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Cuando regresó a la villa Áurea, bien pasada la medianoche, Laüme le esperaba. Las pupilas de la muchacha eran como dos puertas abiertas de par en par al infierno.

Aquella noche, después de consumir los fluidos del niño, Laüme se entregó a Galjero por primera vez. Al día siguiente y al otro permanecieron enlazados, disfrutando uno del otro. Laüme había perdido su palidez cerúlea. Su tez estaba resplandeciente y su boca era una amapola que encerraba sus dientes de gata. En las paredes, las mejillas de las ninfas estaban manchadas de lágrimas rojas. Cuando hubieron satisfecho su deseo, dejaron la habitación y prohibieron el paso a todo el mundo. Galjero descuartizó los restos del bebé y los arrojó a los perros vagabundos; después, más tranquilo, vestido con sedas cálidas y terciopelos finos, fue a tomar asiento en la terraza junto a su dama, para beber vino con canela y contemplar la puesta del sol. Laüme se acercó a éclass="underline"

– No ha sido tanto la sangre del niño lo que me ha alimentado como tu fuerza y determinación para hacerme esta ofrenda. Le impondré esta prueba de amor a cada generación de tu descendencia, pero sólo una vez a cada uno de ellos. Será el tributo que me rendirá tu linaje a cambio de su protección, su prosperidad y su grandeza.

– Entonces, ¿eres eterna? -preguntó Galjero en un susurro.

– Mi origen está en las almas que el filo de tu espada arrancó de los cuerpos de tus enemigos. He nacido también de tus sufrimientos y de tu fuerza. Tu voluntad es mi madre. Mientras ella se perpetúe en los hijos de tus hijos puedes tener la certeza de que yo viviré.

– ¿Los hijos de mis hijos? -se asombró él-. Tú serás quien me los dé, ¿no es así?

– No puedo hacer ese milagro -respondió Laüme sin que ni un ápice de tristeza se denotara en su voz-. No he nacido de mujer. Lo único que tengo de mujer es la envoltura y la apariencia. Mi vientre puede dar y recibir placer, y sólo está hecho para eso, no para que en él germine la semilla de un hombre.

– ¿De quién tendré entonces mi descendencia?

Laüme cerró los ojos y sonrió; parecía buscar un rostro, un signo entre las tinieblas del futuro.

– No lo sé todavía -dijo ella abriendo los párpados-. Pero tu esposa mortal procederá de mí. Yo la elegiré y la llevaré hasta tu lecho. Pero antes de eso, es necesario que haga de ti un verdadero señor. Mientras tanto, sírveme más vino y desnúdate, pues siento un gran deseo de hacer temblar de nuevo tu cuerpo.

Laüme y Galjero pasaron el otoño en juegos de caza y de amor. Cada noche, los muros de villa Áurea resonaban con los gritos que los amantes elevaban al acoplarse. Nicola da Modrussa iba a menudo a visitarles; conocía, y no se la reprochaba, la reputación de lujuria que se habían ganado en la villa.

– Quizá fui tonto al entregaros una casa situada bajo el signo de Venus -dijo un día en tono de broma-. Según los rumores, estáis bajo su influencia directa.

– Esta casa nos gusta tanto que deseamos comprárosla -replicó Galjero mientras echaba sobre la mesa una bolsa de piedras preciosas-. Laüme y yo hemos abandonado definitivamente Valaquia y sus malditos turcos. Nos quedamos en Toscana. Voy a reclutar una tropa e iré a guerrear. ¿Con qué bando me aconsejáis que me alíe? ¿Con los gibelinos de Siena, o con los güelfos de Florencia?

Modrussa reflexionó un instante acariciando su barba.

– Es una elección delicada, capitán… Los de Siena poseen grandes virtudes, es verdad, pero son amigos del emperador. Eso los convierte a menudo en enemigos del Papa. Por lógica, debería aconsejaros que os inclinarais por los florentinos, que son nuestros aliados.

