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Fascinado, Dragoncino corrió hacia ella y cerró su manita en los bajos de su vestido. Laüme le sonrió.

– ¿Sabes, niño, que Hércules estranguló con sus manos dos serpientes que le atacaban cuando todavía lloraba en la cuna? ¿Te gustaría vivir el mismo destino que ese héroe?

– No conozco a ese Hércules del que habláis -reconoció Dragoncino, avergonzado.

Esta candidarepuesta provocó una refrescante carcajada en la amazona.

– Pues yo te enseñaré, niño. Sí, te prometo que un día cercano te enseñaré.

Y azotando la grupa de su caballo con un golpe de fusta, lanzó al galope su montura piafante entre las mechas de polen que traía el viento de la tarde.

Dragoncino aguardó con paciencia -cualidad contraria a su naturaleza- que la mujer del caballo negro regresara, tal como había prometido. Pero los años pasaron sin que su bella silueta apareciera de nuevo. Poco a poco, abandonó la espera y acabó por convencerse de que el episodio de las serpientes no había sido más que un sueño de infancia. Al crecer, unía cada vez más la antigua belleza de su madre con la nobleza de rasgos de su padre. Inflamado por un fuego cada vez más vivo, exaltado por la reclusión que le imponía Nuzia en el corazón de la soledad del gran dominio, los únicos instantes de placer que conseguía robar se producían cuando, llegada la medianoche, se deslizaba fuera de la casa para batir la región a escondidas bajo el cielo de Toscana. Una noche de luna llena, mientras deambulaba al azar de los caminos mordisqueando un tallo de malva, percibió una luz sobre una loma de terreno de pasto. Se acercó y entró sin miedo en el círculo que formaba una pequeña tropa instalada en torno a una hoguera. Todos los ojos se posaron en él.

– ¡Eh, pequeño! ¿De dónde sales? -le dijo un bribón vestido de cuero negro y acero.

– Estáis en mis tierras -respondió Dragoncino, sin parecer impresionado por el aspecto salvaje de la banda de soldadotes.

– ¿En tus tierras, niño? -se sorprendió el hombre con una carcajada, y lo atrapó por el cuello-. Si eres un señor, valdrás mucho dinero. ¿Cuánto crees que nos darían tus padres por impedir que desolláramos vivo a un dulce conejito como tú?

– Ni un florín. No tengo padre, y mi madre no me quiere.

– Peor para ti. Morirás entonces sin que nadie te llore.

– Déjalo ir, Mondo -intervino un viejo veterano que llevaba una pluma amarilla cosida en su jubón-. No es más que un niño. El vello apenas apunta en su mentón.

El llamado Mondo volvió a sentarse cerca del fuego, renegando, mientras que el hombre de la pluma ayudaba al muchacho a ponerse de pie y le tendía una pequeña garrafa forrada con un tejido de mimbre.

– Toma, bebe. Y excusa la mala acogida. No debes temer nada de nosotros. Levantaremos el campamento al alba y no volverás a vernos.

– ¿Quiénes sois? -preguntó Dragoncino después de echarse de buena gana al coleto un trago de la infame ratafía.

– Me llamo Kelus. Somos del partido de los venecianos y vamos a presentar batalla a los franceses que se acercan por los Alpes y atravesarán pronto la frontera.

Los ojos de Dragoncino se agrandaron y su corazón empezó a latir acelerado.

– ¿Me lleváis con vosotros? -les preguntó-. ¡Yo quiero ser soldado!

Esta declaración desencadenó las risas y las bromas. Kelus se frotó la barba rubia por la que corrían los piojos.

– ¿Qué edad tienes?

– Quince años, casi dieciséis.

– No es mala edad para batir el tambor o para portar un estandarte. Tampoco para frotar las armaduras o aceitar las espadas. ¿Cómo te llamas?

– Dragoncino. Dragoncino Galjero.

– ¿Cómo has dicho?

La voz de Kelus se había quebrado de repente. Tomó una antorcha y examinó al chico en silencio durante un minuto largo.

– ¡Santa María, madre de Dios! A fe que es verdad… te pareces a él -dijo al fin-. ¡Eres su hijo! Sin la menor duda, eres el hijo de Galjero.

– ¡Mi padre! -exclamó el muchacho, incrédulo-. ¿Vos conocisteis a mi padre?

