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– Soy Nicola da Modrussa -dijo de pronto una voz grave y suave cerca de él-. Viajo por estas tierras por cuenta del Papa, nuestro santo padre Pío II. ¿Y vos? ¿Cómo os llamáis?

Las palabras habían sido pronunciadas en su lengua, pero tenían el barniz de un acento desconocido, cantarín y suave. El herido quiso ver la boca que las había pronunciado. Se obligó a abrir los ojos. Después de que un raudal de lágrimas corriera por sus mejillas, vislumbró la figura de un hombre maduro y alto, bien plantado, de cabellos color de arena y ojos tonalidad de almendra. El guerrero, sin saber por qué, no se atrevió a decir que no tenía nombre.

– Soy Galjero -dijo sencillamente.

¡Galjero! Un patronímico que se había inventado hacía mucho tiempo sin haberlo pronunciado jamás delante de nadie. Un nombre forjado con las primeras sílabas de Galkin, Jecov y Rodka, los pueblos de los que había sido el amo durante algunos meses.

– Y bien, signare Galjero -continuó el otro-, habéis debido de mostraros muy impertinente para que os infligieran el suplicio que habéis soportado. Sois enemigo de los turcos, ¿no es así?

Galjero era enemigo de los otomanos, desde luego… pero igual que era adversario de todos los que se cruzaran en su camino, cristianos, judíos o paganos.

– Soy un perro de la guerra. Sólo conozco la sangre.

– ¿Cómo reprochároslo? -se lamentó Nicola da Modrussa-. Estas provincias perdidas son la boca de la serpiente, el antro de la locura. Aquí ya no crece nada civilizado. ¿Qué pensáis hacer ahora que vuestro feudo está destruido?

Galjero se incorporó. Habían colocado bajo su nuca unos cojines de brocado. Un paje con túnica de cuero se precipitó a arreglarlos de manera confortable a su alrededor.

– No tengo nada, decís bien. Ni techo, ni espada, ni montura… No sé. Iré a donde las piernas quieran llevarme.

– Ése no es un discurso razonable, signore. Os aconsejo que vengáis con nosotros. Todavía es preciso ocuparse de vuestras heridas, pero debemos seguir nuestro camino, y la caridad más elemental me impide abandonaros solo en este lugar.

– ¿Por qué hacéis esto por mí? -preguntó Galjero-. ¿Por qué me habéis sacado del caballo muerto?

Modrussa sonrió de manera enigmática.

– Quizá porque soy un buen cristiano, signore Galjero. Pero a fuer de ser sincero, lo he hecho porque abomino del salvajismo.

Tercer hijo de una familia patricia, Nicola da Modrussa había visto la luz en algún lugar entre Siena y Florencia, en la hora en que todas las ciudades-estado de la península italiana se alzaban unas contra otras y se destrozaban. Muchacho sano y fuerte, se prometía al oficio de las armas cuando, el año en que cumplió los doce, llevaron a casa de su padre los restos de sus dos hermanos mayores. Sintió tristeza, pero no miedo. Nacieron en su interior preguntas que jamás se había planteado antes; su temperamento viró hacia la melancolía y la contemplación. Suponiéndolo dotado para los estudios, lo enviaron a Siena, donde se alojó en casa de un tío suyo erudito para que aprendiera nociones de latín, griego y geometría. El muchacho se reveló dotado para estas materias y, como mostraba el deseo de perfeccionarse en ellas, le inscribieron en las clases particulares de un profesor de la universidad. Cada día se dirigía al centro, en las inmediaciones del gran campo diseñado como un teatro antiguo, y asistía con otros discípulos a los aburridos cursos del maestro Francesco Filelfo. En los bancos de la institución conoció a Silvio Piccolomini, un joven algunos años mayor que él, corpulento y dotado de un espíritu vivo y siempre inclinado a la alegría. Como Nicola, Piccolomini era originario de un burgo situado a dos o tres jornadas a caballo. Aficionado a la bebida, amante de las muchachas y buen escritor, el fornido adolescente dedicaba sus horas de estudio a escribir bobadas en las que los muslos de las fanciulle se abrían bajo las manos ligeras de los goliardos. Un día, el maestro Filelfo se apoderó de unas hojas en las que, con espíritu ardiente, Piccolomini describía una escena de celo. Pero el profesor contuvo el impulso de darle una bofetada al disipado: el texto de Silvio estaba escrito en un griego de tal pureza que lo citó para comentar oscuras cuestiones de sintaxis y concordancia.

