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Furioso por estas palabras, Galjero dejó la ciudad al alba, en el instante en que las puertas de la muralla se abrían a una campiña sumida en la bruma. Erró durante todo el día al azar de los caminos. Por la noche, hizo entrar a su agotada montura en una red de ciénagas. Y entonces, haciendo sangrar los flancos del caballo a golpes de espuela, obligó al reacio animal a hundirse hasta el fondo en las verdes aguas.

Dragoncino

Desde el calamitoso día de sus nupcias, Nuzia Galjero se marchitó como una hoja arrancada por el primer viento de otoño. Con apenas veinte años, sus cabellos se habían encanecido, y su bello y terso rostro se había cubierto de arrugas angulosas que el artificio del maquillaje no podía ocultar. Nada, ni tan sólo el espectáculo de la primera sonrisa o de los primeros pasos de su hijo, ni la emoción por los primeros balbuceos del niño, había podido distraerla de su melancolía. Herida en lo más secreto de su ser, no podía curarse del amor no correspondido que había consagrado a Galjero.

Porque ella había amado a su esposo con locura, con pasión, sin confesárselo. ¿De qué habría servido? Mucho antes de conducirla al altar, Galjero se había viciado el espíritu en contacto con una cortesana que trajo con él desde su país de montañas y de nieve. Una muchacha cuyo nombre no pudo evitar pronunciar en el curso de la noche en la que se había unido a Nuzia para asegurarse la descendencia. Nuzia estaba segura de que su esposo solamente había sentido disgusto hacia ella. Después de años de viudedad, vivía aún bajo el peso de aquella desdicha, aquella vergüenza, aquella humillación. Para escapar a ese recuerdo, eligió alejarse de Florencia y vivir sola en un dominio apartado que heredó de su padre. Las amigas que habían intentado arrancarla de su reclusión acabaron por perder la paciencia. Nuzia, obstinada, prefería el desierto de su campiña, y ya sólo recibía las visitas de Isola Giorni, una pariente cercana, deformada por la artritis pero siempre dispuesta a desafiar el polvo del verano, las brumas del otoño o los hielos invernales para acudir a su lado e intentar entretenerla. Era así como Nuzia se enteraba de las últimas noticias que agitaban la ciudad y la provincia; pero por interesantes que fueran, ninguna había logrado arrancarle la sombra de una sonrisa. A Nuzia sólo le interesaba la mención de un nombre.

– ¿Y esa Laüme? -insistía sin desmayo-. ¿Vive aún en Florencia? ¿Por qué no se decide a volver al lugar de donde vino? Dios sabe cómo rezo para que lo haga…

Isola fruncía el ceño con feroz reprobación. Detestaba la insistencia malsana de su sobrina en hacerle evocar un asunto que le repelía por encima de todo. Eran precisos no pocos suspiros y ruegos para que la vieja dama se decidiera a hablar.

– La muchacha sigue aquí. No creo que se marche…

– ¿Y qué hace? ¿Qué quiere?

– Sólo sé lo que dicen los rumores, y ya te lo he contado infinidad de veces.

– Dímelo otra vez…

– No ha dejado el palazzo degli Specchi. Da fiestas. Mira a los hombres batirse por ella. Ya ha habido dos muertos… Francesco y Paolo, los dos hijos del Fazelli, el orfebre, se pelearon por sus favores. Se enfrentaron en duelo y se mataron el uno al otro, Olivio Valcra perdió un ojo en otra pugna, mientras que Pietro Safanese fue trepanado y perdió el uso de la palabra.

– ¿Y nadie se opone a ese escándalo? ¿Ni una voz se alza para exigir el exilio de esa extranjera?

– Lorenzo la protege. Y otros con él, muchos otros. Se ha introducido en la corte y vive como una gran dama. Hasta Marsilio Ficino y Pico della Mirandola hablan de ella con el mayor respeto. Dicen que es ilustrada, y que indica a los enviados de Lorenzo dónde encontrar textos raros en los confines de Oriente. Es la nueva musa de la Academia, la Hipatia de Florencia.

Nuzia se desesperaba. Cada día, la antigua amante de Galjero parecía seducir a un nuevo pintor por su belleza, a un nuevo sabio por su erudición…

La viuda sufría mil torturas en lo más hondo.

– ¿Y la Iglesia? ¿Qué dice la Iglesia?

