– ¿Qué vamos a hacer con ella? -preguntó Dragoncino-. Lo más sensato sería poner fin a sus sufrimientos.
– ¡No! -se opuso Laüme-. Puedo hacer que recupere la razón. He tomado la fuerza suficiente de la sangre de los niños.
Laüme se tendió al lado de Nuzia y la acunó largo rato, como una madre mima a su hijo para disipar las sombras de la noche después de una pesadilla. Nuzia parecía a punto de quedarse dormida. Sus labios se entreabrieron, su nuca se relajó y sus dedos se distendieron. Laüme le murmuraba palabras suaves al oído, de las cuales Dragoncino no entendía nada. Tal vez aquello fuera un cántico, tal vez una plegaria o un poema. O quizá no era más que un idioma sin pies ni cabeza.
El día moría lentamente en la habitación a través de los postigos de madera. Tendido en el suelo, al lado del cadáver del padre Mariani, Dragoncino también se durmió. Cuando despertó, su madre le miraba y le sonreía con ternura. Gruesas lágrimas de alegría rodaban por sus mejillas y apretaba con fuerza la mano de Laüme.
– ¡Me he portado tan mal contigo! -dijo con voz ronca-. Ahora ya eres un hombre, y yo estoy orgullosa, muy orgullosa.
Dragoncino no sabía qué hacer; ni siquiera sabía qué sentir.
– He matado a hombres, madre -empezó-. Y a niños también…
– Lo sé -respondió ella tendiéndole los brazos-. Pero eso no importa. Ven a mi lado.
Más temeroso de estrechar a su madre en sus brazos que a enfrentarse al enemigo en el campo de batalla, Dragoncino se obligó a dar los tres pasos que lo separaban de ella. Un rayo de sol cayó de pronto sobre el rostro de Nuzia, y él creyó estar soñando. Jamás la había visto tan lozana. Sus rasgos habían perdido toda expresión de dureza, de tormento. Hasta sus arrugas parecían menos profundas. Sus cabellos, más abundantes que la víspera, eran también más negros, más fuertes y brillantes. Le dio un abrazo, con el corazón turbado y feliz, avergonzado y sereno a la vez.
Los amantes permanecieron en el castillo dos días más para cuidar de Nuzia. Laüme la hacía comer y la distraía inventando fábulas o canturreando alguna carola. Dragoncino arrojó el cuerpo del padre Mariani a la fosa del estiércol y convocó a los domésticos y a los siervos a los que Nuzia había despedido cuando, tras la desaparición de su hijo, se había entregado por entero a la mortificación.
– ¡El trabajo se reanuda en el dominio Galjero! -gritó por las aldeas y burgos de los alrededores-. ¡Si las cosas se hacen mal, me rendiréis cuentas a mí!
La tercera mañana después de su llegada, los amantes decidieron continuar el camino hacia Roma. Nuzia ya podía caminar. En la escalera de entrada, tomó a Laüme del brazo.
– Sé quién eres -le dijo-. Siempre lo he sabido. Te he odiado mucho tiempo, es cierto, y he planeado tu muerte. Pero entonces yo era una ignorante y estaba celosa, encerrada en mi desdicha como en un ataúd de plomo. Tú, que todo lo puedes, ¿me perdonarás algún día?
Por toda respuesta, Laüme sonrió con gran dulzura. Una vez a caballo, prometió cuidar de Dragoncino y hacer que accediera a los más altos honores.
– No te quites la piedra que te puse al cuello -dijo-. Hará venir a un hombre que te amará y que te dará lo que querías recibir de Galjero. Juntos seréis felices…
Antes de ir a Roma, los viajeros hicieron un alto en el palazzo degli Specchi, donde Laüme quería recoger las joyas y algunas fruslerías. Era la primera vez que Dragoncino se internaba en las calles de la villa. Los raros momentos en los que evocaban la ciudad, tanto su madre como la vieja tía Isola Giorni y el cura Mariani pintaban un retrato digno de Sodoma y Gomorra. Sin embargo, el joven pensó que bajo el gobierno de Savonarola sí que parecía un lugar como para salir huyendo: la atmósfera era pesada, y los pocos paseantes mantenían los ojos fijos en el suelo. Laüme señaló con el dedo pilas de leña quemada con trozos de lienzos de pintura resecos y encuadernaciones de libros ennegrecidas como el carbón.
