La noche entera pasó sin que la vida volviera a mis miembros, ni el rumor de los pensamientos a mi espíritu sumido en las tinieblas. Allí me encontraron por la mañana y me agarraron para echarme en el fondo de un calabozo. A los rumanos siempre les ha gustado la justicia expeditiva, y mi detención fue breve: al cabo de unas horas, fui juzgado y condenado a morir en la horca. Sin embargo, la lectura de la sentencia no meprodujo lágrimas ni angustia; desde el día del festín de las ratas yo no había vuelto a pronunciar una palabra, y vi llegar sin temor el alba decidida para mi tránsito. A las cuatro de la madrugada me enviaron a un cura; después, un guardián cortó el cuello de mi camisa antes de que me condujeran sobre una pequeña eminencia, fuera de la ciudad, donde la horca había sido instalada.
– Aquí es donde vas a bailar, pequeño -dijo el verdugo, burlón, mientras me hacía bajar del carro de los condenados-. Si no sabes cómo se hace, no te preocupes, aquí hay maestros de ballet que te enseñarán…
Dos cuerpos en estado de putrefacción pendían ya de la horca. Las órbitas de sus ojos, vaciadas por los cuervos, se abrían con asombro contemplando el otro mundo. Una pequeña multitud se había desplazado para la ocasión, y a la luz grisácea del amanecer distinguí a una amazona montada en un caballo tordo. Atraída por el espectáculo de mi sufrimiento, Flora Ieloni había viajado para verme morir. Pero mis ojos no se detuvieron en su figura cuando sentí la cuerda de cáñamo cerrarse en torno a mi garganta. No. Otro rostro había llamado mi atención: Raya. El gitano me sonreía. Estaba alejado de mí pero, sin embargo, vi las palabras formarse en sus labios, como si una lupa agrandara su boca.
– No te inquietes, Dalibor. El rey me ha dicho que tienes una buena herencia… Te pertenecen dos existencias. La que termina esta mañana es solamente la primera de ellas. Pronto volverás a pisar esta tierra.
Apenas había captado estas palabras increíbles cuando sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Mi cuerpo se precipitó al vacío en una caída que me pareció interminable. Escuché latir mi corazón por última vez y después un dolor intenso me taladró el cuello y los riñones. Mi visión cesó, y mi vida se detuvo…
Durante tres días y tres noches mi cuerpo bailó en la horca, la cabeza en ángulo recto sobre mis hombros. Era indiscutible que estaba muerto. Ya no sentía el viento en mis cabellos, ni la lluvia en mi piel. Mi conciencia se había marchado. Y sin embargo… Como una mariposa atrapada en una caja, un fragmento ínfimo de mí batía aún sus alas, en lo más secreto de mi ser, negándose a desaparecer.
Esa fuerza desconocida, milagrosa, más poderosa que la muerte, que me retenía aún en este mundo, se manifestó primero bajo la forma de un ruido de resaca, de marea. Hubo una voz en el seno de las tinieblas; después, un rostro, «su» rostro. Nunca lo había visto antes, y sin embargo lo reconocí. Ella había habitado en mí toda mi vida y yo jamás la había contemplado, ni siquiera en lo más hondo de mis sueños. Era una mujer. Joven. Con un rostro muy hermoso y lleno de misterio, atractivo como el de un hada. Bajo su mirada mi corazón volvió a latir. El aire penetró en mi garganta liberada de la cuerda e invadió mis pulmones, haciéndome gritar de dolor como un recién nacido. Con los ojos empañados y los miembros rígidos, creí por un momento que aún era huésped del verdugo, ¡pero no!, ya no estaba colgado en el cadalso. Todavía incapaz de moverme, sentí que una mano fina y suave se posaba en mi sien. De la mano pasó un calor a mi carne helada, y del calor nacieron imágenes, visiones de paisajes desconocidos, de caras humanas que se volvían hacia mí, con avidez, para hablarme… Y supe que aquellas gentes eran yo mismo; eran mis ancestros, mi estirpe. Estaban en mi memoria desconocida, olvidada, borrada por la tormenta de los siglos. Mi muerte les había abierto el camino hasta mí y les permitía susurrarme su historia común. Porque yo, Dalibor Galjero, era el último eslabón de una cadena de vidas que ellos habían iniciado. Yo era su heredero, su esperanza, el último depositario de su secreto prohibido.
