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Las heridas de Galjero se habían cerrado rápidamente. Era la segunda vez que escapaba a la muerte, pero no se hacía preguntas sobre las extrañas razones por las que las tinieblas se obstinaban en rechazarlo. Pronto, pudo abandonar el lecho que habían dispuesto para él en uno de los carros del legado. Al montar de nuevo a caballo, se sintió renacer. Modrussa admiraba su vigor y su fuerza. Galjero respetaba el saber y la cortesía del italiano.

– ¿Todos los hombres de vuestro país son como vos? -le preguntó Galjero a Nicola.

– ¿Como yo? ¿Qué queréis decir, signore?

Galjero bajó la cabeza y buscó largamente las palabras.

– Vosotros, los italianos, parecéis muy diferentes de las gentes de este país. Sois más felices que nosotros. Parecéis amar la vida, sin dejar por ello de ser valientes… No es el temperamento de la gente de aquí, ni de los húngaros, a los que conozco un poco.

Modrussa frunció el ceño, sin saber si la curiosidad de su compañero ocultaba astucia o expresaba una sincera ingenuidad.

– Italia es el lugar más bello del mundo. El sol brilla, pero no quema. Es un país dulce e inclina al alma hacia la belleza. Pero también puede mostrarse feroz, y sus hijos son batalladores. Estoy seguro de que os gustarían nuestras tierras.

Galjero miró a su alrededor y sólo vio montañas áridas. La evocación de una tierra más clemente le hizo pensar… Le pidió a Modrussa que le enseñara su lengua. Cada día, mientras cabalgaban codo con codo, el legado le daba lecciones al guerrero. Cuando llegaron a las inmediaciones de la provincia gobernada por el voivod Tepes, habían trabado buena amistad y solamente hablaban en italiano. Después de haber franqueado un precipicio gracias a un estrecho puente, la tropa se encontró al pie de un sendero apenas visible. Al final de una ascensión larga y penosa, en el curso de la cual un caballo resbaló y cayó al vacío con su caballero, la caravana llegó a una fortaleza del color de la noche. Allí era, según les habían dicho, donde Tepes había establecido sus cuarteles con una parte de su ejército. El hombre era de baja estatura y de rostro feo, pero sus ojos negros brillaban de inteligencia y de voluntad indómita. Recibió al enviado papal con grandes muestras de deferencia, agradeció al legado que se hubiera desplazado hasta él y le ofreció su hospitalidad por todo el tiempo que quisiera. Nicola aceptó, pues sentía curiosidad por conocer a aquel católico que mimaba a los papas ortodoxos y, sobre todo, quería saber cómo mantenía a raya él solo a los turcos en aquel lugar salvaje del mundo. Tepes les enseñó cómo hacía una guerra de rapiñas y emboscadas contra los otomanos, evitando enfrentarse al enemigo en terreno llano y moviéndose a menudo para no ser sorprendido nunca por la retaguardia. Después de las batallas, hacía que les cortaran los pies a sus enemigos y ordenaba empalar sus cadáveres. No se trataba de crueldad gratuita, sino de pragmatismo de combatiente. Le explicó largamente su teoría a Nicola, que se asombraba de esta práctica:

– Mis armas son débiles, mis hombres poco numerosos. Mis vecinos no me quieren y ambicionan apoderarse de mis feudos. Matthias Corvin, el rey de Hungría, sueña con verme muerto para apoderarse de mis provincias y ofrecerlas a los sajones de Alemania con el fin de congraciarse con ellos. De modo que debo dar una imagen de loco sanguinario, de bestia ligada a Satán por contrato. Cuando se enteran de que voy a por ellos, a mis enemigos empiezan a temblarles las rodillas, y eso aunque por cada cinco de sus hombres yo no tengo más que uno en mis filas.

Tepes era despiadado y cruel. Aun así, sus soldados y vasallos lo admiraban y le daban las gracias por oponerse con tanto encarnizamiento a los mahometanos y por no doblar el espinazo ante los sajones. Galjero también empezó a estimar al príncipe. Le ofreció su espada, que el otro aceptó con gratitud después de haberle visto abatir a un lancero de Anatolia lanzándole su espada y atravesando su cuerpo a más de treinta pasos de distancia.

Como debía abandonar la región de Tepes antes que la mala estación convirtiera en impracticables los caminos y helara los ríos durante cuatro largos meses, Nicola da Modrussa decidió regresar a Roma y rendir cuentas a Pío II de lo que había visto en los Balcanes. Quería proponer al Papa una nueva manera de relanzar la cruzada contra Mehmet. Galjero había decidido quedarse en Tepes, porque se sentía más gusto con las batallas que con las intrigas de palacio.

– Así pues, aquí se separan nuestros caminos, amigo mío -dijo Nicola apretándole contra su pecho-. He aprendido mucho de vos, y espero que vos también hayáis sacado un poco de sabiduría del fondo de este viejo. Si un día las montañas de este país os cansan, tomad vuestro caballo y galopad hacia el sur. En Roma, en Siena o en Florencia, os bastará decir mi nombre a cualquier sacerdote para que él os conduzca hasta mí.

El invierno impedía los viajes largos y las maniobras militares importantes, pero era en cambio propicio a las incursiones y a los golpes de mano rápidos. Siempre al lado del voivod, Galjero acosaba al otomano como se caza al lobo. Durante algunos meses, todo fueron cabalgadas en la nieve, persecuciones por los bosques inmensos, combates con hachas y mandobles en los desfiladeros que resonaban con el ruido de las armas y con el estallido de las piedras por efecto del hielo. Y por todas partes, Tepes ordenaba plantar sus picas como signos de su renuncia a capitular. Al principio de la primavera, el voivod decidió someter a las ciudades libres de Transilvania que se habían alineado contra él, no al lado de los musulmanes, sino al del rey de Hungría. Toda la armada avanzó hacia el sur y sitió una primera ciudad protegida por una única muralla. Al saber quién los atacaba, y conociendo la suerte que les sería reservada si la muralla cedía, los burgueses reunieron un tributo de tejidos preciosos, orfebrería pieles y relojes y se lo ofrecieron al príncipe. Tepes les arrojó los presentes a la cara y los hizo empalar allí mismo, ante la puerta principal de la villa. De ningún modo quería que se creyera que guerreaba por el pillaje. La ciudad fue tomada y sus habitantes sometidos a los más horribles suplicios, pero no se tocaron las riquezas del interior de las casas. Ni uno solo de los cuatro mil soldados victoriosos osó meterse un escudo en el bolsillo. Galjero admiraba a Tepes y comprendía su política. Así como en otro tiempo había caminado al lado de Modrussa aprendiendo el italiano y recibiendo el legado de las enseñanzas del viejo Gemistos Plethon, ahora aprovechaba las largas horas de cabalgada para debatir con el voivod los mejores medios de gobernar a los hombres, de castigarlos o de darles esperanza.