– Vuestro consejo está notablemente falto de firmeza, legado -intervino Laüme en un tono severo.

– Es que la realidad es compleja y las alianzas tienden a invertirse o a corromperse. Por haber tenido el inmenso privilegio de acompañar a Su Santidad Pío II durante cuarenta años, puedo deciros en confianza que era un hombre de grandes perspectivas. Un visionario, incluso… Conocía los límites de la religión cristiana y buscaba a menudo más allá de la Biblia las referencias que alimentaban sus convicciones más íntimas. Leía el Pirnandro y el Picatrix, a Hermes Trismegisto y a Platón. Su visión no estaba corrompida ni por sus intereses personales ni por el legado de sus predecesores. En realidad, sus simpatías eran, en secreto, para el Imperio antes que para Francia. Pero ¿cómo es su sucesor actual? Yo lo conozco poco. Me parece más rígido, y también más cobarde. En cuanto a la personalidad de los Médicis, creo…

– Basta de política -cortó bruscamente Laüme, irritada por el largo discurso-. Ofrécele tu brazo a Florencia -dijo, volviéndose hacia Galjero-. Allí es donde se celebran las fiestas más bonitas.

En los valles en torno a Corsignano y en las tabernas de los barrios bajos de Florencia, Galjero reclutó una cincuentena de bravucones a los que equipó con armaduras nuevas y monturas rápidas que él mismo costeó. También asumió su manutención por un período de tres meses durante los cuales les transmitió sus conocimientos de la guerra y los convirtió en una tropa disciplinada pero feroz. Cuando al fin los juzgó preparados, los dispuso en filas, los condujo a las orillas del Arno y les hizo simular combates a la sombra del Ponte Vecchio, mientras las lavanderas huían dando gritos y dejando en el sitio las grandes sábanas blancas a merced de las salpicaduras de las cabalgatas. Mientras dejaba abrevar a su caballo, Galjero vio como se acercaba un gentilhombre rodeado de una pequeña comitiva. Con su sombrero alto y sus zapatos de colores vivos, el recién llegado parecía una muchacha tanto por su porte como por la finura de su rostro imberbe y sus grandes ojos dulces.

– Sé reconocer una tropa magnífica en cuanto la veo, signore. Vos sois el capitán que comanda a estos hombres, ¿no es así?

– Sí, soy yo -respondió Galjero, no sin rudeza, con una voz fuerte y exagerando su acento extranjero.

– Decid vuestro precio, señor. Os compro.

– El sueldo no será muy alto. Pero tendréis que dejarnos algún botín.

– Todo lo que toméis en Luca, Pisa, Siena y Arezzo os pertenecerá, a condición de que plantéis nuestros colores.

– El trato cerrado queda, pues. ¿A quién debo obedecer?

– Sabed que Juliano de Médicis es desde ahora vuestro señor.

El joven Juliano de Médicis estaba estrechamente asociado a su hermano, Lorenzo, en el gobierno de la ciudad. República en la forma, pero autocracia de hecho, Florencia le gustó a Laüme desde que hizo su entrada en ella. Feliz de dejar al fin la austera y provinciana Corsignano, la joven dilapidó quince mil florines, una fortuna, para adquirir en propiedad una mansión situada a dos pasos de la piazza della Signoria, el palazzo degli Specchi, más pequeño pero tan bello como la villa Áurea. Cuando Galjero le hizo una observación sobre este gasto, ella contestó que la campiña toscana estaba llena de tesoros, y que ella sólo tenía que darse un paseo para descubrir al azar uno nuevo cada día. Al día siguiente, mientras cabalgaban a menos de una legua de las murallas, le indicó al valaco dónde encontrar un cofre lleno a reventar de monedas de oro del tiempo de los etruscos y de los antiguos romanos. Poco más tarde, fue una cajita de rubíes olvidada en las aguas de un foso y, al día siguiente, tres sacos de ducados en los restos de un carro abandonado bajo unos ramajes.