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– Llegué a Bengala sin saber nada de los hábitos militares, ni de los indígenas, ni de la política, ni de la maldad humana. En suma, no sabía nada de la vida. Allí abajo lo aprendí todo y abrí los ojos a realidades que ni me imaginaba.

Perry presionó con la mano el antebrazo de Tewp. Ese hombre la intrigaba, la tocaba. Más que sus palabras, le inquietaba el timbre de su voz. Presentía en él un dolor, una emoción, una sensibilidad a flor de piel y, por encima de todo, un secreto. Un secreto tan fascinante como un lago oscuro.

Le dejó hablar, con respeto, sin interrumpirlo ni una sola vez. De vez en cuando, largos silencios pausaban el relato, y a Perry le daba la impresión de que los años habían transformado por completo a David Tewp. Quizá siempre hubiera sido un poco salvaje, un poco distante; pero ahora, sobre todo, había ganado una formidable densidad. Una prestancia que no explicaban por sí solos los viajes a la India, a la Unión Soviética o a Palestina que él describía. Las farolas se iluminaron a su alrededor. Las gaviotas dejaron de arremolinarse en el cielo ahora sombrío y empezaron a posarse en la punta de las estacas que afloraban entre las aguas. La pareja había llegado al extremo de la plataforma de tablas. Acodado en la balaustrada, los ojos fijos en un horizonte indistinto, Tewp dejaba que el viento cargado de yodo le acariciara el rostro.

– He hablado mucho, Perry -dijo al fin, con una voz de niño pillado en falta-. Y tú aún no me has contado nada sobre ti.

Perry se inclinó, los codos contra la barandilla de hierro.

– Antes me equivoqué contigo -murmuró-. La guerra te ha transformado mucho y bien, David. Nos ha cambiado a todos. Te recordaba como un hombre tímido y desdibujado. Ya no eres nada de eso. Es así, ¿verdad?

Tewp asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible.

– Bueno, yo también he cambiado, ¿sabes? -continuó Perry-. Ya no soy la jovencita despreocupada que era cuando me conociste en la universidad. Me he serenado. Tengo un hijo, Dennis. Ahora tiene casi siete años. Me casé con su padre en 1938. Gordon era un prometedor abogado de talento. Murió en 1941 en el norte de África, sin llegar a conocer a su hijo. En esa época yo ya había regresado a Brighton. Dejé Londres cuando empezó el Blitz, los primeros bombardeos de la Luftwaffe. Tengo una notaría en la ciudad. Vivo bien, pero estoy sola…

El viento les trajo un aroma de castañas calientes, que un viejo asaba en un brasero de chapa. Por veinte peniques, David compró dos cucuruchos de castañas ardientes. Sentados en unas sillas de aluminio de cara a las aguas negras, se pusieron a pelar las gruesas cáscaras.

– Dermis me espera. Es tarde, tengo que volver -dijo por fin Perry, con voz triste.

Tewp comprendió que, como él, ella sentía una pena sorda ante la idea de dejarlo.

– David -aventuró ella mientras se despedían-, si no tienes obligaciones esta noche, ¿aceptarías una invitación a cenar? Una cena improvisada, claro, pero me encantaría seguir charlando contigo.

Tewp había llegado a Brighton la víspera y se encontraba en tránsito. Bien es cierto que un tránsito incierto, sin compromisos; un alto en la vicia, personal y melancólico, en los lugares de su infancia, en el curso de un periplo que le había llevado de Estambul a Londres y que muy pronto le llevaría a París y de nuevo a Estambul.

David Tewp y Perry Maresfield dejaron juntos los pontones de Marine Parade. Caminaron por calles tranquilas en las que se alineaban casas acomodadas con fachadas pastel e hicieron un alto en una tienda de comestibles pulcra y ordenada como una casa de muñecas, regentada por una anciana pareja de irlandeses ataviados con largos delantales. Perry gastó algunos cupones de racionamiento para comprar la comida, queso stilton, peras envasadas y una botella de vino clarete procedente de Francia. Cargados con las provisiones, se dirigieron hacia la residencia Maresfield, una impresionante villa de dos plantas. Brillaba luz en casi todas las ventanas.

– Una nodriza se ocupa de Dennis mientras yo estoy fuera -explicó Perry-. No se va hasta que yo vuelvo.

