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– ¿Adondequieres ir? -le preguntó Galjero por la mañana.

– Tú lo sabes -respondió Laüme-, hacia el sur. Allí seremos felices.

Emprendieron la marcha; ella delante, sobre el cuello del gran caballo de guerra. Pasaron el estuario del Danubio en una balsa y vieron largas gabarras de fondo plano descender por la corriente, con altas columnas de sal alineadas sobre el puente como troncos seccionados. Evitaban las ciudades, rodeaban los pueblos, caminaban por senderos angostos, apenas visibles entre los helechos, que parecían olvidados desde la época del emperador Trajano y del besárabe Decébalo. Laüme, sin embargo, los recorría sin equivocarse jamás. Un día en que atravesaban un encinar anegado por la tormenta, ella se dejó caer de pronto al suelo y se arrastró por un sotobosque chorreante de agua clara. Galjero la siguió con el corazón palpitante y la encontró treinta metros más allá, arrodillada ante un tocón en el que bullían hormigas y gusanos.

– Cava aquí -dijo ella-. Hay un tesoro escondido.

Galjero sacó su espada y cavó en el bloque de madera podrida. Bajo los insectos, la punta de su alma tropezó con un cofrecillo de bronce.

– ¡Ábrelo! -ordenó la niña-mujer, febril, dando palmadas.

En el interior, descubrieron escudos de plata y un collar de amatistas que ella se puso enseguida en el cuello. También había una cruz con un rubí engastado en su centro; Laüme se la arrebató a Galjero de la mano y la arrojó a los arbustos.

– No necesitamos esto -le explicó, sonriente-. Yo encontraré otros tesoros.

En las orillas de los ríos o en los cruces de las rutas forestales, Laüme, tal como había prometido, le indicó a Galjero nuevos hallazgos. En las fronteras de Macedonia, fue una urna de cerámica hundida en el cieno de un pantano que contenía estáteras de oro de tiempos de Alejandro Magno. En Dalmacia, pequeños diamantes y esmeraldas sobre la meseta musgosa de un dolmen; y perlas, ágatas, topacios y citrinos que reposaban cerca de un gran esqueleto replegado como un feto en un acantilado de Creta. Cuando llegaron a la costa oriental del Adriático, Galjero hizo que atravesaran por primera vez las puertas de una ciudad. Le compró a un chalán un hermoso caballo negro que le ofreció a Laüme. En la tienda de un artesano hizo coser una silla de cuero roja. En un taller de costura mandó cortar cinco vestidos a medida y ordenó que le hicieran zapatos. Laüme le parecía cada día más bella, más radiante. Todavía no se había atrevido a besarla, ni había intentado obligarla. Su cuerpo despertaba en él un deseo ardiente, tan poderoso, tan sublime, que prefería diferir su satisfacción. Galjero temía más que a nada en el mundo mermar ese deseo, estropear la llama blanca, la intensa pureza. Hasta había evitado ver desnuda a Laüme. Cerraba los ojos cada vez que ella se bañaba en los ríos fríos y en los estanques helados, porque quería conservar intacto el misterio de aquella muchacha. Era un hada, tal vez, una criatura de otro mundo, y acompañarla era un privilegio. Pero a Galjero le daba igual que fuera diosa o mortal; todo lo que le importaba era estar a su lado, respirar el olor de cometa que dejaban sus cabellos, saber que su talle fino estaba allí, al alcance de su mano…

En el puerto de Ragusa encontraron a un capitán veneciano que aceptó embarcarlos en su cogge para llevarlos a la península italiana. Siguiendo las costas de Istria, el navío evitó ser capturado por una gran galera berberisca que enarbolaba el pabellón del sultán de Argel; los salvó el dominio de los vientos que tenían los venecianos. Durante toda la travesía, Laüme se quedó en el puente observando las maniobras con los ojos brillantes. Cuando fue evidente que los piratas fracasaban en su empeño de abordar el barco mercante, hizo una mueca y se retiró, contrariada.

– ¡Me hubiera gustado tanto ver una batalla! -le dijo a Galjero, torciendo su boquita para recalcar su decepción.

