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Al otro lado de un bosque que tardaron cuatro días en atravesar, la banda encontró un burgo entronizado en su centro por un montículo de tierra. En la cumbre de esta colina artificial, había una gran fortaleza rodeada de una empalizada de troncos. Era el castillo de la familia Vasil, pequeños nobles campesinos olvidados. Galkin, así se llamaba aquel lugar perdido, estaba tan alejado de las grandes rutas que la realidad del mundo exterior sólo le llegaba bajo la forma de una leyenda, de un mito que se contaba a los niños para divertirlos o para asustarlos. Muchos creían que más allá del bosque la tierra se acababa y empezaba un precipicio sin fondo, donde el tiempo mismo dejaba de existir. En la villa no había ningún campanario, ninguna cruz. La religión del crucificado había sido olvidada mucho tiempo atrás, si es que la habían conocido alguna vez. Hombres y mujeres vivían aún en la fe de sus ancestros, y ofrecían leche y flores a las divinidades de las fuentes y las espesuras, y sangre y harina a las de la noche y la muerte.

Vasil recibió a los extranjeros en la gran estancia sombría y llena de humo que hacía las veces de sala de audiencias. Jamones y ristras de plantas secas pendían de las vigas, justo encima de su asiento. Era un hombre envejecido prematuramente, con dentadura escasa y cabellos grises que caían divididos sobre su pecho hundido. Hablaba de manera entrecortada, a menudo incoherente. Sin embargo, resultó que quería contratar a los caballeros para lanzarlos contra dos rivales muy cercanos, campesinos pretenciosos que se daban aires de boyardos y le disputaban su autoridad. A cambio de un puñado de turquesas sin tallar, el hombre sin nombre y los húngaros aceptaron el encargo. Ensillaron sus caballos y partieron sin dilación hacia el este para buscar una aldea llamada Jecov. El asunto fue sencillo. Los aterrorizados habitantes se escondieron en los bosques desde el momento en que escucharon las herraduras de los caballos resonar en el camino de tierra. Los pocos guardias que persistieron en proteger a su soberano no tenían otras armas que estacas con la punta endurecida al fuego, cortadas para cazar osos y lobos. Rodka fue más difícil de tomar. Los vigilantes apostados en los árboles habían visto avanzar a los atacantes y traspasaron a dos húngaros. La batalla terminó con la muerte del jefe del pueblo. El desconocido tiró a los pies de Vasil el saco de cuero que contenía los cráneos de sus adversarios. Él y su tropa declinaron la oferta de Vasil de quedarse para prevenir una posible venganza y se prepararon para dejar el lugar. Pero la noche anterior a la partida, uno de sus compañeros se reunió con él en las cuadras. Sus ojos claros eran dos espejos en los que brillaba un resplandor ávido. En la palma de la mano, le mostró una bella pepita de oro.

– Hay minas por aquí -murmuró-. Los filones corren por las alturas. Esta gente vive al pie de una fortuna y no la explota. ¡Quedémonos! Depongamos a Vasil y hagamos que los siervos trabajen para nosotros. Es poco probable que se nos presente otra oportunidad como ésta.

La idea sedujo al guerrero. Aquella misma noche, asesinó al voivod, a su mujer, a sus hijos, hermanos y sobrinos y después repartió las tres aldeas vecinas de Galkin, Jecov y Rodka entre sus espadachines. Durante dos años, los bandidos administraron las aldeas y obligaron a los campesinos a dejar sus campos para perforar el flanco de las montañas. Ni un extranjero traspasó la frontera de sus dominios en el curso de ese tiempo. Hasta que, una mañana de verano, un ejército que avanzaba bajo el estandarte de la media luna atravesó la linde del bosque. El primer burgo en caer fue Jegov. Las casas fueron arrasadas, los hombres ejecutados, las mujeres capturadas y los niños varones encadenados para ser convertidos en jenízaros. Rodka corrió la misma suerte. Cuando la armada del sultán se presentó delante de Galkin, los dos húngaros supervivientes saltaron a sus caballos y huyeron al galope con las alforjas llenas de polvo de oro. El desconocido se quedó solo sobre la muralla de troncos. Con su viejo yelmo ocultando sus rasgos y su espada en la mano, esperó con firmeza la carga del enemigo. No temía a la muerte, sólo le asustaba la cobardía. El príncipe Hamza Pacha, por respeto a la defensa irrisoria que oponía a los miles de hombres que tenía frente a él, envió en su contra un puñado de paladines aguerridos. Diez capitanes subieron al asalto. Desenfundaron sus grandes küig afilados, se pasaron por los brazos sus escudos labrados, y se lanzaron al combate. Golpeando como un león, con la espalda pegada al muro, el hombre abatió a los diez. Al ver esto, el señor otomano espoleó su caballo y se acercó. Su espada curva no había salido de su vaina.

