Выбрать главу

– ¿Qué diría de otra forma de pago, señor? Seré suya por una noche entera si su perro mata a mi lobo en combate singular.

Forasco vaciló, fascinado por la inesperada perspectiva que se le ofrecía. Habituado a las chicas de las granjas y a las prostitutas desdentadas de los barrios bajos, jamás había acariciado el cuerpo limpio, perfumado y sedoso de una dama. Sabía que una ocasión así no volvería a presentársele en su vida.

– ¿Y si Mandru muere? -preguntó con prudencia.

– Le daré una pequeña suma a modo de compensación. No exijo nada a cambio. Sólo deseo el combate. De este modo, señor, si su perro es vencido sólo lo perderá a él.

Forasco se pasó la lengua por los labios secos y tendió la mano.

– Trato hecho, ¿señora…?

– Ieloni… Flora Ieloni.

Regresamos a la aurora. Por el camino, Forasco permaneció en silencio, rumiando sus pensamientos, preguntándose si no habría aceptado demasiado aprisa la proposición de la señora Ieloni.

– Mandru contra un lobo -farfulló mientras me invitaba a entrar en la granja-. ¿No tendrás alguna idea efectiva para que gane el perro?

Con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, hice una mueca para indicar que no estaba inspirado.

– ¡Evidentemente! -espetó Forasco lanzándome una mirada desdeñosa-. En fin, supongo que es mi problema. Siéntate, voy a darte tu parte.

Sacó de sus bolsillos los billetes arrugados ganados durante la noche y los extendió sobre la mesa. Los contó dos veces y después, sin cumplidos, me cedió un buen puñado.

– Te doy el diez por ciento de la recaudación en cada salida. Ya ves que es mucho dinero. Por desgracia, si el lobo de Ieloni destroza a Mandru no podremos contar con tanto. Los otros perros quizá sean buenos, pero no tanto como él.

En efecto, era mucho dinero: tres veces el salario mensual de un oficinista o de un profesor. ¡Y ganado en tan poco tiempo! Comprendí por qué mi padre me había enviado con Forasco. En ninguna otra parte habría podido amasar semejante fortuna tan deprisa; aunque el trabajo a realizar fuera repugnante.

– Pensaré una estratagema para salvar a Mandru -le aseguré a Forasco en el momento en que me separaba de él para volver a casa-. Es su campeón, y hay que salvarlo a toda costa.

Los días siguientes no dejé de darle vueltas a la cabeza para resolver el problema. Por su parte, Forasco se dedicaba a entrenar a Mandru, pero no me permitía asistir a sus sesiones. Como un artista que guarda celosamente sus secretos, no quería compartir con nadie sus procedimientos. Yo lo observaba por la puerta abierta de la «catedral» cada vez que volvía de la perrera. Cada día parecía más contrariado, más resignado.

– Está perdido de antemano -se lamentaba una mañana mientras, apoyado contra una bala de heno, me miraba barrer el patio-. Mandru va a reventar, lo sé. No puedo hacerlo más fuerte ni más grande de lo que es. Esa mujer me ha hechizado. Me hubiera resistido al dinero, pero fui incapaz de rechazar su proposición. Fue más fuerte que yo. Ahora tendría que encontrar un medio de renunciar a ese estúpido desafío sin quedar como un pelele. Pero ¿cómo?

Aquella misma noche, me reuní con Raya en el sendero que llevaba a la ciudad. Naturalmente, no pude callarme; desde el primer día le había confiado todo lo relativo a la misteriosa Flora Ieloni.

– Yo conozco un secreto -coqueteó el muchacho-. Un secreto que haría que Mandru venciera a tres o quizá cuatro fieras.

– ¿Un secreto? ¿Qué secreto? -le presioné yo, febril.

Raya sopesó una piedra y la hizo saltar en su mano sin decir nada, para excitar mi impaciencia.

– Desde luego, vosotros, los payos, no sabéis usar la cabeza. No se trata de hacer más combativo al perro, sino de debilitar al lobo.

Lo miré con los ojos muy abiertos.

– No había pensado en eso -reconocí-. ¿Cómo hacerlo?

Raya extendió los brazos y dio tres vueltas sobre sí mismo como una peonza.

– ¡Todo está aquí! ¡A nuestro alrededor! ¡En los bosques! Basta con recoger las plantas adecuadas y hacer con ellas un ungüento para untarlo en el cuerpo de Mandru. Cuando el lobo le muerda, se tomará la poción. Te juro que se dejará devorar sin resistirse.

– Eres un mentiroso, Raya. Nunca he oído hablar de algo semejante… Ni siquiera en los colinde [1].

