– ¿Y eso por qué?
– Es un loco que ordena quemar los cuadros y las riquezas en hogueras que montan en las calles. Todo el mundo tiene que vestirse de negro y hacer penitencia. Está prohibido jugar a los dados, beber, cantar, llevar trenzas postizas en el pelo y anillos en los dedos. Los niños se encargan de hacer de policías. Denuncian a sus padres si esconden joyas o libros profanos. Yo he preferido marcharme antes que vivir en esa ciudad donde hay que poner cara de cuaresma para que no te apaleen en las calles.
– ¿Cómo dices que se llama ese fraile?
– Savonarola. Pero no quiero hablar más de eso. Eres muy guapo y tengo ganas de sentir tus manos sobre mí. ¡Ven!
Dragoncino comenzaba a encapricharse de Luisa cuando el duque de Mantua mandó reunir el ejército de la Liga de Venecia para atacar a los franceses, de regreso de Nápoles.
– Buenas noticias, pequeño -dijo Kelus, sonriente-. Las fuerzas enemigas están mermadas y fatigadas. Se cuenta que su rey sufre viruela y que apenas se tiene sobre su montura. Los franceses harán cualquier cosa para evitar la batalla, pero los obligaremos cortándoles el paso hacia Parma, a la salida de los Apeninos. Cuídate cuando entres en combate. Intentaremos mantenernos agrupados, pero si nos separa un ataque, cada uno tendrá que velar por su pellejo.
El ejército de la Liga hizo un alto a orillas de un torrente cuyas aguas estaban lo bastante bajas para ser atravesadas por hombres a pie, y se instaló a poca altura en la ladera de un cerro. Durante dos días, las fuerzas de la coalición esperaron al enemigo. Por fin, la mañana del tercer día, el emisario francés Philippe de Commynes se adelantó para negociar el derecho de paso sin combatir, pero el marqués no cedió. Ordenó el despliegue de sus tropas y las dividió en dos alas para atacar simultáneamente la vanguardia y la retaguardia. Los hombres de Kelus atravesaron el río con una gran partida de mercenarios españoles, y avanzaron contra el enemigo sin encontrar resistencia. En unos minutos, los soldados de fortuna deshicieron una delgada hilera de guardias y se lanzaron sobre los carros de avituallamiento, que se apresuraron a saquear. Kelus, que encabezaba el ataque, desmontó y saltó sobre un furgón para arramblar con unos cofres llenos de vajilla de oro grabados con la flor de lis. Era una ganga inesperada. Por su parte, Dragoncino se apoderó de pesadas colgaduras y sedas de Oriente, que sus camaradas se probaban entre risas. Tras dar la vuelta alrededor de los carros, se disponía a reunir la tropa y continuar el asalto. Demasiado tarde. En formación, y liderados por su soberano en persona, los jinetes franceses cargaron sobre ellos a galope tendido. El choque fue terrible. Sorprendidos en plena euforia y creyéndose a salvo, fueron pocos los que llegaron a sacar las espadas para defenderse. Dragoncino vio a Kelus saltar a su caballo y huir como un vulgar ladrón de gallinas, con sus amigos Nicolo y Galmundo a la zaga.
La sangre furiosa de Galjero que corría por sus venas impedía huir al joven. Rabioso, espoleó su montura y se lanzó directamente contra un grupo de enemigos que se encarnizaba despedazando a un grupito de peones arracimados en torno al estandarte de Aragón. Conduciendo su montura con los muslos, Dragoncino soltó las riendas y agarró al paso una espada tirada en el suelo, y, volteando las dos hojas alrededor de su cabeza como las aspas de un molino, se abrió camino hasta un poderoso caballo de batalla tordo cuyo jinete tenía una alabarda de hierro labrado. Dragoncino propinó una serie de golpes violentos en el yelmo de su adversario y lo obligó a volverse hacia él. El combatiente, sin duda, era un gran señor: su armadura, forjada del mejor acero, estaba finamente cincelada con complicados adornos. Había perdido su escudo y no tenía más que el mango de hierro de su larga pica para oponerse a las dos espadas de Galjero. Dragoncino se veía ya victorioso y redoblaba los esfuerzos y la celeridad cuando, de repente, su caballo perdió el equilibrio. No pudo retenerlo, cayó pesadamente y quedó aprisionado bajo la masa del animal. Mientras se protegía como podía en medio de una pelea frenética, cegado por el polvo y la grava, sintió que una pezuña golpeaba violentamente su cabeza y no llegó a saber que el rey de Francia acababa de ser salvado por sus vasallos y alejado del combate.