– Reniega de la religión de Cristo, abraza la del Profeta y te haré jefe de mi guardia -dijo, mientras intentaba adivinar los rasgos de aquel hombre indomable, ocultos bajo el metal.

– No está en mi mano renegar de un culto que no es el mío -respondió el desconocido-. Yo no sé nada de ese Cristo del que me hablas. En cuanto a convertirme a tus supersticiones, me niego a hacerlo. Es mejor que lances a tus hombres contra mí, ¡los espero!

Los ojos de Hamza Pacha se agrandaron de horror. Nada le repugnaba más que un hombre incapaz de aprehender la luminosa evidencia de la fe en un Dios único.

– Si eres un pagano -masculló-, la cosa es diferente. Te haré gozar de una muerte digna de ti.

Apremió a su caballo, volvió con sus tropas y ordenó a dos arqueros que plantaran sus flechas en los muslos del impío. Los tiradores eran muy diestros: no lo mataron, sino que traspasaron tan bien sus muslos a flechazos que éste se derrumbó sobre la empalizada, sin fuerzas para oponer resistencia cuando vinieron a buscarle. Unos médicos de manos morenas vendaron sus heridas con lino limpio y le hicieron beber una decocción fortificante de canela y clavo, porque debía estar fuerte para resistir mucho tiempo la tortura concebida para él. Cuando su tez pareció más viva y sus labios más rojos, lo desvistieron y le ataron firmemente los brazos y las piernas antes de coser su cuerpo en el interior de la carcasa de un caballo muerto. Sólo su cabeza sobresalía de la carroña, justo debajo de la cola. Con la ayuda de un aparejo, izaron el horrendo paquete hasta las ramas de un árbol herido por el rayo. Y después, el ejército incendió Galkin y dejó la provincia, desfilando por delante del condenado al son de sus tambores.

Cuando la polvareda levantada por la tropa del sultán hubo descendido, el caballero quedó solo en medio de un paisaje de ruinas humeantes. Encerrado en su sarcófago de carne pegajosa, estaba condenado a pudrirse lentamente al mismo tiempo que el animal. Pasó un día, después otros. Cualquier otro hombre en su lugar habría perdido la razón pero él, pese a los nudos corredizos y los robustos azotes que oprimían sus nervios y sus venas, pese a la sed que había hinchado su lengua y los parásitos que corrían por su rostro lleno de ampollas producidas por el sol, se resistía a morir. A! alba del tercer día respiraba penosamente y tenía los párpados tan secos que no podía abrirlos, cuando percibió un tintineo de acero. Al poco, resonaron gritos en una lengua que no conocía. Las ramas del árbol fueron sacudidas y un peso nuevo se apoyó sobre la carcasa del caballo. Una mano aferró sus cabellos y tiró bruscamente de su cabeza hacia atrás. Las ataduras se contrajeron con el movimiento, lacerando aún más su piel. Esta nueva ola de dolor le hizo gruñir.

– L'uomo! L'uomo è vivo! -gritó, estupefacto el que había subido a las ramas.

Pasaron con suavidad una tela mojada por su frente y sus labios, y el filo de una espada hizo saltar los puntos que cosían la bestia muerta. Lentamente, con mil precauciones, lo sacaron de la trampa infecta, lo pasaron de brazo en brazo y lo dejaron en el suelo. La peste de las entrañas de carne era insoportable. A su alrededor, algunos estómagos se vaciaban, y se escuchaban juramentos. Lo alejaron del árbol para tenderlo sobre una manta. Cortaron sus ataduras, lavaron su cuerpo y cubrieron sus llagas de miel. Velaron dos días enteros junto a él, dándole abundante bebida y alimentándolo con un caldo suave de cebada o con frutas trituradas. Por lo poco que podía percibir desde la semiinconsciencia en que lo tenían postrado los sufrimientos, comprendió que los extranjeros habían montado sus tiendas y acampaban allí. Escuchaba risas y sonido de mandolinas. ¿Cuántos eran? A juzgar por el ruido que hacían, acaso quince o veinte. Pero ¿quiénes eran? ¿Y por qué se habían aventurado por aquella parte del mundo?