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El lugar elegido por Flora Ieloni para el duelo era un simple refugio de cazadores en medio de uno de los bosques que componían sus dominios. Una hora antes de medianoche, Forasco y yo fuimos acogidos por la anfitriona de aquellos lugares en persona. Ya no llevaba el antifaz, ¿para qué? Todos los allí reunidos la conocían. Ieloni había querido que la pelea de perros constituyera el plato fuerte de una pequeña fiesta, una reunión de hombres y mujeres de clase alta, apenas una veintena, cuidadosamente seleccionados yescogidos por su afición a los espectáculos violentos. Aun así, todos estaban intrigados e impacientes por ver al animal que se enfrentaría al lobo. Mientras Forasco era presentado a los invitados en el interior del pabellón y bebía con ellos, yo me quedé junto al carro. Mandru estaba nervioso. Oprimido en su jaula, husmeaba el aire y su garganta emitía un rugido sordo. Dos hombres con botas y abrigos largos se acercaron, uno de ellos con una garrafa en la mano. No entendí sus primeras frases, hablaban en turco y yo apenas entendía esa lengua. Pero después de soltar una risa maligna, el mayor se dirigió a mí:

– ¿Tú eres el que cuida al perro, chico?

– Sí, señor…

– Dime, tú que lo conoces bien, ¿crees que este animal tiene alguna posibilidad de salir vivo del combate? -Creo que sí, señor.

Los dos hombres intercambiaron una sonrisa de complicidad.

– ¿Sabes cuál es el premio que recibirá tu amo si su perro es lo bastante fuerte para vencer al lobo?

Bajé los ojos, incómodo.

– Sí, señor, lo sé.

– Entonces, esperemos que digas la verdad y tu chucho sepa pelear. Hay muchos aquí que sueñan con que Ieloni reciba esa humillación.

Miró hacia la jaula, se quitó un guante y trazó con un dedo un signo misterioso encima de la cabeza de Mandru mientras murmuraba entre dientes una especie de bendición pagana. Después, me lanzó descuidadamente una moneda con la efigie de María Teresa, un pesado tálero de plata.

– Toma, pequeño. La próxima será de oro si tengo suerte.

Mientras guardaba la moneda en mi bolsillo, vi a los dos hombres detener a Forasco en el momento en que salía del pabellón. Los tres conversaron un instante y después el adiestrador, con una sonrisa en los labios, trotó hacia mí con una mano sobre su vieja chistera combada.

– ¡Abre la jaula! ¡El combate va a empezar enseguida! ¡Es el momento de aplicar el «arlequín»!

Mi corazón se puso a latir como un tambor. Tembloroso, descorché el frasco que nos había dado Raya y unté de bálsamo el corto pelo de Mandru.

– ¡Sobre todo, no pongas demasiado! No deben descubrir la superchería, el lobo no tiene que quedar aturdido del todo.

Obedecí a regañadientes y llevamos el perro a la parte de atrás del edificio, cerca de un vallado nuevo. Allí nos esperaba Flora Ieloni, montada a la amazona en un caballo gris, trémulo de músculos y de nervios. Su delgada figura estaba envuelta en vestido claro de nanquín; en los talones de sus botas brillaban unas finas espuelas de bronce. A su lado, dos fornidos lanceros con mostachos encerados aferraban la doble cadena que pasaba por el cuello del animal más formidable que uno pueda imaginar. Aquello no era un lobo, sino una montaña de carne vibrante, un monstruo negro, enorme, salido del infierno. Forasco me miró por el rabillo del ojo y palideció. En ese instante, estoy seguro, se arrepentía de no haberme dejado verter hasta la última gota de «arlequín» en el cuerpo de Mandru. Pero ya era demasiado tarde, nada podría salvar a nuestra bestia.

Oprimidos por la angustia y los remordimientos, nos situamos al borde de la arena. Tras unas palabras insustanciales pronunciadas por Ieloni para divertir a sus invitados, los dos campeones quedaron frente a frente. Contrariamente a su costumbre, Mandru no se precipitó sobre su adversario. Silencioso, encogido, lo juzgaba sin decidirse a intentar nada. Sorprendido por el comportamiento inesperado de su animal, Forasco alargó su cuello de zancuda para ver mejor. El lobo se acercaba con lentitud al perro, que seguía inmóvil. Después, se produjo el primer ataque. La criatura de Ieloni saltó sobre Mandru, pero éste se tensó como la cuerda de un arco y saltó hábilmente a un lado. Nuestro perro no era más que una máquina de guerra sin cerebro, su superioridad frente a los otros perros no lo había corrompido. Era inteligente, había captado la naturaleza del peligro que lo amenazaba y adaptaba su estrategia en consecuencia. El lobo cerró sus mandíbulas en el vacío con un ladrido de sorpresa y, con el pelo erizado, se dispuso a atacar de nuevo. Mandru, por su parte, se había situado y esperaba la carga. Como el primero, el segundo asalto falló. Erguida sobre los estribos, Flora Ieloni estaba cautivada por el espectáculo, pero no dudaba ni por un instante que su protegido lograría dominar al nuestro. A la cuarta tentativa, el lobo hizo una finta, consiguió engañar a Mandru y agarró su flanco.

El perro rodó en el polvo y no pudo esquivar la masa que se abatía sobre él. La escaramuza fue terrible. Herido, Mandru se defendía con la energía de la desesperación, pero no lograba deshacerse de la presa del gran lobo. No obstante, mordía, y bien, pero no con la suficiente fuerza para debilitar a su contrincante. La sangre brotó de una herida, después de otra… Forasco me cogía el brazo y lo apretaba. Yo estaba paralizado, incapaz de apartar los ojos de la danza de la muerte que se había desencadenado. Me había olvidado por completo de las virtudes secretas del «arlequín».

Después, se obró el milagro. Tan súbitamente como Zoltan había soltado al lebrel, el lobo deshizo su presa y se apartó, lo cual permitió a Mandru recuperar el equilibrio y adoptar posición de combate. Gritos de sorpresa se elevaron entre los asistentes. El lobo gruñó y sacudió el espinazo, de lo cual se aprovechó el perro enseguida. Se coló bajo la garganta de su adversario y clavó sus colmillos en la tráquea expuesta. Cuanto más se debatía el lobo, más contraía Mandru los músculos. La agonía del viejo campeón fue larga, espantosa de ver. Ieloni se descomponía sobre su caballo. El turco que había bendecido a nuestro animal se echó a reír sin intentar ocultar su contento. El perro no soltó su presa hasta que su víctima se hubo desangrado. Por fin, chapoteando en una melaza de sangre, de carne y de arena, fuimos a ponerle el bozal. El duelo había acabado. Forasco estaba radiante. Un silencio absoluto cayó sobre la asamblea, un manto de plomo en el que Flora Ieloni ocupaba el centro exacto. Forasco se descubrió el sombrero en un torpe gesto de homenaje y avanzó hacia ella, tan contrito como un colegial en su primera cita.

– Señora -le dijo, tartamudeando-, mi perro acaba de matar a su lobo.

Temblorosa también, pero de humillación y de cólera, Flora Ieloni crispó las manos en las riendas de su caballo. Las aletas de su nariz palpitaban y su boca se torcía, mostrando toda la repugnancia que experimentaba ante el pensamiento de abrir su lecho al desagradable personaje que, ante el regocijo de la audiencia, osaba reclamarle su deuda.

– La justa ha sido dudosa, señor -aventuró ella de entrada, a modo de defensa-. El combate no me ha parecido limpio…