– ¡Galjero, eres tan valiente como tu padre! ¡Sigue, muchacho! ¡El combate no está ganado!
Galvanizado, presa de un frenesí inextinguible, el joven repitió su maniobra. Después, cansado de esa artimaña demasiado fácil, desarmó a su segundo muerto y blandió su espada para enfrentarse cara a cara con un milanés. Buscando su presa como un lobo joven en medio de una manada de ciervos, divisó a un soldado que, subido en un tocón, hacía girar un hacha de mango largo. Mondo yacía a sus pies con la cabeza medio arrancada del cuerpo. Dragoncino avanzó sin sentir ningún miedo. El deseo de matar lo animaba y sentía una voluptuosidad feroz, un placer salvaje que decuplicaba sus fuerzas y su habilidad. Evitando con un quiebro el gran hierro del hacha, lanzó una estocada bajo el mentón del hachero, que cayó hacia atrás arrastrándolo consigo, ya que no había soltado la empuñadura de la espada. Cuando se levantó para buscar una nueva víctima, Dragoncino constató que el combate había terminado. El último enemigo acababa de morir. Con el escudo perforado y la espada mellada, Kelus puso pie a tierra y tomó el arnés de un caballo sin dueño. Se acercó al hijo de su antiguo capitán y le tendió la brida.
– Los muertos no necesitan pertrechos, pequeño. Pasa tú primero y toma lo que te haga falta.
Con un cuidado de esteta, Dragoncino se compuso un atuendo de botas altas, calzas de malla y un peto de acero picado de óxido, pero de una hechura adecuada. Las piezas de su armadura eran demasiado grandes, y tuvo que rellenar su camisa y sus calzones con puñados de paja. Las briznas amarillas que sobresalían aquí y allá le daban un aire de espantapájaros que provocó las risas de sus compañeros. Pero Kelus mandó callar las malas lenguas recordándoles que el joven sire Galjero había dado muestras de un coraje excepcional en su primer combate, y que había vengado a su compañero Mondo al abatir de un golpe al verdugo milanés.
Desde aquel día, el avance de la tropa fue retrasado por tres heridos graves que dificultaban la marcha. A mediados de octubre, la compañía llegó a la Romagna, por donde el ejército francés había pasado antes. Una tarde muy ventosa penetraron en el burgo de Mordano, donde no quedaban más que piedras. Lo que allí vieron les hizo maldecir a sus enemigos para la eternidad. Los franceses no habían tenido misericordia con nadie. Las mujeres yacían desnudas en el barro. Los cadáveres de los soldados estaban amontonados sobre las barricadas y servían de pasto a las ratas y a los perros vagabundos. Echados unos contra otros, cuerpos de orondos burgueses desbordaban de un pozo donde los habían arrojado tras desnudarlos y torturarlos para hacerles confesar dónde habían escondido el oro. Kelus no había visto un horror semejante en su vida. Con el rostro descompuesto, ordenó a sus hombres cavar tumbas para sepultar a los muertos, pero era una labor demasiado pesada para una tropa de tan reducido número. Encontraron pez en los almacenes, rociaron los despojos con el combustible y los quemaron entre los muros derruidos de la iglesia.
– ¿Vos creéis que Dios existe? -preguntó Dragoncino a Kelus mientras ambos contemplaban el humo negro de la hoguera, que velaba la luz de la última vidriera del edificio.
– Nunca me he hecho esa pregunta -reconoció el anciano-. Y te aconsejo por tu bien que sigas mi ejemplo. Uno vive mejor sin atontarse con esas cuestiones. Eso te vuelve melancólico, perezoso e inactivo.
Siguieron su camino y atravesaron otros burgos devastados por los franceses. Perdidos en los campos, los supervivientes erraban como sombras. Muchos habían perdido la razón y se cubrían de tierra en las zanjas como bestias en agonía. Los bosques eran entonces guarida de bandas de pobres diablos que lo habían perdido todo y que en pocos días se habían vuelto más salvajes que los osos, más sanguinarios que los buitres. La tropa tuvo que hacer frente al ataque de uno de estos grupos de desesperados, compuesto de antiguos notables, ahora famélicos, y de clérigos transidos de frío. Lo que ocurrió entonces no tuvo nada de combate. Fue algo triste y bárbaro, exento de toda piedad. Los soldados no sufrieron ninguna pérdida.
