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En la ciudad, la presencia del rico condotiero extranjero y su joven compañera de belleza venenosa propiciaba un sinfín de cotilleos, pero Galjero no puedo penetrar en la intimidad de los príncipes hasta que probó su valor en el primer combate. De todos modos, el enfrentamiento, que opuso a rúcanos y florentinos, no fue de gran envergadura. Había empezado con una descarga de tres bombardas enemigas. Ubicadas en una altura, habían barrido las primeras líneas de piqueros y espantado los caballos de la caballería regular. Galjero había tenido la prudencia de habituar a sus caballos al fragor de los cañones, para lo cual ordenaba a sus hombres redoblar los tambores y armar un gran estruendo a las horas de alimentar a los animales. El valaco puso a su tropa en orden de batalla, subió la colina, diezmó a los servidores de la artillería enemiga y se apoderó de las tres bombardas, que depositó aquella misma noche en el arsenal de Florencia. Celebrado por esta victoria, un día más tarde fue presentado a Lorenzo de Médicis en el palacio del Gobierno.

Al contrario que su hermano, el hijo mayor de Cosme tenía un semblante rudo y altivo. Sus rasgos irregulares, sin gracia, manifestaban un humor sombrío. No obstante, era amigo de las artes, y Florencia nunca había contado con tantos talleres de pintura, escultura y arquitectura como bajo su mandato. Continuador de la obra de su abuelo Cosme, también hacía traducir al por mayor manuscritos griegos, hebreos, árabes o persas, que emisarios designados a tal efecto adquirían por todo el mundo conocido.

– ¡He aquí el intrépido a quien debemos algunos nuevos artefactos en nuestros depósitos! -exclamó el señor de la villa-. Oigo hablar mucho de vos, signore Galjero. Pero la gente se hace preguntas… No se sabe nada de vuestros orígenes, no de las razones que os han impulsado a poneros bajo nuestras banderas. Explicadme un poco todo eso, ¿queréis?

– He combatido mucho tiempo contra los turcos en mi país -empezó Galjero-. Pero esos tipejos eran más numerosos que nosotros. Arrasaron mis tierras y degollaron a mi gente. Así que reuní lo poco que me quedaba y vine aquí porque un viajero me había asegurado que el sol era agradable y el acero tan afilado como en mis montañas. Ésa es mi historia, así de simple, y no tengo otra que contaros.

Médicis lo examinó de pies a cabeza. Por instinto, no le gustaba aquel hombre fornido, demasiado apuesto, de rasgos más nobles que los suyos pero con mirada de asesino. Tampoco se creía la fábula que acababa de contarle. Hubiera apostado a que el extranjero no era de origen aristocrático. Y sin embargo… todo en sus poses y en sus modales hablaba del aristócrata orgulloso y de cólera fácil. Ante él, Galjero había cruzado los brazos sobre el pecho con insolencia y sostenía la mirada del príncipe.

– Este mercenario es un buen combatiente y un jefe de tropas nato -susurró Juliano al oído de su hermano-. Nuestra gente ya le ha cobrado aprecio. Y se habla mucho sobre el encanto inefable de su dama.

Al escuchar estas palabras, el semblante de Lorenzo se tornó al momento más amable. Dejando de lado sus reparos, invitó al valaco a su mesa y lo instaló a su izquierda, aunque le habló poco y apenas lo miró mientras duró el ágape. Cuando Galjero dejaba el palazzo Vecchio, dos gentilhombres a los que había visto en el banquete se acercaron a él.

– Parece que no le habéis caído en gracia a nuestro príncipe, signore Galjero -dijo el primero de ellos sin presentarse-. Eso es enojoso si deseáis haceros un nombre en esta ciudad.

– Enojoso… o ventajoso -corrigió el segundo-, según el viento hinche las velas del lado de los Médicis o las deje flácidas en provecho de otro.

– ¿Qué debo entender de vuestras alusiones, señores desconocidos?

– Perdonadnos. Nuestra prisa por hablaros nos ha hecho faltar a la cortesía más elemental. Pertenecemos a la familia Pazzi. Yo soy Jacopo y éste es Francesco.