Dragoncino no permaneció inconsciente mucho tiempo. Cuando abrió los ojos, la batalla estaba perdida. No se veía a un solo combatiente en el horizonte. Pese a su escaso número, los franceses habían logrado escapar de la trampa tendida por el marqués de Mantua. El ejército de la Liga de Venecia, derrotado, se replegaba en desorden hacia Parma, con los galvanizados extranjeros pisándoles los talones. Maltrecho, el joven se tentó los costados y la cabeza. Era fuerte; no se había roto ningún hueso. A fuerza de tirones, logró salir de debajo del caballo con una violenta sacudida de la zona lumbar.
– ¡Fuerte como Hércules! Ya te lo dije una vez… ¿Te acuerdas, Dragoncino?
El toro rojo
Allí estaba ella, ante él, idéntica en todo al recuerdo que había conservado. Erguida con dignidad sobre un palafrén de larga crin, la amazona no había cambiado nada desde el día en que había salvado a Dragoncino del veneno de las serpientes. Su rostro y su figura eran igual de juveniles, igual de seductores.
– ¿Sois amiga o enemiga? -espetó el joven, todavía ardiendo con la fiebre de la batalla.
– Mi nombre es Laüme -contestó la muchacha con aire divertido-. Y creo que soy una amiga… Sí, una especie de amiga de tu familia.
– ¿Mi familia? Sois una enviada de mi madre, ¿no es eso? Pues perdéis el tiempo. Podéis decirle que nunca volveré con ella.
Divertida por los gestos rabiosos de Dragoncino, Laüme estalló en una carcajada.
– Te equivocas -dijo-. No es Nuzia quien me ha enviado. Estoy aquí por ti, para ayudarte, para enseñarte cosas y hacerte rico y poderoso… mucho más poderoso que tu padre, pero un poco menos de lo que lo será tu hijo. Por ahora, es suficiente. Toma un caballo y sígueme, ya hablaremos más tarde.
Y Laüme, sin esperar más, espoleó a su animal y salió al galope.
Con el corazón palpitante, el segundo de los Galjero corrió hacia un caballo que vagaba suelto y subió a la silla. En las colinas cercanas se dibujaban las siluetas de franceses armados, que salían de los bosques y descendían por las laderas para enterrar a sus muertos. Laüme condujo a su compañero hacia el sur hasta la caída de la noche. Atravesaron paisajes de landa polvorienta y otros con más vegetación, siguieron el curso de ríos y cruzaron puentes de piedras amarillas puestos bajo la protección de santos adornados con cintas. Alanochecer, acamparon en un bosque alejado de lugares habitados. Dragoncino recogió leña seca para hacer una hoguera, pero Laüme sacó de sus alforjas una frasca de vino y un trozo de carne seca que comieron a mordiscos.
Todavía un poco aturdido por el formidable golpe de pezuña recibido en la batalla, y achispado por el chianti que había bebido, el segundo de los Galjero creía estar soñando. Incluso le asaltó la idea de que había muerto y que su alma se encontraba ahora en tránsito hacia un paraíso desconocido, guiado por un ángel rubio con cuerpo de mujer. Avanzó su mano hacia Laüme, la rodeó por el talle y la apretó contra sí. Tenía hambre de ella y sentía que ella también tenía hambre de él. Sus manos hicieron saltar las costuras de su vestido y dejaron al descubierto sus senos blancos como la leche. Tendidos sobre las hojas secas que cubrían el suelo, aquella noche gritaron mucho más fuerte que las bestias salvajes que poblaban el bosque.
– ¿Adondeme llevas? -preguntó Dragoncino cuando reemprendieron la marcha.
– ARoma. En la corte del papa Borgia te esperan honores y riquezas.
Cuando llegaron a menos de cinco leguas de Florencia, Dragoncino detuvo su caballo en una altura e hizo visera con una mano sobre los ojos para protegerlos del sol.