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El monte de los bailarines

La noticia de nuestra aventura con Ieloni se expandió como un reguero de pólvora por toda la región y más allá. No sólo nuestro perro había vencido a su lobo, sino que Forasco se había cobrado la deuda con una sesión de coito público cuyo relato, mil veces repetido, había escandalizado o divertido con locura a toda la alta sociedad. Cada día, o casi, se presentaban visitantes en la granja para proponer a Forasco nuevos desafíos, nuevas pruebas. Hicimos pelear a nuestros perros durante todo el verano. Sólo en aquella temporada ganamos más dinero del que Forasco había amasado en toda su vida.

– Decididamente, la Ieloni nos ha sido más útil de lo que esperaba -reconoció una noche-. No sólo me he dado el gusto de desahogarme con ella, sino que además sus locuras han consolidado nuestra reputación. ¡Otro año como éste y seré rico!

Si durante la temporada Forasco se había entregado por completo al entrenamiento de sus perros, la entrada del otoño conllevó un cambio en su comportamiento. Más perezoso que nunca, se quedaba días enteros en la cama con las muchachas que sacaba de los cabarets, y se embriagaba con ellas hasta el punto de vomitar en las sábanas.

– Forasco ya tiene medios a la altura de sus vicios -ironizaba Raya-. Ahora que la pobreza no le frena, va a hundirse hasta el fondo del pozo.

No merecía la pena contradecir al gitanillo. Aunque era un niño, conocía la vida mejor que yo. Sus profecías se cumplieron más que bien. Forasco le había cogido el gusto a la carne sedosa de las damas finas y cambió sus hábitos de soltero. De las cabañas modestas en las que podía permitirse una mujer vieja y mugrienta por una moneda de cobre, pasó a las casas de barrios más decorosos y, después, a las del centro, casi lujosas. A veces se encerraba una semana entera en el burdel, y dejaba a mi cargo todos los trabajos de la granja. Como debía ocuparme de los perros además de las ratas, mis jornadas eran las de un esclavo. En cuanto a mi desdichado percance de la noche del duelo entre el lobo y Mandru, nadie había vuelto a mencionarlo. Aturdido por su propia alegría, Forasco ni siquiera había sido testigo del incidente, y creo que nadie se había molestado en contarle el penoso desfogue de su insignificante criado. Sólo yo guardaba recuerdo del suceso, un recuerdo que se hacía más doloroso porque lo revivía a menudo en pesadillas de las que me despertaba empapado en sudor, con el corazón desbocado y el sexo húmedo.

Se acercaba el nuevo año cuando Wanda, mi madre, cayó enferma de gravedad. Apenas en unos días todo hubo acabado, y el dinero que me había dado el turco financió su ataúd, el funeral y el jornal de los sepultureros. En esa época, mi padre había dejado de trabajar. Sus crisis de gota lo debilitaban a menudo hasta el desvanecimiento, y había cerrado el despacho. Desde el verano, mi familia sólo vivía de mis ganancias. Del dinero destinado a mi ingreso en la universidad no quedaba nada.

Forasco asistió al entierro y aprovechó para reanudar su relación con Isztvan. Los dos granujas se habían conocido en otra época en no sé qué bar y habían compartido la mala vida durante mucho tiempo. Las ropas nuevas que vestía Forasco, su chistera de pelo de topo bien cepillada, sus polainas de sarga recia y su capote impresionaron a mi padre a tal punto que lo invitó a nuestra mesa. Estábamos en 1828. Yo tenía diecisiete años, mi hermana Helena veinte, y las gemelas Huna y Saia casi doce. Encorvada, con la barbilla cubierta de una especie de plumón, mi hermana mayor no gozaba de un físico agraciado; pero mi madre, adivinando que su fin estaba próximo, se había esforzado en prometerla con un muchacho de la provincia. Tres semanas después del funeral de Wanda, Helena se marchó para vivir con su nueva familia, dejando a nuestro padre al cuidado de las pequeñas. Al contrario que Helena, las dos niñas de rostro armonioso y cuerpo bien formado prometían ser bellas.

Al final de la estación cálida, Forasco volvió a poner a luchar a los perros. Desde la primera velada constatamos que las facultades de Mandru habían mermado. Si bien seguía siendo fuerte, ya no era tan vivo como el año anterior. Algunos de sus músculos desgarrados habían curado mal, reaccionaba con mayor lentitud y su ataque era menos poderoso. Espoleados por nuestros éxitos precedentes, nuestros competidores habían redoblado esfuerzos para seleccionar sus bestias y volverlas feroces. Durante aquellos meses, sólo nos salvó el recurso del «arlequín»; pero al final de la temporada sabíamos que todo había terminado para el viejo campeón.