Los dos hermanos eran jóvenes y apuestos, aunque la ambición se leía en sus rasgos tan claramente como un amén al final de la página de un misal. Banqueros de profesión, poseían una fortuna casi tan importante como la de los Médicis, pero sus antepasados -maldita fuera su mediocridad- no habían llegado a alcanzar las altas esferas del poder.

– ¿Qué deseáis? -preguntó Galjero, más ansioso de ir a desnudar a Laüme que de tramar intrigas.

– No deseamos nada de vos, signore -dijo Jacopo, contemporizador-. Solamente advertiros. No os comprometáis demasiado con una facción que se debilita a cada instante y a la que el pueblo no ama. Si Florencia se subleva un día contra sus actuales señores, pensadlo dos veces antes de desenvainar vuestra espada para salvar a una familia que no os recompensará jamás de acuerdo con vuestros méritos.

– Mientras que otra podría hacerlo mejor… -concluyó Francesco, y le dio un buen mordisco a una manzana verde.

El cuerpo de Laüme estaba untado en aceite perfumado, y sus largos cabellos cepillados caían como un velo sobre sus hombros desnudos.

– Florencia es un nido de víboras -dijo, con la más encantadora de las sonrisas-. ¿Los Pazzi contra los Médicis? Eso puede granjearnos buenas oportunidades. Si escogemos bien nuestro campo puedes ganar títulos y tierras.

Sus manos barajaban con desenfado un juego de extraños naipes con figuras coloreadas que iba poniendo uno a uno delante de sí. Galjero sintió crecer el deseo entre sus ingles.

– ¿La época nos es propicia, verdad? -dijo, hundiendo sus dedos entre los cabellos de la muchacha-. ¿Es eso lo que piensas?

– Sin duda es buena. Acepta los primeros avances de los hermanos Pazzi. Quizás estén destinados a reemplazar a los Médicis. Habría que saberlo.

– ¿No puedes adivinarlo? ¿No puedes descubrir el porvenir igual que sabes encontrar monedas de oro debajo de las piedras?

– Un día tendré ese poder. No lo tengo por ahora.

Obedeciendo a su dama, y pese a la renuencia que sentía, Galjero se introdujo por un tiempo en el entorno de los Pazzi. Los hermanos parecían amantes de la buena vida y contaban con muchos amigos sinceros. Cuando se paseaban por las calles, el pueblo humilde les saludaba y los burgueses les reverenciaban. Ellos respondían sin altivez alguna a los festejos y las sonrisas.

– Los Médicis han comprado Florencia -explicó Francesco al valaco cuando empezó a afirmarse su confianza en él-. Llevan tres generaciones corrompiendo a los funcionarios municipales para adquirir y conservar los cargos. Queremos poner término a esta situación. Florencia no necesita tantas estatuas en las calles ni pinturas en las paredes. Florencia necesita hospitales, escuelas nuevas, cisternas y graneros… Y nosotros, los Pazzi, se los daremos.

Los ciudadanos de Florencia no eran los únicos que apoyaban a los dos hermanos. El propio Papa, movido por oscuras razones políticas, les había prometido su apoyo.

– Parece que la cuestión está decidida -juzgó Laüme cuando Galjero le hubo contado todo lo que sabía.

– Jacopo y Francesco planean derrocar a los Médicis desde hace mucho tiempo. Su golpe no puede fallar. En una semana, a lo sumo un mes, Florencia habrá cambiado de cara.

– Quizás… -atemperó Laüme-. Tendríamos que estar seguros para jugar a la carta ganadora. No puedo adivinar el porvenir de un hombre porque es una cuestión demasiado sutil. Pero conozco un espejo capaz de reflejar el futuro de una ciudad, de un pueblo…

Galjero encontró un recién nacido abandonado por su madre, envuelto en una mísera manta en el umbral de una iglesia. El niño apenas respiraba. No gritó cuando el hombre lo tomó y lo deslizó en su alforja. Entre los vapores de la sangre vertida por la criatura, Laüme vio moverse formas e imágenes. Semejante a una profetisa de la antigüedad, susurró su oráculo a Galjero.