Entonces, cada uno de ellos se acercó a mí por turno, y me mostraron quiénes eran.
La boca de la serpiente
El primero no tenía nombre. Sin embargo, era en él en quien la llama había elegido nacer. Lo ignoraba todo de su infancia y juventud. Sus recuerdos comenzaban en el instante en que se había despertado en una fosa donde se pudría su carcasa. La vida lo había retomado de manera brutal en medio del osario. Desnudo, ensangrentado, se arrastró para salir de entre el montón de víctimas donde se pudría. Era de noche; el campo de batalla estaba aún iluminado por las antorchas de los saqueadores que despojaban a los muertos polacos, húngaros, valacos y otomanos mezclados. Avanzó entre los ladrones como un espectro; arrancó una cota de un torso sin cabeza, tomó una espada clavada en el vientre de un caballo caído, y marchó hasta el amanecer sin volver la cabeza. Unos carboneros lo encontraron tirado en un charco. Lo curaron y lo alimentaron sin pedirle nada a cambio. Cuando sus heridas se cerraron, el hombre tomó, al azar, la dirección del norte. No recordaba su nombre, ni nada de su historia. Pero eso poco le importaba. Sabía que sus músculos eran duros y que su mano estaba habituada a las armas, y eso le bastaba. ¿Había sido el breve paso por el territorio de las sombras lo que le había conferido una nueva dimensión? ¿Había sumergido su cuerpo en el Estigio, el río de los infiernos? Tal vez, pero si era así, guardaba esa revelación como el más preciado de los secretos.
En una ciudad, se unió a un grupo de mercenarios llegados de Panonia bajo el pretexto de combatir a los turcos. Más bandido que caballero, su jefe se llamaba Nándor y su escudo de armas -un ave alerion barrada de sinople a la siniestra-, anunciaba su condición de bastardo. Le dieron una escudilla y una cuchara de madera, un morrión agrietado y una espada con su vaina. Cerca de un fío en crecida, el grupo sorprendió a un puñado de turcos que merodeaba. El enfrentamiento fue violento. Nándor perdió la vida a resultas de una flecha en la garganta. El nuevo se ganó reputación de valiente y líder. Aunque hablaba mal su lengua, los húngaros le convirtieron en su nuevo jefe. Ajustó la armadura abollada de Nándor sobre su cuerpo, subió a su semental y se tocó con su yelmo; en cuanto al escudo del húngaro lo tiró a las aguas del torrente, pues no deseaba que pensaran que él era fruto de la lujuria. Eran once, y siguieron camino hacia el septentrión. Durante días, bajo un cielo plomizo de nubes de nieve que no se decidían a descargar, cabalgaron al paso por un paisaje triste y sin vida. El país era un caos, la imagen de los dominios de Satán. Después de haber derrumbado los muros de Bizancio, apenas un siglo atrás, los turcos, cada vez más numerosos, atravesaban el mar y se infiltraban en las llanuras y las montañas del norte del Danubio. Ambicionaban apoderarse de Pest y de Viena y, sobre todo, soñaban con tomar Roma. Los señores de Tracia y de Dacia luchaban pésimamente contra los invasores. Aislados, sombríos, desconfiados unos de otros, a los voivod de Valaquia, de Moldavia y de Transilvania les costaba forjar alianzas. Los combates cotidianos eran esporádicos y vanos; las grandes batallas, raras y perdidas de antemano, a pesar del refuerzo de las magras huestes venidas de Austria o de las orillas del Balaton.