El gitanillo lanzó la piedra a lo lejos y se encogió de hombros.

– Como quieras, Dalibor…

Su decepción sembró la duda en mi espíritu.

– ¿Hablabas en serio? ¿De verdad conoces plantas capaces de dormir a un lobo?

– No de dormirlo -rectificó el chico-, de dejarlo fulminado en el sitio… A esa mezcla la llaman el «arlequín» porque está hecha con hierbas de todos los colores. Convence a Forasco de que haga una prueba con dos de sus perros. El más débil untado con el ungüento contra el más fuerte. ¡Y ya verás si miento!

– ¿Y por qué ibas a ayudarnos, si no quieres a Forasco y te ha echado de la perrera?

Raya se rascó la frente con su muñón.

– Si Mandru gana gracias a mí, quiero dinero, es así de sencillo. Cualquiera puede comprender eso. Pero hay otra razón, que tú no creerás. Así que me la guardo para mí.

Por más que insistí por el camino, Raya permaneció obstinadamente mudo sobre las motivaciones que lo impulsaban a congraciarse con Forasco. Pero después de todo, poco me importaba su pequeño secreto. Lo único que contaba era comprobar si su fábula era cierta. Si decía la verdad…

– ¿Así que ésta es tu poción? Te advierto que si me haces perder el tiempo les doy de almuerzo a los perros la mano que te queda, ¿entendido?

Con su mirada negra clavada en la de Forasco, Raya no bajó los ojos. Tranquilo, seguro de sí mismo, el gitanillo no estaba impresionado en absoluto por las amenazas.

– Haga la prueba. Ya lo verá…

Refunfuñando, Forasco tomó la botella llena de líquido oleoso que el muchacho le tendía. Quitó el tapón de corcho, se llevó el gollete a la nariz e hizo una mueca. Yo aparté la cara rápidamente para librarme de la peste que emanaba de la mezcla.

– El mal olor es para evitar que el perro se lama -explicó Raya-. Si prueba el preparado, será a él al que le haga efecto. En el último momento, justo antes del combate, habrá que untarle los flancos y la garganta. Es donde el lobo intentará morderle primero.

Forasco se encogió de hombros y trajo dos perros. Uno era Zoltan, su tercer campeón, un animal de raza mezclada, de hocico corto, gruesos músculos y mandíbula fuerte. El otro era un lebrel ruso joven y fino que ni siquiera tenía nombre. Fuimos al círculo de entrenamiento instalado cerca de la perrera, y Forasco le lanzó a Raya la botella de «arlequín».

– ¡Enséñanos cómo se hace!

Raya vertió en el cuello del lebrel una cantidad de aceite como para llenar un vaso, y extendió el líquido grasiento en el pelaje, mientras que yo sujetaba con firmeza al animal, que gruñía.

– Es todo lo que hay que hacer. ¡El combate puede empezar!

Forasco soltó su fiera, mientras que yo dejaba ir a mi perro. Las dos bestias se encontraron en el centro de la arena. Zoltan, más fuerte, más feroz, más aguerrido, tomó enseguida la delantera. Arañado en el vientre y salvajemente mordido, el lebrel cayó a tierra con un ladrido siniestro. Un chorro de sangre brotaba de una arteria rota. Aquello era casi el fin de la batalla y yo estaba desesperado: había creído ciegamente en la fábula del arlequín y ahora me encontraba al borde de las lágrimas. Ante nosotros, Forasco cruzó los brazos con semblante maligno. Justo entonces, Raya me tiró de la manga.

– ¡Mira!

De manera inexplicable, Zoltan acababa de soltar su presa. Remangando los morros y mostrando los dientes, se alejaba a empujones mientras que su adversario se incorporaba. Cuando el lebrel, galvanizado por este giro de los acontecimientos, se arrojó sobre él para hundirle los colmillos en la garganta, bajó la cola sin oponer resistencia. Hubo un remedo de lucha durante apenas medio minuto, pero se veía a las claras que Zoltan no ponía energía en su defensa. El suelo se enrojeció en torno a las bestias. Tras un último grito de quebranto, el moloso quedó inmóvil. Por encima de él se alzaba, triunfante, la fina silueta del perro sin nombre. Raya profirió un grito de júbilo y dio un brinco. Pasmado, Forasco no sabía si lamentar la pérdida de Zoltan o alegrarse de la futura victoria de Mandru… Aquella noche, Raya insistió en que le dejáramos ocuparse de los roedores. Se quedó mucho tiempo en la «catedral», sin testigos. Cuando salió, por la noche, encontré en el suelo dos cabos de vela que terminaban de consumirse ante la jaula del rey de las ratas.