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Al principio no hubo nada, nada en absoluto. O quizás un soplo tan ligero que podía confundirse con la brisa en el corazón de la noche. Después, muy deprisa, no hubo lugar a dudas. ¡Sí! Ahora estaba seguro, alguien en elpalazzo tocaba una melodía de flauta. El intruso se acurrucó en un rincón y se encogió, como un erizo atacado de repente. Con los nervios tensos, intentó adivinar de dónde procedía aquella música. Pero en vez de eso, su cerebro no pudo impedir abrirse lentamente al ritmo que surgía del instrumento. La melodía era alegre y muy armoniosa, y extraña también. Bartolomeo nunca había oído nada igual. Era una danza, una variación de tresca o de estampie…

De manera involuntaria, su pie empezó a marcar el compás, ¡Era una locura! ¡No debía hacerlo! Bartolomeo notó que su corazón latía más acelerado. La melodía era tan placentera, tan agradable… Sintió deseos de oírla mejor. Dejó su escondrijo y volvió sobre sus pasos, pues le parecía que el son provenía de los jardines y no del interior de la mansión. Se asomó a la ventana para escuchar. No, la melodía procedía de las plantas inferiores. Pisando sus excrementos sin darse cuenta, Bartolomeo descendió la escalera. Le dolían las sienes y el sudor bajaba por su frente. Esa flauta, ¿dónde estaba? El deseo se intensificó; con una sonrisa en sus gruesos labios, se echó a reír y a silbar la melodía del instrumento, todo su cuerpo se tensó de pronto como la cuerda de un arco. Dejó su cuchillo para dar palmadas con las manos y ponerse a danzar. ¡Un salto! ¡Una vuelta! ¡Un salto! Bartolomeo no había sido tan feliz desde que mató al primer hombre, a la edad de once años. ¡Un salto! ¡Una vuelta! ¡Otro salto! Y aquella flauta que aceleraba la cadencia… Ahora iba deprisa, cada vez más deprisa. Una vuelta… Un salto… ¡Muy deprisa! ¡Muy deprisa! ¡Un salto! ¡Otro salto! Imposible detenerse. Su corazón estalló por el esfuerzo, y Bartolomeo cayó al suelo sin vida. Justo encima de él, anidado en el zócalo de una estatua de mármol que representaba a la musa Euterpe, el espíritu guardián del lugar volvió a dormirse, satisfecho de haber trabajado para su señora, y fortificado por la muerte que acababa de provocar.

Durante mucho tiempo Dragoncino Galjero ignoró todo acerca de su padre. Las personas que lo rodeaban contestaban poco y mal a las raras preguntas que se atrevía a formular cuando era pequeño, dejando su curiosidad insatisfecha y siempre más ardiente. Alegre, hábil y en continuo movimiento, el niño se ahogaba al lado de una madre llorosa y timorata que reprimía el menor de sus pasos. Aunque los caballos le fascinaban, las cuadras le estaban prohibidas. Interesado en los otros, sólo conocía caras de adultos austeros y fríos. A los seis años no pudo más y, después de varias tentativas abortadas, logró escaparse. Se deslizó al exterior por una brecha de la muralla y recorrió los campos durante varias horas antes de que unos campesinos lo encontraran, dormido sobre el heno de un granero. Aquella pequeña aventura dejó en él profunda huella. Los insectos que había tenido entre los dedos, los lagartos que había dejado correr por sus piernas y el perfume vivo de las flores le confirmaron en el sentimiento de que la vida era un tesoro a tomar y que bastaba con extender la mano para asirlo. Pese a las reprimendas de Nuzia y a la obligación que se le impuso de reparar de inmediato la brecha del muro por la que había huido, reiteró sus fugas y siempre encontraba un modo u otro de burlar la vigilancia celosa de la que era objeto.

Un día, debía de tener diez años, se perdió y cayó en una especie de foso que se abría traidoramente bajo un tapiz de hierba seca. Aterrizó junto a dos víboras que se enrollaron en él y le mordieron salvajemente en el cuello y la cara. Loco de cólera y dolor, el pequeño agarró uno a uno a los animales y les reventó la cabeza sobre el canto de una piedra. Salió por sus propios medios de la fosa polvorienta en la que había caído; a pesar de sus denodados esfuerzos, el veneno que fluía por su cuerpo no le permitió ir demasiado lejos. Bajo el calor del mediodía, su cuerpo se cubrió de un velo helado y sus músculos se endurecieron como la arcilla en el horno. Al poco, se desmayó en un bosque bajo alejado de los senderos.

El sol iniciaba su descenso en el horizonte y nadie había acudido a socorrerle. Los insectos corrían ya por su cuerpo y las comadrejas acudían a lamer su piel fría, cuando una fina sombra avanzó hacia él. Era Laüme. En la mano llevaba un sapo que había cogido en el fondo de una charca. Mientras acariciaba el vientre del animal, sacó una larga aguja de sus cabellos recogidos en un moño y la clavó con destreza en las carnes blandas del batracio. La pequeña criatura no sufrió. Sus patas se contrajeron un segundo, su espinazo apenas tembló y su espíritu estalló como una pompa de jabón en el éter. Laüme presionó el cadáver por encima del muchacho y exprimió hasta la última gota de sangre antes de romper el cráneo de la bestezuela con un sílex. Efundió los dedos en la masa gris y roja del cerebro, desmenuzándolo, y extirpó una especie de piedra lisa, una concreción apenas más grande que una gragea, que colocó bajo la lengua del niño. Esperó una, quizá dos horas. Sin impacientarse, sin rezar, los ojos siempre puestos en los rasgos inmóviles de Galjero.

Su caballo negro esperaba cerca de allí, atado a un tronco. El animal llamó la atención de los servidores enviados en busca del niño. Estupefactos, los domésticos apenas se atrevían a acercarse a aquella joven de lujoso vestido carmín, con una bandolera bordada en oro de la que colgaba una faltriquera redonda al lado de una afilada daga. Pero Nuzia los lanzó sobre ella. Sin resistirse, con los ojos fijos en los de Nuzia, que chillaba de odio y de cólera creyendo que acababan de asesinar a su hijo, Laüme se dejó apresar y tratar de bruja, de asesina, de diablesa… Pero los insultos no borraron su sonrisa.

En el mismo instante en que una horca se alzaba, apuntada a su cuello, un estertor sacudió a Dragoncino. Con una gran inspiración ruidosa, el chiquillo volvió de repente a la vida. Escupió instintivamente la piedrecilla, se incorporó a medias y agitó los brazos, como si buscara emerger a la superficie de unas aguas oscuras. Sus miembros recuperaron su suavidad y calidez, y su respiración volvía a ser amplia y regular.

– Yo no he matado a tu hijo -explicó Laüme-. Le han mordido dos víboras. La piedra que he puesto en su boca ha absorbido el veneno como una esponja, y la sangre del animal que he vertido sobre él ha salvaguardado su espíritu cerca de su cuerpo durante la purga. Yo he captado el peligro y he venido a él. ¿Y tú? ¿Qué hacías tú? ¿Gemir en tu habitación? ¿O acaso estabas planeando enviar otro asesino contra mí para vengarte por no haber sabido amar a tu esposo?

Nuzia se echó a temblar, las pestañas le aleteaban y tenía la piel color ceniza. Laüme, de pronto, parecía más grande, más salvaje. Los dos hombres que le sujetaban los brazos la soltaron, y las picas vueltas hacia ella descendieron. Lentamente, atravesó el grupo de campesinos y subió a su caballo sin que nadie la molestara.