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– Desde aquí se ve la casa de tu madre -comentó su compañera-. Es eso lo que miras, ¿verdad?

Un poco avergonzado, Dragoncino asintió con la cabeza.

– Desde que te escapaste, Nuzia se puso enferma. Se encuentra a un paso de la muerte. ¿Quieres que yo cambie eso?

– ¿Cómo podrías hacerlo?

– Sólo por tu voluntad, porque una vida no puede salvarse si no es a cambio de otra vida.

– ¿Qué quieres decir? ¿Me estás pidiendo mi existencia a cambio de la salud de mi madre?

Laüme sonrió.

– Yo estoy unida a tu sangre. Si ella se acaba, yo desapareceré. ¿Aún no lo has comprendido?

– Entonces, ¿qué?

– Te pido un sacrificio para mantener a Nuzia entre los vivos y mostrarle de nuevo el camino de la luz. Ella aún es joven. Y su belleza puede renacer. Ella te ha dado la vida y te ha alimentado. Tú y yo se lo debemos, después de todo, ¿no te parece?

– Mi madre y yo no nos queremos.

– ¿Tienes miedo a pasar por la prueba?

La expresión de Dragoncino se hizo sombría.

– ¡Habla! ¿Qué quieres que haga?

– La sangre transporta los misterios y las impurezas del alma. Encuentra una sangre desprovista de misterio. Una sangre pura como el rocío. Ésta es la prueba que te impongo. Aquí y ahora: espero que demuestres tu hombría, o te dejaré para siempre.

– ¡No!

Con los ojos desorbitados y el corazón a punto de estallar, Dragoncino espoleó su caballo y tomó el camino de una choza que conocía, no lejos de allí. Era el chamizo de un villano que trabajaba en los campos propiedad de Nuzia. Elhombre era conocido por infligirle un nuevo mocoso cada nueve meses a su extenuada mujer. Dragoncino sabía por instinto que allí encontraría lo que Laüme reclamaba. Tal como esperaba, encontró a la matrona dando el pecho, rodeada de una decena de niños chillones y a cual más sucio. Al ver llegar a galope tendido a un caballero con el yelmo bajado, la mujer se asustó y corrió a esconderse fuera de la casa, en un agujero cubierto por una pesada trampilla, pero Dragoncino la atrapó antes de que ella pudiera deslizarse dentro y la estranguló ante los ojos de sus hijos. Los tres mayores, blandiendo palos y piedras, se abalanzaron sobre el agresor y le golpearon tan fuerte como pudieron, pero Galjero sacó su arma, y los mató con tanta ferocidad como si se hubiera tratado de hombres adultos. Enseguida entró en la choza y sacó a dos niñas pequeñas de debajo de un camastro donde se habían refugiado. A una de ellas la juzgó demasiado mayor y la pasó por el filo de la espada; después, golpeó la cabeza de la otra contra la esquina de una mesa para atontarla y tener tiempo de dar cuenta de los supervivientes. Pero el resto de la prole ya se había dispersado, y no quiso perder tiempo en perseguirlos. Metió a la niña inconsciente en un saco, agarró también a un bebé que berreaba en el suelo y regresó junto a Laüme. Los pulmones le ardían y su ánimo estaba exaltado por la fácil masacre que había cometido. Desde que Kelus le había aconsejado que no se agobiara con cuestiones metafísicas, Dragoncino había reducido a la nada todo su catecismo. ¿Qué le importaba haber asesinado a unos inocentes si ése era el precio a pagar por conservar a Laüme a su lado? ¿Acaso no morían mujeres y niños todos los días a manos de la soldadesca? ¿Y de la peste? ¿Y de la lepra? ¿No eliminaban con indiferencia a viejos y niños, a santos y criminales? Entonces ¿para qué hacer penitencia? Dragoncino depositó sus presas a los pies de su amante, cuyo rostro se iluminó.

– ¡Qué buenos regalos me traes! En otros tiempos, tu padre me hacía ofrendas similares, pero desde entonces no he vuelto a recibirlas.

– ¿Mi padre?

– Más tarde. Te lo contaré más tarde.

Como una ogresa embriagada por la carne fresca, Laüme se acercó a los niños. No bebió su sangre, sino que se la frotó como si fuera un ungüento. Dragoncino la ayudó a desnudarse y extendió con sus manos el espeso líquido sobre el cuerpo grácil de la muchacha. Él también se desnudó para pegarse a ella, el sexo enhiesto. Enervados por el olor metálico que se elevaba de los charcos rojizos, los caballos piafaban y relinchaban, tirando de sus bridas para huir de aquel escenario de locura y de muerte.

