– Me gustas porque no hablas como uno de esos ilusos filósofos, ni como uno de esos villanos barones que piensan que los libros son buenos para las mujeres -le dijo el voivod-. Me agrada tu compañía, Galjero. Cuando hayamos enviado a los otomanos al otro lado del mar, te daré un feudo en mis tierras. Entonces ya no tendremos necesidad de plantar bosques de picas para hacernos respetar y podremos encontrar el modo de hacer que nos amen.
Sin embargo, el sueño de Tepes estaba destinado a no realizarse nunca.
A pesar de sus esfuerzos, a pesar de su coraje y de la crueldad tras la que ocultaba la debilidad de sus tropas, la fortuna cambió de bando en el curso de los años siguientes. Corvin, el rey de Hungría, reveló a los otomanos el emplazamiento de su fortaleza. Tepes y algunos fieles huyeron por subterráneos y ganaron Targoviste, la capital de la provincia, pero apenas las puertas de la villa se habían cerrado tras ellos apareció en el horizonte el ejército lanzado en su persecución. El sitio se prolongó cuatro meses, de octubre a enero, sin que los asaltantes consiguieran su propósito de apoderarse de la ciudad. A pesar de ser enormes, las reservas de los valacos se agotaron. Sólo quedaban cincuenta sacos de grano y dos toneles de sal en los graneros municipales, cuando Galjero sugirió una maniobra.
– Actuemos contra el sentido común -le aconsejó a Tepes-. Cuando llegue el alba, montemos a caballo y carguemos contra los enemigos. Hace mucho tiempo que acampan sin ser molestados. Sus hombres se han apoltronado en la rutina. Antes de que tengan tiempo de reaccionar, los habremos pasado a sable y dispersado a los cuatro vientos.
Tepes vació de un trago su copa de vino especiado y se echó a reír. La proposición era descabellada, pero demasiado seductora para no seguirla. Con las armaduras ocultas bajo capas de cibelina y a la cabeza de apenas trescientos caballeros enflaquecidos por las privaciones y los esfuerzos, Tepes y Galjero franquearon al galope el puente levadizo de Targoviste a primera hora de la mañana. La primera fila de sitiadores se rompió como un hilo de algodóndemasiado tenso; pero detrás, los jenízaros habían tomado ya sus picas y estaban colocados en orden de batalla. Unared humana se cerró sobre los valacos. Junto a Tepes, Galjero golpeaba a diestro y siniestro, con un hacha de dos cuerpos cuyos filos imitaban las alas de un murciélago. Erguido en su silla, vio que el impulso de la caballería se había roto y se extinguía con la rapidez de un fuego anegado por el agua. Los turcos estaban a punto de cerrar sus líneas sobre ellos. Tomó la brida del caballo del voivod, hundió las espuelas en los flancos de su propia montura y salió del círculo enemigo en el mismo instante en que se cerraba la trampa. Sin una mirada atrás, galopó hacia la cortina de nieve que caía como un muro sobre la llanura. Su forma se desvaneció, lo mismo que las del príncipe y los trece hombres que les habían seguido.
La huida los condujo al inmenso bosque de Wlasia, de ramas tan frondosas y juntas que impedían el paso de la luz del sol. En los escasos claros, en ríos con estanques congelados, descubrieron estatuas talladas de forma grosera en la madera de los robles y los abedules: eran figuras de Zalmoxis, Bandis o Derzelas, los antiguos dioses de los dacios. Tepes se detuvo ante ellas, sacó su daga y se cortó la muñeca para hacer correr algunas gotas de su sangre en las bocas negras de los ídolos.
– Haz como yo -le aconsejó el príncipe a Galjero-. Lo que corre por nuestras venas es ahora nuestra sola riqueza. Nuestra ofrenda es la más preciosa.
La noche de aquel mismo día, encontraron una gruta lo bastante grande para ponerse a cubierto con sus caballos. Por la mañana, Galjero salió solo para cazar un uro cuya pista había descubierto el día anterior. A su regreso, su caballo captó el olor del peligro delante de él. Cortó las cuerdas que ataban su fardo a la grupa de su montura y picó espuelas hacia el campamento, pero ya era demasiado tarde: todos los valacos estaban muertos. El cuerpo sin cabeza de Tepes yacía en medio de un círculo de jenízaros destripados.