Desde Venecia, la pareja continuó hacia el sur. Antes de Ferrara, Laüme indicó aún el emplazamiento de dos botines ocultos, pero se negó a guardar uno de ellos, compuesto únicamente de copones de plata chapada en oro y de crucifijos labrados. A la salida de Rávena hicieron alto en un albergue, en el fondo de un pequeño valle pedregoso. Les dieron mal de cenar y prefirieron dormir en la paja de las caballerizas antes que en las camas infestadas de parásitos que les ofrecieron. Cuando reemprendieron el camino, por la mañana, tres jinetes andrajosos les siguieron a distancia. Los alcanzaron y los atacaron en medio de un monte alto; pero Galjero, más grande, más fuerte y más curtido en el combate, los mató sin que llegaran a tocarle. Laüme, desde su caballo, se inclinó encima de los cadáveres. Las aletas de su nariz palpitaron al respirar el olor de la sangre fresca. Poseída de un fuego repentino, puso pie a tierra y tendió la mano hacia los cadáveres. Mojó los dedos en las heridas y, tímidamente al principio, la frotó en sus muñecas; después, enardecida, se puso a embadurnarse la frente, las mejillas, el cuello, la tela de su vestido… Galjero la dejó hacer, porque las señales de contento que daba con aquellas abluciones rojas le satisfacían. Que Laüme riera, que Laüme fuera feliz, era en aquellos momentos su mayor deseo, y si a Laüme le gustaba untarse de sangre fresca, como les gusta a los niños revolcarse en el barro en sus juegos, él estaba dispuesto a atravesar a todos los bandidos de Italia para ella. La muchacha puso sus manos en forma de cuenco, recogió las gotas que caían de una vena y hundió la lengua en el líquido. Escupió de inmediato lo poco que había lamido con una mueca de intenso disgusto.

– ¡Un simulacro de alma! -gritó-. ¡Ese hombre tenía un simulacro de alma! ¡Si hubiera bebido, me habría contaminado! ¡Quizás hubiese muerto!

Galjero vio como palidecía de pronto, bajo su máscara púrpura. Ella arañó su vestido manchado y le suplicó que la ayudara a quitárselo allí mismo. Galjero hizo saltar las costuras y la desnudó; después, con el corazón palpitante, corrió a buscar en sus alforjas una botella de agua de la reina de Hungría. Frotó y lavó con el perfume el cuerpo ensangrentado de Laüme. Por primera vez, vio y tocó sus hombros, sus senos, sus piernas y la hendidura de su sexo. De rodillas delante de ella, no pudo evitar rozar con un beso su vientre suave y cálido, más liso que la lápida de una tumba…

En Florencia, el caballero preguntó muchas veces por el legado Nicola da Modrussa sin que nadie pudiera orientarle. Al fin, un viejo sacerdote le dijo que el que buscaba se encontraba en la provincia vecina de Siena, a veinte leguas de allí. Galjero y Laüme galoparon durante dos días en medio de un paisaje de suaves colinas y de olivares azulados. Atrás quedaban los bosques del Danubio y la Dalmacia salvaje, y ya no se obligaban a seguir caminos secundarios. Italia era un país violento, pero al menos los ejércitos turcos no pisaban su suelo. Sus caminos rectos y amplios, recuerdo del imperio más grande que conociera el mundo occidental, se adaptaban maravillosamente al paso de sus caballos.

Un poco antes de Siena, les indicaron la dirección hacia la pequeña ciudad de Corsignano, cuya muralla franquearon una tarde a mediados del verano. El lugar se encontraba en medio de una gran actividad. Habían enviado innumerables obreros para edificar una iglesia nueva, palacios, villas… No quedaba una calle que no estuviera cubierta de piedras sillares, de mármoles, de vigas, de cajas con piezas talladas. Un guardia de la villa los condujo a través de aquel dédalo hasta un corso, ante un alto edificio blanco que les dijeron que era la residencia del legado. Cuando supo quién preguntaba por él, Nicola da Modrussa bajó corriendo la gran escalinata para arrojarse en brazos de Galjero. Había envejecido, y su figura se había hecho más basta, pero su mirada era tan viva y su voz tan melodiosa como siempre.