Cuando hubieron terminado de darse placer, Dragoncino y Laüme saltaron a la corriente fresca de un riachuelo y se lavaron a conciencia mientras repetían los besos y las caricias. Después, se tumbaron juntos sobre una piedra plana para secarse al sol. Una mariposa de colores vino a posarse en el muslo de Laüme, y una libélula en el hombro de Dragoncino.

– Ya lo ves, las criaturas del bosque nos aman -dijo la muchacha riendo-. Saben que no hay pecado en nuestros actos.

– Sin embargo, somos unos asesinos -dijo Dragoncino, sin una sombra de remordimiento en la voz.

– No. Somos fuertes y tomamos lo que necesitamos. Esa es la única ley que cuenta. Todas las demás no son más que patrañas, buenas para los ignorantes y para los cobardes.

Regresaron junto a sus monturas para sacar ropas nuevas de sus alforjas. Dragoncino, como si fuera su paje, vistió a Laüme y peinó sus cabellos con un moño bajo la luz declinante del sol. Después, enterró los restos de los niños cerca de un hormiguero bullente. Por fin, al crepúsculo, los amantes salieron del bosque cogidos de la mano y guiando a sus caballos por la brida hasta los dominios de Nuzia. Laüme canturreaba una alborada occitana, que el joven Galjero repetía con torpeza, sin comprenderla.

Bel dos companh, tan soi en ric sojorn

Qu'eu no volgra mais fos alba ni jorn

Car la gensor que anc nasques de maire

tenc e abras, per qu'eu non prezi gaire

Lo fol gelos ni l'alba… [2]

Cuando llegaron cerca del castillo, sólo vieron una débil luz en una ventana. Dragoncino ató los caballos en las cuadras desiertas y penetró en la casa sin encontrar a nadie. Laüme le siguió en silencio por los corredores fríos, sin color, pobremente iluminados, hasta la puerta de la cámara de Nuzia.

Ella estaba tendida sobre una cama estrecha, en una pieza oscura, casi vacía. Un sacerdote la velaba, con una Biblia acartonada apretada contra el pecho. Cuando los vio, Nuzia se incorporó gimiendo, agitando los brazos para indicar que no quería que se acercasen. El cura se levantó a su vez y se interpuso en su camino. Dragoncino lo conocía bien: era el padre Mariani, confesor y director espiritual de Nuzia, un hombre que siempre la había impelido a ser más dura consigo misma y con los demás. Llevaba alrededor de la muñeca una correa atada a un corto látigo de cuero con plomo.

– ¡Dragoncino, hijo indigno! -exclamó, blandiendo el libro ante él como un escudo-. ¡Vienes a profanar los últimos instantes de tu progenitura! ¿Cómo te atreves? ¡Márchate a Florencia! ¡Ve a arrodillarte a los pies de Savonarola y a suplicarle que perdone tus pecados! ¡Ve a hacer penitencia! ¡Vete!

Dragoncino no perdió el tiempo en palabras: sacó su daga y atravesó el corazón del viejo loco sin la menor vacilación. Horrorizada, Nuzia se llevó las manos a las mejillas y profirió un grito estridente. Laüme se inclinó hacia ella para sujetarla por las muñecas, porque estaba empezando a arañarse con las uñas su propio rostro hasta hacerse sangre.

– ¡Nuzia! ¡Escucha mis palabras! -dijo ella-. He sido injusta contigo. Te he dejado sola demasiado tiempo. Siento que eres una buena chica, Nuzia. Voy a devolverte parte de lo que te quité.

Con mil precauciones, como si estuviera cuidando a una frágil criatura, Laüme retiró el crucifijo que colgaba sobre el pecho huesudo de la mujer y lo reemplazó por un delgado collar que había sacado de los largos pliegues de su manga. Al extremo de la cadena de plata colgaba una piedra redonda del color de la hierba. Nuzia cerró los ojos y se distendió enseguida, como calmada por una droga poderosa. Sus miembros se aflojaron y dejó de gritar. Laüme le quitó el gorro de lino que llevaba y descubrió que se había rapado el cabello; una pelusa rala de pelo gris le cubría el cráneo.