Выбрать главу

– Adonde quiera que vayáis, os escoltaremos para que nadie ose molestar a vuestra señoría -dijo, después de algunos rodeos con torpes cumplidos.

Laüme y Dragoncino llegaron así, bajo la mirada asombrada de los escasos transeúntes, al palazzo degli Specchi. Laüme puso algunas cosas en un gran saco de cuero, mientras que Dragoncino la esperaba fuera. Los amantes dejaron Florencia por la puerta de San Giorgio cuando sonaba la sexta, la hora canónica de mediodía. Por el camino de Arezzo y de Viterbo, llegaron a Roma en cinco días.

– ¿A qué juego vamos a jugar ahora? -preguntó Dragoncino cuando llegaron a la vista de las siete colinas.

– Es una sorpresa -contestó Laüme acariciando el cuello de su caballo-. Pero hay mucho que hacer, y te prometo que vamos a divertirnos como nunca.

«Un toro de gules en campo de oro sobre bordura de sinople y ocho brezos de oro.» Tal era la lectura heráldica de las armas de la casa Borgia. Nacido en España poco más de sesenta años antes, Rodrigo de Borja, el papa Alejandro VI, había italianizado su nombre y sus costumbres mucho tiempo atrás. Lujurioso, amante del dinero y los placeres por encima de todo, había gastado una fortuna para comprar su elección a la silla de San Pedro, dinero que recuperaba muy ventajosamente al conceder sus indulgencias a precios exorbitados. Fino político, hipócrita, a todas luces carente de escrúpulos, había reprimido con brío una revuelta de la curia dirigida por el cardenal Della Rovere, hombre próximo a Savonarola. De temperamento sanguíneo, menos letrado que Pío II pero también versado en literatura cortesana, era padre de cuatro bastardos, entre ellos una hija. Los dos mayores eran remilgados e insulsos; los dos menores, bellos y voluptuosos.

– Conozco un poco a César, el benjamín de los hijos del Papa -dijo Laüme-. Nos vimos muchas veces en Florencia. Es apenas mayor que tú, pero ya ha sido consagrado cardenal. Empezaremos por colocarnos detrás de su estela. Ha abandonado hoy mismo su cargo, pero es astuto y ambicioso. Estáis hechos para entenderos.

A sus veintiún años, César Borgia tenía perfil de águila y unos iris de un negro insondable. Su elevada estatura, su nariz recta y su corta y cuidada barba hubieran hecho de él un hombre atractivo para las mujeres incluso aunque no hubiera tenido la fortuna de nacer Borgia. Cuando supo que Laüme acababa de franquear las puertas de la villa, la hizo llevar a su mansión del barrio de Borgo, a orillas del Tíber, a dos pasos de la basílica de San Pedro. Dragoncino no había visto en su vida un palacio tan vasto, tan suntuosamente decorado con estatuas de mármol y frescos de vivos colores. César Borgia ofreció a sus visitantes hospitalidad por tiempo ilimitado.

– Vuestra inspiración ha sido acertada, dama Laüme -le dijo en su primera entrevista-. Florencia ya no es un lugar para vos. Mientras sigan reinando los fanáticos, gozaréis de mi protección y de la de mi padre. Aquí podréis llevar la vida que os plazca.

Laüme le dio las gracias y, en su compañía, se retiró detrás de unas colgaduras; Galjero escuchó poco después sus risas ahogadas. Mientras sentía crecer en su interior una oleada de cólera, una muchacha muy joven surgió de repente a su espalda y lo tomó del brazo.

– Yo soy Lucrecia -le dijo sin cumplidos-, la hermana de César. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

– Dragoncino. Dragoncino Galjero.

– Es un nombre extraño, pero me gusta. ¿Te gustaría besarme?

Lucrecia estaba fresca, envuelta en un perfume de gardenias embriagador. Sus cabellos rubios brillaban como gráciles virutas alrededor de su rostro risueño salpicado de pecas. Dragoncino se inclinó sobre sus bellos labios entreabiertos.

– ¡Ven! -dijo ella, después de que hubieran mezclado sus lenguas-. Vamos a ver de qué se ríen mi hermano y tu mujer.

