Bajo su inmensa cúpula, la catedral de Santa María del Fiore estaba abarrotada. Rodeado por todas partes, Galjero no había podido avanzar lo suficiente para alcanzar un banco y sentarse cerca de las familias patricias venidas a comulgar en el oficio de Pascua. Empujado sin miramientos hasta un rincón, maldecía los peinados altos, que le impedían ver por encima de la multitud. De los hermanos Pazzi sólo había visto furtivamente a Francesco, que pasó por su lado sin apenas fijarse en él. Su rostro estaba más serio que de costumbre y sus pestañas batían con rapidez sobre sus ojos enrojecidos por la falta de sueño. En cuanto a los Médicis, permanecían invisibles. Sin embargo, Galjero sabía que estaban allí, ocupando los asientos de primera fila delante del sacerdote que acababa de iniciar la misa. El valaco, imitando a los fieles, adoptó una postura de penitencia para escuchar el sermón. En el momento en que el religioso dejaba el pulpito, el ruido de una espada al salir de su funda resonó en la nave, provocando gritos y una avalancha humana que creció como una ola. Galjero se abrió camino y vio a los hermanos Pazzi acometer a los Médicis. Acorralados contra la puerta de la sacristía, éstos se defendían con uñas y dientes, pero lo reducido de su séquito los condenaba a una muerte segura frente a la treintena de esbirros que los acosaban. Galjero dio media vuelta, salió de la catedral tan deprisa como pudo y atravesó la explanada corriendo. En la esquina de la plaza aguardaba su compañía de jinetes. Él montó a caballo y dirigió la carga conduciendo su tropa al galope por las naves del santo lugar. La violencia del contraataque rompió el cerco en torno a los Médicis. Entre el estrépito de las armaduras y el retumbar de los cascos al golpear el pavimento de mosaico, el altar fue volcado, los bancos rotos, las estatuas tumbadas… Pisoteando cadáveres, el caballo negro de Galjero relinchaba como Bucéfalo bajo el furor de Alejandro. Cuando todo terminó, los hermanos Pazzi fueron atados y arrojados a los pies de Lorenzo. Los conjurados temblaban de rabia y maldecían a sus enemigos en un dialecto incomprensible para Galjero. Pero el príncipe no les dedicó ni una mirada: inclinado sobre una forma sin vida, lloraba la muerte de su hermano Juliano.
Tal como Laüme había visto en las vísceras del niño sacrificado, la conspiración abortada de los Pazzi aportó gloria y fortuna al valaco. Lorenzo pronunciaba con devoción el nombre del inesperado salvador de la dinastía en el poder. El día en que ejecutaron a Francesco y Jacopo, que fueron colgados sobre la fachada del palazzo della Signoria, el señor de Florencia admitió al extranjero en la Orden de San Esteban creada por Cosme, y le ofreció un vasto dominio de pastos y olivares a tres leguas de la ciudad. Una pequeña fortaleza colgada sobre una cumbre dominaba las tierras. Pero Laüme no quiso dejar el palazzo degli Specchi.
– Has llegado en poco tiempo a donde quería llevarte -le dijo a su amante-. Te has mostrado fuerte, sin miedo, obediente. Ahora te queda una tarea que cumplir, aquí mismo, en Florencia, y no en ningún campo aislado. Debes consagrarte a ella plenamente, porque los años pasan y tus días ya están contados.
A Galjero se le encogió el corazón. Extendió las manos y vio que estaban arrugadas y cubiertas de manchas pardas. Cada vez que observaba su rostro en el agua de una fuente o en un plato de cobre, veía las profundas arrugas en torno a sus ojos y su frente, los cabellos blancos en sus sienes, y eso le asustaba. No era la muerte lo que temía el guerrero. No. Lo que asustaba a Galjero por encima de todo era la inevitable pérdida de Laüme. Una vez franqueadas las puertas de la noche eterna, nunca más la estrecharía en sus brazos, nunca más la vería reír y danzar como una niña por las salas de la villa Áurea. El desaparecería y ella seguiría viviendo. Otros quizá la poseerían, la amarían…
Galjero suspiró y se obligó a sonreír pese a su tristeza.