La joven sacó un manojo de llaves del bolsillo, abrió, empujó el portal y subió los cuatro peldaños de la escalera de la entrada. Tras ella, Tewp accedió a un vestíbulo acogedor, con mesitas cargadas de plantas y paredes blancas decoradas con cuadros de vivos colores. Sobre un escritorio de caoba se veía la fotografía de un hombre joven, atractivo, de aire circunspecto, cruzada por un crespón. Un niño, en pijama y bata anudada en el talle por un cordón con borlas, corrió desde el fondo del pasillo para saltar en brazos de su madre.

– Dennis, te presento a David -anunció Perry al niño-. Es un coronel del ejército. Un señor que estudiaba Derecho en Londres al mismo tiempo que yo.

Dennis tenía un rostro grave y lleno de energía. Sus cabellos rubios y brillantes estaban peinados con raya a un lado, pero un remolino rebelde formaba como una antena en lo alto de la cabeza. Le tendió la mano a Tewp con una sonrisa confiada. Tewp no suscitaba de manera natural el interés de las mujeres, pero en cambio poseía un don para ganarse enseguida la simpatía de los niños. Entre él y Dennis, la complicidad se estableció al instante. El pequeño Maresfield quiso pasar de los brazos de su madre a los del coronel, como si lo hubiera conocido desde siempre. Recién bañado por la nodriza, olía a jabón y a agua de colonia.

Perry los dejó solos un instante en el salón mientras preparaba la cena. Desde la cocina, escuchaba a su hijo reír a carcajadas mientras que David le contaba cómo cazan el tigre los marajás, montados en el lomo de enormes elefantes recamados de piedras preciosas, de perlas y dorados. Medio escondida en el vano de la puerta, los miró largamente, emocionada. Dennis estaba de pie al lado de Tewp mientras el coronel esbozaba con bonitos trazos en un papel blanco un caballero y un dragón luchando en la cima de una montaña. Con los ojos abiertos como platos, el pequeño escuchaba el relato de aventuras que Tewp inventaba al mismo tiempo que coloreaba la escena. Perry hizo tintinear las dos copas de vino que llevaba en la mano.

– Dennis, cariño, lo siento, pero ya es muy tarde…

Sin asomo de mal humor, el muchachito ordenó sus lápices de colores, tomó el dibujo como si se tratara de un tesoro, se echó al cuello del coronel para besarle y después subió a su habitación detrás de su madre. Al llegar al piso, se volvió para saludar por última vez con una gran sonrisa.

– Tu hijo es adorable -dijo Tewp cuando Perry y él se reunieron a solas en el salón.

– Es muy espontáneo. No consigo inculcarle un poco de reserva. Se entusiasma siempre que ve que alguien que no seamos su niñera o yo se interesa por él. No sé qué harán de él los años, pero por ahora es un niño bueno y obediente. Desde luego, sé que le falta una figura masculina, y conforme crece cada vez más… Me preocupa su porvenir. Necesitará alguien que lo entienda mejor que yo cuando llegue a la adolescencia. Y tú, David, ¿nunca has querido tener hijos? ¿Por qué no te has casado?

Tewp sintió una opresión en la garganta. Aquella misma tarde, en el Marine Parade, Perry había insinuado las mismas preguntas. Él las había eludido. Entonces había sido fácil, pero allí, después de varias horas de conversación y un principio de intimidad, ¿cómo escabullirse sin parecer grosero o hiriente? ¿Y cómo hacer entrever a aquella mujer toda la negrura, todo el horror que había tenido que afrontar once años atrás, cuando había seguido a Ostara Keller por primera vez por las fangosas calles de Calcuta? No podría hacerle entender que si bien era posible olvidar los osarios de la guerra -porque la guerra es connatural al hombre y todo lo que es humano se puede borrar-, su vida, en cambio, se había transformado para siempre el día en que había comprendido que existe un Mal superior, inaccesible a toda razón, a toda lógica. No podría revelar a Perry, sin espantarla, sin deprimirla, la naturaleza de ese Mal. No podría, en fin, hacerle comprender que él, David Tewp, estaba en lucha contra ese poder oscuro, y que esa misión le prohibía toda vida privada, todo compromiso personal.