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– ¡Así que habéis venido, amigo mío! -exclamó, casi al borde de las lágrimas-. ¡Siempre supe que estábamos destinados a volver a vernos, aun después de tantos años! Me hacéis muy feliz al pisar por fin el umbral de mi morada. ¡Pero no venís solo! ¿Quién es la joven persona que os acompaña?

Con la mirada puesta en la muchacha, Nicola avanzó hacia ella, el rostro de pronto serio.

– Su nombre es Laüme -murmuró Galjero-. Nuestra historia es larga y extraña. Os la contaré después, si ello os sirve de distracción.

Nicola tendió la mano a la muchacha para ayudarla a bajar del caballo y se inclinó respetuosamente ante ella.

– Ni Donatello ni Mantegna han pintado jamás un rostro de belleza tan turbadora como el vuestro, signorina Laüme. Los italianos amamos la belleza y la respetamos como el más ilustre signo de nobleza. Podéis estar segura de que aquí más que en ninguna otra parte recibiréis los homenajes que merecéis.

Modrussa dio unas palmadas y una nube de sirvientes los rodeó, unos para llevar los caballos a las cuadras, otros para traer a los viajeros lienzos y vasijas con agua para refrescarse y copas de vino fresco para saciar la sed. Una mesa fue dispuesta en una gran terraza que dominaba el valle, sobre el que ya caía la noche. Nicola escuchó con una mezcla de pasión y melancolía la historia de los años de campañas conducidas por el voivod Tepes.

– ¿Sabéis -preguntó el legado- que los alemanes de Rutenia han difundido hasta aquí xilografías que muestran a Tepes celebrando una fiesta en medio de un bosque de cuerpos empalados? Aún circulan panfletos sobre él que lo pintan como un monstruo, un hombre lobo sediento de sangre, una bestia sanguinaria que torturaba por placer lo mismo a turcos que a cristianos.

Galjero suspiró.

– Los verdaderos enemigos del voivod no eran tanto los ejércitos de la Sublime Puerta como el rey Corvin, los burgueses de las villas francas de la frontera alemana y el clero ortodoxo que nunca le perdonó su conversión. Era un príncipe duro y severo, es cierto. Pero su crueldad no se cebó más que en sus adversarios y en los miembros de su pueblo que se mostraban dañinos por alguna razón.

– Un príncipe digno de serlo no es, de hecho, un hombre como los demás -intervino Laüme-. En interés de todos, debe apartar de sí la debilidad y la misericordia, virtudes demasiado vulgares. ¿Cómo podría si no gobernar a la mayoría de los hombres, si él mismo se rebajara al nivel abyecto de la moral cotidiana?

Modrussa se quedó sin habla. La compañera de Galjero no sólo era una de las criaturas más bellas que nunca hubiera visto, sino que además se mostraba apasionada por cuestiones de política y de filosofía.

– En verdad sois una persona sorprendente, signorina Laüme -declaró, alzando su copa de hipocrás-. Me congratulo de albergar bajo mi techo a una joven tan bella y distinguida.

Tras una cena de carne de cisne y frutas, Nicola hizo traer un gran tablero de madera en el que estaba clavado un plano arquitectónico.

– Amigos míos, no os he revelado aún las razones de la confusión que reina en las calles, ni el porqué de mi presencia en este burgo, cuando debería estar llevando una existencia apacible en Florencia o en Roma. Veréis, este lugar es la villa natal de Silvio Piccolomini, que fue nuestro papa Pío II. Él tenía el proyecto de convertir el lugar donde nació en la ciudad ideal. La ciudad perfecta… Y yo estoy aquí para ejecutar su voluntad. Mirad cómo lo ha trazado su mano: todo está calculado, nada ha quedado al azar. Los edificios deben recibir las influencias benéficas de los astros para canalizarlas hacia sus habitantes, lo mismo que la inclinación de los tejados y los conductos de arcilla llevan el agua hasta las cisternas. Así, los cuarteles de la guardia y la sala de armas están ubicados igual que Marte lo está en el cielo. La Academia de las artes se coloca conforme a Venus. El tribunal se halla en la perpendicular de Júpiter y los calabozos en la de Saturno. La iglesia, claro está, ocupa el lugar del Sol, y el hospital el de la Luna, señora de los fluidos humanos. Las proporciones de las calles y los edificios reflejan la proporción áurea y otras medidas sagradas. Si consigo llevar a término este proyecto a la escala reducida de este burgo, el nuevo papa Sixto IV ha prometido realizar transformaciones similares en Roma. Las demás ciudades, al ver nuestro éxito y comprobar que nuestros habitantes se vuelven mejores, nos imitarán sin tardanza.