Silvio Piccolomini abandonó Siena un año después de la llegada de Modrussa, que continuó largo tiempo sus estudios antes de partir a su vez hacia el norte del país. De Milán, donde aprendió teología, pasó a Venecia, cruzó los Alpes, remontó el valle del Ródano y llegó a Alemania. Obtuvo el título de doctor en Göttingen, donde se quedó un año para ejercer la docencia. Sin embargo, echaba de menos su tierra. Con veintiséis años quiso volver a la Toscana. En el camino de vuelta, le dijeron que Cosme de Mediéis, el nuevo señor de Florencia, había convocado un gigantesco concilio con el fin de terminar con el desastroso cisma que padecían las Iglesias de Oriente y de Occidente desde hacía cuatro siglos. Constantinopla, por aquellas fechas, aún no había sucumbido a los ejércitos de Mehmet II. De todos modos, la capital del Imperio de Oriente, rodeada y defendida por mercenarios mal pagados, veía sus días contados.

Pese a todos los peligros que la amenazaban, fueron muchos los sabios bizantinos que respondieron afirmativamente a la invitación de Cosme, y el propio emperador Juan VIII Paleólogo había anunciado su asistencia con un séquito de setecientos cortesanos. La ciudad se había engalanado para recibir dignamente a sus prestigiosos visitantes. Sus calles cubiertas de pétalos de rosas eran limpiadas a diario y se había expulsado de las vías públicas a jugadores de dados, mendigos, borrachos y chicas de alquiler. Hecho extraordinario, los debates en que se enzarzaban los delegados del Patriarca de Constantinopla con los del Papa no quedaban confinados al interior de los palacios, y bajo los emparrados de la villa Careggi o bajo los pórticos de un simple «campo», los sabios aceptaban a veces responder a las intervenciones del pueblo.

Entusiasmado con la idea de asistir a la reunión de las Iglesias separadas durante tanto tiempo, Nicola da Modrussa reventó tres caballos para llegar cuanto antes a las murallas de la villa. Durmiendo en un patio, saciando su sed en las fuentes, alimentándose de manzanas caídas en los jardines, se detuvo, asombrado, ante la figura de un griego, un buen anciano flaco y ágil que parecía aburrirse soberanamente con las argucias de los teólogos. Se acercó a él y le tiró de la manga para llevárselo aparte. Divertido por tan sana impertinencia, el viejo le dejó hacer. Modrussa quedó marcado para siempre por las conversaciones que tuvieron los dos aquel día y los siguientes. El hombre a quien el destino había puesto en su camino era Gemistos Plethon, filósofo más que religioso, que había renegado en secreto de toda fe en Cristo hacía mucho tiempo, sin por ello convertirse en musulmán o judío. De inmensa erudición, había encontrado en Platón, en Porfirio y en Hermes los verdaderos maestros para su corazón. Habló largamente a Modrussa, e incluso le confió manuscritos entonces desconocidos en Occidente. Convertido a las bellezas de la sabiduría eterna, el joven no dejó Florencia hasta que terminó el concilio, que había sido llevado a un punto muerto por las maniobras de los latinos, que decididamente no querían ceder nada a los griegos.

De regreso a Siena por un tiempo, el azar le llevó a encontrarse con Silvio Piccolomini. Los dos pillastres se reconocieron y no volvieron a separarse. En aquella época, Piccolomini estaba en gracia con el duque de Saboya y realizaba para él misiones de diplomacia al tiempo que de espionaje. Durante quince años, los dos amigos se abrieron camino juntos en el mundo, hasta que Silvio se introdujo en el círculo del papa Nicolás V y lo sedujo a tal punto que éste lo invistió sacerdote. A la muerte del Santo Padre, el anillo del pescador pasó al dedo de Alonso Borgia, y Piccolomini fue revestido de la púrpura cardenalicia. Cuando, dos años más tarde, el Pontífice se extinguió a su vez, fue él, el antiguo estudiante libertino, quien le sucedió bajo el nombre de Pío II. Modrussa, fiel entre los fieles, seguía a su lado. Convertido en legado de Su Santidad, fue enviado a Viena, Cracovia y Budapest para agregar a los señores del Imperio a la cruzada que Pío quería emprender contra la Sublime Puerta. La tibieza de la acogida que le reservaron en aquellas cortes hizo montar en cólera al embajador, y en consecuencia le impulsó a buscar en otra parte nobles más batalladores. No lejos del Danubio, oyó relatar la historia de Tepes, un príncipe valaco convertido al catolicismo que se batía contra los turcos, solo en la montaña, con la ferocidad de un lobo. Intrigado, Modrussa quería encontrar a aquel caballero. Su caravana caminaba al encuentro del voivod cuando pasó cerca de un pueblo recientemente quemado. Suspendido en las ramas de un árbol, un hombre estaba cosido dentro de una gran carroña…