– Ahora debes tener un hijo -afirmó Laüme, con tanta compasión en su voz como si hubiera leído en su alma como en un libro abierto-. Tu linaje debe continuar: es nuestro pacto.
– Mi amor no irá a otra mujer que no seas tú, Laüme. ¡Quiero poner el anillo de boda en tu dedo!
Ella lo miró con severidad.
– De grado o por la fuerza, tendrás el hijo que te pido. ¡Lo tendrás!
Sus uñas largas y duras se hundieron con tanta fuerza que traspasaron la piel de Galjero. Éste hizo un movimiento de retroceso, como ante el ataque de una pantera. Laüme deshizo su presa enseguida. De repente, más dulce que la miel, alzó la mano hacia el rostro de su amante.
– Tú me pusiste el anillo. Recuerda…, el camafeo que encontraste en la isla de las Serpientes. Me lo diste cuando te lo pedí. No se ha separado de mí desde aquel instante. Es el sello de nuestra unión, una unión más fuerte que la muerte, más fuerte que el tiempo.
Galjero miró por un instante brillar la piedra tallada, pero su corazón oprimido no encontró ningún consuelo. Sin embargo cedió.
– ¿Y con quién quieres que me despose?
– Poco importa su nombre. Su rango y su capacidad de procrear son los únicos puntos a considerar. Sólo buscamos un vientre.
– Pero ¿cómo lo encontraremos?
– Lorenzo -aseguró Laüme-. Lorenzo te lo encontrará.
Las bodas del primero de los Galjero con la distinguida marquesa Nuzia d'Oglieri fueron las más singulares que se puedan imaginar. De rostro estrecho y puntiagudo, con las mejillas sonrosadas y la frente lisa, rasurada para que pareciera más alta según la moda de la época, la prometida era joven y tenía bellas formas. Hija única de un padre abatido por el mal sagrado, era propietaria de tierras que la hacían rica. De carácter alegre, amante de las artes, curiosa yviva, era uno de los partidos más codiciados de Florencia. Cuando Lorenzo de Médicis, su tutor, la prometió a Galjero, más de un gentilhombre maldijo al valaco por ese privilegio insolente. Sin embargo, el condotiero tenía el rostro ceniciento y la mirada vacía cuando depositó el beso nupcial en los labios de la doncella. Apenas contestaba a los que acudían a cumplimentarle y a desearle una descendencia pronta y numerosa. A mediodía, sin ni siquiera dar la sombra de un pretexto, abandonó el campo de hierba en el que se habían levantado los toldos para el banquete. Lo llamaron, lo buscaron, pero no lo encontraron. Mal que bien, ocultaron a la joven desposada lo que muchos adivinaban.
– Ha ido en busca de su amante -murmuraban a su espalda.
– Es una bruja -sostenía uno.
– ¡Un hada! -corregía otro.
– Ni hada ni bruja, sólo es su puta -concluía un tercero.
Al caer la noche, Galjero reapareció. Sin una palabra, o casi, condujo a su mujer a la cámara nupcial. El valaco mantuvo los ojos cerrados todo el tiempo que estuvo con Nuzia, para no pensar más que en Laüme. Sin alegría, lanzó a la matriz de su esposa un esperma que la fecundó al primer chorro. En cuanto supo que ella había concebido un heredero, interrumpió las relaciones íntimas con su esposa.
Todas las noches, todas las fuerzas, las consagraba a Laüme. Hasta la última fibra de su ser estaba volcada hacia ella. Ella había penetrado en él como un veneno sin remedio, un licor suave y mortal, un vino lleno de maleficios y de belleza.
Durante el parto, fue en secreto a rezar a la catedral de Santa Croce para que viniera una niña. Para su absoluta desesperación, nació un niño.
– ¿Te entregarás a mi hijo como te has entregado a mí? -le preguntó a Laüme en la hora que siguió al nacimiento-. ¿Le mostrarás tu cuerpo? ¿Le abrirás el camino entre tus muslos?
– Sí -respondió ella simplemente-. Me poseerá como tú me has poseído. Y su hijo después de él, y el hijo de su hijo… Y cada vez seré un poco más lasciva, porque habré aprendido de las generaciones precedentes. Mi pobre Galjero -continuó, riendo-, tú eres el que me ha abierto, pero no serás el que obtenga de mí los mayores placeres.