– Volvamos sobre nuestros pasos -dijo Kelus cuando atravesaban Carrara-. Ni siquiera sé dónde se encuentra nuestro ejército. A decir verdad, ignoro incluso si todavía tenemos ejército. Nadadetodo esto tiene sentido. Los franceses han ganado la partida y no será nuestra pandilla de lisiados la que los detenga. La primera manga de esta guerra está perdida, hay que rendirse a la evidencia. Tomemos el camino de Mantua. El marqués es un viejo enemigo de Carlos VIII.Allí sabrán decirnos qué hacer.
Kelus y sus hombres pasaron por las puertas de Mantua el mismo día en que Florencia, asediada por los franceses, se rendía sin presentar combate, entregada vergonzosamente al invasor por Pedro de Médicis, el muy mediocre hermano del difunto Lorenzo. El tiempo era curiosamente benigno para la estación. Los caminos se deshelaban en un barro pegajoso en el que los caballos se hundían hasta las cuartillas; los carros se enganchaban en las charcas viscosas y se necesitaban horas para desatascarlos. En el cuartel de los lansquenetes, donde los alojaron, Kelus supo que el marqués tenía intención de aguardar la llegada de la primavera para lanzar el ejército contra los franceses.
– ¡Hasta la primavera! -se indignó Dragoncino-. ¿Por qué hemos de esperar?
– Los franceses quieren Nápoles.¡Que les aproveche! Una vez que hayan instalado a su títere en el trono, se verán obligados a dejar fuerzas detrás de sí para protegerlo. Cuando el rey vuelva a París, su ejército será más débil y nosotros lo destruiremos más fácilmente.
Los meses de acuartelamiento en Mantua le dieron a Dragoncino la ocasión de entrenarse en el manejo de la espada como un verdadero mercenario. Kelus y sus hombres le enseñaron todo lo que sabían en materia de artes de la guerra. Durante ese tiempo le enseñó a mantenerse correctamente sobre el caballo; le explicó cómo había que apretar las piernas para hacer retroceder a su montura, obligarla a girar sobre el terreno, incitarla a dar coces a fin de deshacerse de enemigos demasiado persistentes, o encabritarse para hundirle el pecho a un piquero. Nicolo le dio una ballesta y le hizo tirar contra blancos de mimbre hasta desencajarse el hombro. Galmundo le explicó cómo sostener un escudo y usarlo tanto para parar los golpes como para darlos. Cuando los días volvieron a ser más largos que las noches, Dragoncino había ganado peso, se había musculado y sus mandíbulas eran más recias. Había traspasado, en fin, la línea que separa al hombre del niño.
– Cada día te pareces más a tu padre -solía decirle Kelus-. Tienes las mismas cualidades que él. Pero pareces un muchacho más feliz… ¿Te gustan las chicas?
Dragoncino aseguró que no tenía la menor idea y dijo que lo mejor para descubrirlo era probarlo. Por unas moneditas de cobre, compró durante una hora a una joven coima en un lupanar. La pupila no tenía remilgos y le enseñó todo lo que suelen hacer un hombre y una mujer cuando están juntos. Dragoncino salió de la buhardilla con una sonrisa en los labios, feliz de haber descubierto un nuevo apetito, aunque se reprochó su falta de vivacidad por no haberse iniciado antes en estos juegos. Volvió varios días seguidos a visitar a la muchacha, después se cansó de ella. Tomó a Luisa, una morenita, para reemplazarla. Mientras subían a la mansarda donde ella tenía su jergón, la jovenzuela le contó que ella no era de Mantua, sino que acababa de llegar de Florencia, donde había sido cardadora de lana.
– ¿De Florencia? -preguntó al punto Dragoncino-. ¿Has visto a los franceses?
– No se quedaron mucho tiempo, apenas diez días. Y no se portaron mal. Pero en cuanto se fueron, el Médicis fue destituido y huyó. Ahora gobierna un fraile, y es peor que si hubieran arrasado la ciudad.