es más que una mera cuestión pecuniaria, puedo indemnizarle por la pérdida eventual del perro. ¿En cuánto lo valora?

– No, no, no -se defendió Forasco-. No creo que podamos entendernos sobre el precio.

La mujer bajó la barbilla. Parecía contrariada. Reflexionó un instante, golpeando la grava con la punta de su bastón; después, alzó bruscamente la cabeza, se bajó la capucha, se arrancó con violencia el antifaz y fijó la mirada en los ojos del campesino. Su rostro, bello y armonioso, me parecía el de un ángel, y sus cabellos negros brillaban como un frasco de tinta china.