– Hay que encontrar otra bestia -dijo Forasco-. Ésta está llena de costurones y hasta un gato flaco la vapulearía.

Sin embargo, en vez de consagrar su tiempo a encontrar otro perro de presa, retomó la senda de los cabarets y las muchachas. Una noche en que mi padre lo había invitado a cenar, la bebida corrió más que de costumbre y se emborracharon los dos. Desde aquel día, Isztvan volvió al alcohol. Forasco le visitaba cada vez más con mayor frecuencia y le traía a escondidas el vino que yo le negaba. Mientras yo me ocupaba de las ratas y de la perrera, Isztvan se embriagaba en su habitación y aterrorizaba a las gemelas con sus crisis y sus imprecaciones. Huna y Saia, tímidas, no se atrevían a confesarme sus nuevas tropelías. En cuanto a Forasco, encontraba un placer malsano en estimular los vicios de su viejo amigo. Dos o tres días por semana, mientras yo le suponía en alguna casa de citas, iba a nuestra casa para solazarse en su compañía. No contento con embrutecer así a mi padre, Forasco le devolvió el gusto por el estupro, al meter mujeres públicas en nuestro hogar. Los meses de invierno pasaron así, sin que yo notara el rostro surcado de arrugas de Isztvan y las poses extrañamente lánguidas de las gemelas.

Y después, una tarde, al principio de la primavera, regresé a casa antes de lo habitual, por una razón que no recuerdo. Lo que descubrí me heló la sangre. En el salón se entrelazaban los cuerpos desnudos de Forasco, de mi padre y de mis dos hermanas. Aturdidos tanto por los venenos que habían trasegado o respirado como por los placeres que se habían dado, ninguno de ellos se despertó mientras me acercaba. Tembloroso, con el estómago en la boca y el alma trastornada, permanecí largo rato observándolos, como si mi mente no pudiera creer lo que mis ojos veían. Dejé la casa con paso vacilante, para errar por las calles hasta el crepúsculo. Mis pasos me llevaron hasta la granja de Forasco. Raya me esperaba al borde del camino, tenía los labios deformados por una sonrisa.

– Los has visto, ¿no es así? -me dijo-. ¡Dímelo! ¿Los has visto?

– Los he visto… -reconocí sencillamente, sin ni siquiera intentar comprender cómo podía saberlo el gitano.

– Sé lo que quieres. Sí, sé lo que arde en tu corazón. Y también conozco el castigo justo. ¡Ven conmigo!

Privado de toda voluntad, y como en una pesadilla, seguí al muchacho hasta la «catedral». Juntos, cargamos febrilmente las dos carretas con tantas jaulas como podían contener y tomamos en silencio el camino de la ciudad, cada uno conduciendo un vehículo. Raya había instalado en sus rodillas la corona chillona del rey de las ratas. En la casa no había signos de vida, ni ninguna luz en las ventanas. Alineamos las jaulas en el jardín baldío y abrimos todos los cierres uno detrás de otro. Los animales se esparcieron por la hierba y se dirigieron a la casa como una marea subiendo por un peñasco. Raya tomó al rey en sus brazos y me lo tendió.

– Desea que seas tú quien lo lleve, porque ha llegado la hora de su venganza y de la tuya.

Lo tomé en brazos y subí lentamente los escalones de la entrada. Cuando abrí la puerta de par en par, las ratas, como limaduras de metal atraídas por el imán, irrumpieron en el recibidor en pos de su soberano. En el salón, las cuatro personas desnudas seguían durmiendo. Apenas se movieron cuando los primeros roedores saltaron sobre ellas; pero a las primeras mordeduras, abrieron los ojos y profirieron gritos de horror. Miríadas de bestezuelas negras se aferraban a su carne, abrían sus venas, lamían su sangre. Sin sentir la menor piedad, Raya y yo nos quedamos hasta el fin a contemplar la escena: miles de pequeñas mandíbulas engullían piel y músculos, tendones y vísceras, hasta que sólo quedaron unos montones de huesos blanqueados esparcidos por el suelo. Cuando ya no quedó nada que devorar, Raya se apoderó del rey de las ratas y abandonó la casa sin decir una palabra, seguido de la innumerable banda. Yo me quedé solo, petrificado.