– Yo fui uno de sus caballeros en la catedral de Santa María del Fiore. Aquel día sacamos a los Médicis de las garras de los hermanos Pazzi. Fue una bonita batalla. ¡Tendrías que haber visto cómo tu padre cortaba en pedazos al enemigo! Fue el mejor capitán al que he servido, nunca habrá otro como él.

El espíritu de Dragoncino se exaltó.

– Mi madre nunca me había contado eso. Ella siempre calla cuando le hago preguntas. Decidme, vos: mi padre, ¿era grande?, ¿era fuerte?, ¿de dónde venía?

Durante el resto de la noche, Kelus le contó a Dragoncino lo que sabía de Galjero. Cómo había formado una tropa con su propio dinero; cómo había cargado contra las baterías lucanas posicionadas en lo alto de una colina, y su extraño comportamiento el día que desposó a la bella Nuzia Oglieri.

– Todo el mundo decía que estaba enamorado de otra mujer que no era tu madre. Una mujer bella como el sol naciente, misteriosa como la noche. Una extranjera de su país. No sé por qué no se casó con ella. Se dice que él murió por su culpa, pero yo creo que eso es una fábula…

A la luz de la aurora, los hombres de la pequeña tropa se despertaron y ensillaron sus caballos. Kelus se esforzó en convencer a Dragoncino de que volviera a su casa, pero fue en vano. Fortificado con un nuevo orgullo, el niño quería mostrarse digno de su padre.

– La guerra es asunto feo, pequeño -murmuró Kelus en tono de prédica-. Los soldados no son muñecos de romanos a caballo. Si nos sigues, prepárate a sufrir, a conocer el hambre, el miedo y el asco de ti mismo, porque no podrás sobrevivir si muestras misericordia. La mayoría de las veces matarás por la espalda, y cuando veas extinguirse la vida en los ojos de tu enemigo ya nunca más podrás borrar esa imagen de tu memoria. Los fantasmas acompañan a quienes los han matado, debes saberlo, los atormentan y se vengan de mil maneras inimaginables. Si vienes con nosotros, echarás la maldición sobre ti. ¿Comprendes mis palabras?

Dragoncino hizo un gesto afirmativo, aunque ignoraba por completo las verdades que le había revelado Kelus en ese instante. Le dieron una daga y unos guantes demasiado grandes para él, que se deslizaban sin cesar en la punta de sus dedos. Después, el viejo guerrero lo subió a la grupa y, sin mirar atrás, sin ni siquiera pensar en su madre y en todo lo que dejaba atrás, Dragoncino rodeó con sus brazos el talle de Kelus. Por fin se sentía vivo.

Durante dos días, la banda siguió su ruta hacia Genova, donde cinco mil mercenarios aragoneses pagados por los venecianos acababan de desembarcar con la esperanza de cerrarle el paso al rey de Francia. Pero la batalla no se desarrolló por los cauces previstos y los españoles fueron dispersados antes que la banda llegara a unirse a ellos. Recibieron la mala noticia de boca de un posadero, no bien entraban en Liguria.

– Genova va a caer -predijo el hombre-. Sus defensas son más blandas que una pera pasada. Al parecer, los franceses llevan consigo setenta bocas de fuego, una caballería de mil quinientos lanceros y doce mil hombres de infantería… ¡Llegarán hasta Nápoles sin que nadie pueda detenerlos! Todas las ciudades cederán, y Florencia también.

Pese a la impaciencia de Dragoncino, que no veía la hora de entrar en combate, Kelus hizo volver grupas a sus hombres y los llevó a Bolonia, donde tenía noticias de que se estaba reuniendo un ejército de coalición. La primera mañana de octubre, bajo una lluvia espesa que dificultaba la visión a treinta pasos, se encontraron con los exploradores del ejército de Gian Galeazzo Sforza, duque de Milán, aliado de los franceses. El enfrentamiento arrancó sin preparativos y se desarrolló sin piedad. En cuanto entraron en contacto con el enemigo, Dragoncino se deslizó al suelo, se coló debajo del caballo del guerrero que atacaba a Kelus y cortó con tajos secos los corvejones de la bestia. Con un relincho de dolor y sorpresa, el animal se hundió en la hierba húmeda, levantando una lluvia de agua helada. Dragoncino saltó sobre el caballero desmontado, hundió su hoja en una rendija de la armadura y sintió la sangre cálida del hombre derramarse en su piel. Al levantar los ojos, vio que Kelus lo miraba riendo.