Galjero permaneció oculto en lo más profundo del bosque de Wlasia hasta el final del invierno. No vio ni una figura humana y no pronunció una palabra. Cuando el frío se hizo menos intenso y el curso del sol en el horizonte se alargó, dejó su guarida para tomar la ruta del este. Un pequeño paquete, envuelto en una piel de ciervo, abultaba en una de sus alforjas.
En el primer pueblo que encontró a la salida del bosque, le dio al burgomaestre todas las indicaciones para encontrar en el bosque el túmulo en el que había sepultado el cuerpo del voivod Tepes. Después, tras aceptar un par de botas para él y una manta para su caballo, continuó en dirección a oriente. Hacia la mitad de la primavera, bordeó por el norte los pantanos que forman la desembocadura del Danubio. A orillas del mar Negro, en un pueblo de pescadores, lanzó su última moneda de oro al propietario de una barca de vela cuadrada para que le llevara a una tierra cuya existencia conocía remotamente. Poco después desembarcó, estrechando contra sí el contenido de la piel de ciervo, sobre el más grande de un rosario de cinco islotes batidos por las olas. Dejó al pescador esperando en su chalupa y avanzó a través de la maleza hasta un antiguo círculo de piedras blancas que acotaban unas columnas acanaladas, rotas por los siglos. Allí, usando el hierro de su espada a modo de pico, cavó una oquedad en la que colocó el corazón disecado de Tepes.
«Hay una isla en el Euxino -le había confiado un día éste- en la que se pueden ver aún los restos de un templo en otro tiempo consagrado a Aquiles, el más ilustre de los guerreros. Si muero antes que tú y puedes hacerlo, prométeme que irás allí a sepultar un poco de mí.»
Los otomanos habían enviado la cabeza de Tepes a Estambul, los valacos se habían llevado el cuerpo de su príncipe para enterrarlo en la cripta del monasterio de Snagov. Y Galjero había extraído el corazón del voivod para enterrarlo en lo más profundo de un lugar secreto, donde jamás podría ser profanado. Cumplida su misión, Galjero se tendió sobre un trozo de mármol liso que afloraba entre las piedras. La luz dorada, tamizada por las altas nubes, era dulce. Se quedó así mucho tiempo, escuchando el silencio, dejando que el viento fresco acariciara su rostro. Hacía saltar en la palma de su mano un anillo de plata decorado con un camafeo que había encontrado unos momentos antes, en el suelo, mientras cavaba el hoyo para enterrar el corazón de su amigo.
– La sortija que has encontrado es bella y rara, caballero. Muestra los amores del dios de los infiernos y la bella Proserpina. ¿Quieres regalármela?
Galjero se levantó con rapidez. Una figura esbelta se alzaba ante él, iluminada por la luna rasa. Era una muchachita, de quince años apenas, y tan bella… Llevaba una túnica de lino teñido de púrpura oscuro. Había unas flores prendidas en su cabello claro. Sus finos tobillos y sus pies blancos estaban desnudos. Galjero abrió la palma y le tendió la joya. La muchacha se puso la sortija en un dedo y rió como una niña.
– ¿Quién eres? -preguntó el caballero.
– Soy Laüme -respondió la desconocida-. Y si tú me amas como yo te amo ya a ti, nuestros hijos serán reyes…
Los tesoros
Galjero dejó la isla llevando a Laüme en sus brazos hasta la barca del pescador. Su cuerpo era ligero y tibio, y lo poco que había tocado de su piel lo había hecho feliz. Él, siempre febril, siempre sombrío, sentía en esos momentos necesidad de reír y de cantar mientras miraba a aquella criatura surgida de ninguna parte, de ojos profundos como lagos, de boca rosada, de dientes pequeños puntiagudos y brillantes. Sentados frente a frente en la bancada, los dedos entrelazados, no habían hablado mientras el viento hinchaba la vela y los llevaba hacia la costa. Las palabras, Galjero estaba seguro, llegarían más tarde… Todo lo que le importaba entonces era admirar el rostro puro y el cuerpo grácil y delgado de Laüme. En tierra, envolvió a la muchacha en su manto y la subió a su caballo. Mientras llevaba al animal por la brida, la escuchaba canturrear suavemente una melodía lánguida. Avanzaron por las dunas hasta unos soportes donde se secaban las redes. Galjero hizo una hoguera de leña seca y se durmieron allí, acurrucados el uno contra el otro, en el hueco de una duna de arena, sin sentir frío, ni hambre, ni miedo.