– Se asegura que el próximo papa será Rodrigo Borgia. ¡Un depravado! ¿Tú crees que la Iglesia va a tener la menor voluntad de oponerse a los caprichos de Lorenzo si Borgia es promovido al trono de san Pedro? Esos dos están cortados del mismo patrón. ¡Una pocilga! En eso se está convirtiendo nuestra provincia bajo el dominio de hombres como ellos. Yo le rezo al señor para que nos envíe la redención y la humildad, le pido que los franceses se decidan a cruzar la frontera para retomar su reino de Nápoles.El rey francés, Carlos VIII, no tolera el desorden. Él sabrá meter en cintura a nuestras ciudades y perseguir a los instigadores de disturbios como esa muchacha.

– ¿Y si no lo hace?

– Entonces, no sé cómo vamos a deshacernos de criaturas como ella… A no ser que carguemos nuestras almas con un pecado muy grave.

Una bolsa con diez florines de oro. Eso fue lo que, una tarde de junio, pusieron delante de Bartolomeo al fondo de la más piojosa de las tabernas de Florencia. ¿Habría visto nunca tantas monedas juntas en su carrera de soldado de fortuna? Quizás alguna vez las había arrancado de la cintura de un muerto, pero no lo recordaba. Tendió la mano con avidez e hizo desaparecer el dinero entre los pliegues de su gastado jubón.

– Y lo mismo cuando el encargo esté hecho. ¿De acuerdo?

La silueta que tenía enfrente se limitó a inclinar la cabeza. Bartolomeo gruñó y aferró una frasca de «vino santo» para llenar su panza ya vacía. Por lo común, era reticente a tratar con desconocidos, pero la suma que le ofrecían era demasiado importante como para arriesgarse a estropear el negocio haciendo preguntas indebidas. Mientras contenía a duras penas un eructo, intentó de todos modos adivinar la identidad del hombre sentado ante él. Apenas veía una barba gris, peinada y limpia. Bajo un sombrero de ala ancha, los rasgos del rostro quedaban sumidos en la sombra.

– No intentéis adivinar quién soy -advirtió el desconocido en tono serio-. Yo no tengo importancia. Sólo soy un reclutador, un ejecutante. Como vos. Limitaos a matar a quien se os ha dicho.

Bartolomeo desenvainó su daga y se entretuvo rascando los restos de cera que manchaban la mesa.

– Como gustéis -convino al fin con indiferencia-. Nos encontraremos aquí mismo dentro de cuatro días. Quedaréis satisfecho de mí.

Después, pasó la tarde gastando parte de sus ganancias con unas fulanas.

Por la mañana, fue a rondar la ciudad, no lejos de la morada de su futura víctima. Durante toda la jornada y la siguiente, vigiló las idas y venidas de los criados para recordar sus rostros, y sólo se distraía dando patadas a los cerdos municipales que Lorenzo de Médicis había hecho soltar para que limpiaran las calles con poco gasto. Algo después del alba del tercer día, siguió hasta el mercado a dos sirvientes encargadas del aprovisionamiento de las cocinas. Se había hecho acompañar de un bribón al que había prometido una moneda si le ayudaba a apoderarse de las domésticas. En una calle sombría, dejaron sin sentido a las mujeres y las llevaron a un taller de herrería abandonado. Degollaron a la de mayor edad para asustar más si cabe a la otra. Bartolomeo obtuvo todo lo que quería saber de la pobre muchacha aterrorizada. Cuando terminó con la prisionera, dejó que su compañero se satisficiera con ella y después le rompió la cabeza a la infeliz con un martillo antes de ocultar los dos cadáveres detrás de un montón de vigas medio quemadas.

A mitad de la tarde, se atiborró con puré de lentejas, ciruelas arrugadas y cinco grandes cebollas cocidas en su jugo, porque necesitaba forraje. Por fin, llegada la noche, volvió a la ciudad y se deslizó por los jardines hasta una glicina que serpenteaba sobre la tachada de la mansión. Ágil como un gato, escaló las plantas. La noche era cálida, todas las ventanas estaban abiertas. Penetró en el interior sin ser visto. Tres horas antes del alba, el lugar estaba tan silencioso como un cementerio. Bartolomeo sonrió. Todo iba de maravilla. Sin apresurarse, se desató las calzas, se agachó y sacó de su interior un largo zurullo blando y marrón, muy oloroso, cuya expulsión le produjo gran bienestar. Una vez vestido de nuevo, pasó cuidadosamente la hoja de su arma por la mantequilla negra de la mierda. A su manera, Bartolomeo era un profesional concienzudo: sabía que si por cualquier razón no podía terminar con su víctima, las heridas que le produjera con esa arma mancillada provocarían una segura gangrena. Sosteniendo el cuchillo con firmeza, avanzó de puntillas a lo largo de un corredor que llevaba a la habitación donde dormía su víctima.