– Desde la partida de los Médicis, Florencia persigue la belleza. Todo lo que alegra los ojos y produce placer es declarado maldito y destruido. Esto sólo durará algún tiempo, pero prefiero que salgamos para Roma. Me ahoga respirar el mismo aire que los frailes.
En una calle situada a orillas del Arno, ataron sus caballos a la anilla de un mojón de piedra y entraron en una casa patricia.
– ¿Es tu casa? -preguntó Dragoncino.
– No, pertenece a un amigo.
Laüme no tuvo necesidad de hacerse anunciar para ser recibida con suma consideración. Los domésticos parecían conocerla y la acompañaron enseguida ante el señor del lugar. En un vasto jardín con vistas al río, dos ancianos conversaban sentados en un banco. Al ver a Laüme, dieron muestras de gran alegría e interrumpieron al instante su conversación. El más viejo, calvo, con una estola de marta cebellina al cuello para protegerse del viento, era Cristoforo Landino, el antiguo preceptor de Lorenzo de Médicis. El otro, apenas más joven, era Marsilio Ficino, el traductor de obras de Platón, Porfirio, Sinesio y Hermes Trismegisto.
– ¡Alegría y felicidad! -exclamó Ficino elevando los brazos al cielo-. ¡Las nubes se han abierto, y de los vapores del Olimpo surge la bella Laüme! ¿Qué noticias nos traes de las esferas celestiales, ángel del céfiro?
Laüme hizo una profunda reverencia ante los dos carcamales y estalló en una alegra carcajada mientras daba una vuelta sobre sí misma, mostrando sus finos tobillos.
– El Olimpo declara que sois dos viejos insensatos por quedaros aquí. He venido para llevaros a Roma. Me marcho hoy mismo, acompañada por este joven caballero que no osa adelantarse.
Landino y Ficino le echaron una ojeada celosa a Dragoncino, quien se mantenía inmóvil, con los brazos cruzados, a la sombra de una higuera.
– ¿A Roma? -dijo Ficino, carraspeando-. ¿Has perdido el seso? ¿A nuestra edad? El camino es largo, y ¿cómo vamos a transportar nuestros manuscritos y nuestras bibliotecas sin que detengan nuestros carros a las puertas de la villa? Lo quemarían todo, bien lo sabes.
– Distraer la atención de los guardianes no es una quimera -contestó Laüme tranquilamente, mientras desgranaba un racimo de uvas que había tomado de una copa de estaño.
– Sí, puede ser… Cristoforo y yo sabemos que tú serías capaz. Pero ambos tememos el viaje. No. Decididamente, preferimos quedarnos.
– Nuestra vida está en Florencia, Laüme -añadió Landino-. Nuestros recuerdos duermen al abrigo de estas murallas. Los viejos necesitan recuerdos, es un alimento del que no pueden prescindir. Agradecemos tu proposición en lo que vale, pero debemos declinarla.
– ¿Cuánto tiempo aún podréis escapar a la locura de destrucción que azota este lugar? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que los esbirros de Savonarola fuercen la puerta de vuestras casas y se apoderen de vuestros preciosos textos de filosofía para destruirlos en la hoguera de las vanidades?
Ficino y Landino se retorcieron las manos arrugadas sin saber qué contestar. Sin la protección de los Médicis, ellos, que se contaban entre los hombres más eruditos de su época, eran tan vulnerables como unos niños.
– No se atreverán… -aventuró con timidez Ficino.
– Savonarola ha pervertido el corazón y el espíritu de Pico della Mirandola, que ha muerto implorándole perdón. Desde que, temblando por su alma, Boticelli escucha sus sermones, ya no se atreve a pintar un cuerpo de mujer. Ha quemado él mismo todos los desnudos de su taller. ¡No lo olvidéis! ¡Esa víbora de Savonarola lo puede todo! El día en que se acuerde de vuestros nombres, pondrá el fuego de la antorcha sobre tus traducciones y tus comentarios a los maestros paganos, Marsilio.
Como bajo el efecto de un golpe, el viejo filósofo se encogió un poco más y retrocedió hasta el banco, donde se sentó y masculló algunas palabras antes de quedarse en silencio.