Lucrecia apartó el velo que tapaba la alcoba, metió la cabeza en la habitación y lanzó una exclamación de júbilo. Dragoncino apartó la cortina más ampliamente.

César tenía los calzones bajados y penetraba a Laüme, que estaba medio tendida sobre un banco. Con el vestido subido hasta la cintura, los ojos erráticos, la muchacha se mordía el puño para sofocar sus suspiros de placer. Dragoncino sintió que el corazón le estallaba en el pecho. Una mezcla de celos y de fascinación por la escena le poseía y desgarraba sus entrañas. Lucrecia surgió detrás de él y entró en la alcoba dando saltitos. Murmurando tonterías, la joven Borgia desanudó los últimos lazos del corpiño de Laüme; después, se apoderó de los bellos senos medio desnudos y los masajeó sabiamente para hacer enrojecer los pezones y endurecerlos aún más. Enardecido por esta visión, gruñendo y babeando como un jabalí, César aumentó la cadencia de sus embestidas. Levantó más arriba los muslos de Laüme y se hundió en ella, cada vez más rápido y más hondo. Dragoncino no resistió más. Avanzó hacia Lucrecia, que acababa de desabrocharse el vestido revelando su cuerpo de bejuco henchido de savia.

En los meses que siguieron, los cuatro repitieron a menudo estas diversiones. A veces, otros se unían a ellos, hombres y mujeres elegidos por su nobleza y su bella apariencia, patricios de la corte del Papa o diplomáticos extranjeros. Dragoncino compartía a

Laüme sin más reservas. Le producía placer ver que se entregaba como una ramera a otros hombres. Le gustaba y ya no le daba miedo, porque ella siempre volvía a él, incluso después de haber pasado la noche con César y sus gentiles amigos, cuando él no había sido invitado a la orgía. Ella se tendía a su lado, húmeda del semen de extraños, pero tierna y envolvente. Él era el único a quien le decía palabras de amor cuando se enlazaban y, sobre todo, el único a quien murmuraba promesas y secretos.

– Haré de ti un gran señor -le juraba-. Más poderoso que los Borgia. Y a tu hijo… Para empezar, pondré sobre tu frente la corona de hierro de los antiguos reyes lombardos; después, te convertiré en papa y emperador a la vez. ¡Mejor aún! Tu familia, Galjero, manejará las dos espadas, la del poder espiritual y la del temporal, como tú mismo empuñaste dos espadas contra el rey de Francia en el campo de batalla.

Entonces Laüme deslizaba dentro de sí el sexo enhiesto de su amante, y los ojos de Dragoncino brillaban como estrellas.

Algunos meses después de su llegada a Roma, César le pidió a Laüme un filtro capaz de poner fin a la vida de Giovanni, su hermano mayor, a cuyos cargos y honores aspiraba. Una vez cumplido este servicio, Laüme pidió a cambio un elevado tributo en gemas y un palacete en el Aventino cuya elegante arquitectura le gustaba. Más que encantado de haber encontrado una envenenadora de talento, César satisfizo todas sus demandas.

– ¿Podrías encargarte también del marido de Lucrecia? -le preguntó César poco tiempo después de que su hermana se casara con Alfonso de Aragón-. Ella no lo ama en absoluto y desea recuperar su libertad.

– Nada más fácil -aseguró Laüme-. Que tu hermana me traiga un solo cabello de ese hombre. No necesito más para darle muerte.

– ¿Qué retribución deseas esta vez? ¿Más joyas? ¿Oro?

– Quiero que tomes a Dragoncino como capitán de tu guardia. Pronto vas a liderar batallas, ¿no es así? Galjero se aburre, y nada le gusta más que cabalgar y cortar cabezas. Es un buen soldado. No te arrepentirás de tomarlo.

Borgia sonrió y acarició un instante la mejilla de Laüme.

– ¿Así que sabes que parto a la guerra? ¿Quién te lo ha dicho? Es un secreto que pocos conocen.

– Nadie te ha traicionado, Borgia. Para mí es fácil adivinar tus intenciones. Dejo a menudo que te derrames en mí, lo cual me permite conocerte bien… Lo que ignoro todavía es el nombre de la presa que has elegido.