Galjero aferró su copa de vino y hundió los ojos en el líquido oscuro. Laüme, en cambio, no ocultó su risa:

– Señor legado, creo que sois bueno y sincero, pero ¿cómo es posible que después de tantos años conozcáis tan mal a los hombres? ¿Todavía os imagináis que tienen la voluntad de vivir juntos, de enmendarse, de perfeccionarse? No serán vuestros muros orientados según las figuras de los planetas en el cielo los que cambiarán sus gustos vulgares y los convertirán a todos en estetas y en sabios. Si hay algo que pueda obrar ese milagro, os lo aseguro, eso es la fuerza y nada más.

Nicola da Modrussa apretó los labios y frunció el ceño; después, su expresión se suavizó tan deprisa como se había endurecido.

– Algunas villas ya están acabadas. Y una de ellas está aún inhabitada. El «campo» en el que se encuentra está dedicado todo él a Venus. Aceptad vivir en él durante unas semanas o unos meses… Entonces veremos juntos, bella Laüme, si las proporciones que concentran aquí abajo los efluvios sutiles del planeta Amor han templado un poco vuestro duro parecer.

La dama de la Toscana

Nicola da Modrussa hizo abrir las puertas de la villa Áurea, una mansión patricia cuyos altos ventanales daban a un paisaje apacible de prados y vergeles. Con el oro amasado por el camino, Galjero contrató domésticos, palafreneros y cocineros, y vivió así con Laüme hasta el principio del otoño. Durante algún tiempo, la muchacha pareció divertirse corriendo y bailando en las vastas salas de muros decorados con frescos que representaban a Afrodita y las ninfas; pero su alegría no duró mucho. Pronto, languideció, hizo cerrar los postigos de su habitación y se encerró en el silencio. Inmóvil en su cama, ya no comía, y su piel blanca se volvía aún más pálida. Galjero era la única persona cuya presencia toleraba. Un día, mientras notaba la mano fría de la muchacha en la suya, él le preguntó si iba a morirse.

– Eso depende de ti, caballero -respondió ella-. Hace mucho tiempo que adivinaste lo que soy. También sabes cuál es el alimento que necesito para vivir y ser feliz. Mi existencia está a merced de tu voluntad. Si tú quieres, yo seré fuerte, pero si te falta el valor, desapareceré. Y entonces nada, jamás, podrá hacerme volver a tu lado; porque si reniegas de mí me matarás.

Galjero estrechó su mano y se retiró. Bajó a las cuadras, ensilló su corcel y dejó la villa sin mirar atrás. Debía de ser mediodía, pero la luz era pobre. A través del vitral negro de las nubes, el sol parecía tan apagado como durante un eclipse. Galjero clavó las espuelas en los flancos de su montura y tomó el camino mayor de Siena, sin saber dónde encontrar lo que buscaba. Poco antes de anochecer, retumbó un trueno y cayeron rayos en la tierra a su alrededor. La lluvia que empezó a caer a raudales no fue un obstáculo para él. Siempre al galope, guiado por una especie de fiebre, tomó un largo camino bordeado de cipreses que llevaba a un castillo aislado. En las ventanas brillaban luces, como el faro que advierte a los barcos en la noche.

Galjero se presentó al intendente para pedir cobijo durante la tempestad, y fue conducido a presencia de los señores, que deseaban verle para proponerle un mejor abrigo que el porche en el que se había refugiado. Era una pareja de jóvenes esposos de Siena que poseía por herencia un dominio en medio de algunos campos de trigo y parcelas de bosques madereros. El hombre debía de tener treinta años, y la mujer acaso diez o doce menos. Había sido madre y mostraba con orgullo su hijo de pocos meses al desconocido. En cuanto puso los ojos sobre la criatura, Galjero supo que aquél era el presente que deseaba Laüme. Sacó su daga, hundió primero la hoja en la garganta de la madre y después le cortó la garganta al padre, que estaba desarmado. Empapó un trozo de tela de batista en una copa de vino y metió la tela en la boca del bebé para hacerle dormir con el alcohol. La escena se había desarrollado casi sin ruido y libre de testigos. Con el niño oculto bajo su capa, Galjero ganó la salida sin ser visto por los criados. Deslizó su carga en el saco que llevaba detrás de su silla y partió a galope tendido entre un torrente de hojas y lluvia.