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– Para empezar, será la villa de Forli, en la Romagna. Está gobernada por una Sforza, una harpía que no merece el poder. En cuanto a Dragoncino, es cosa hecha; vendrá a mi lado cuando emprendamos la marcha.

Apenas cinco días después de que Lucrecia le cortara a Alfonso de Aragón una mecha de su abundante cabellera mientras éste dormía, una capa de podredumbre, que ningún boticario pudo eliminar, vino a cubrir la piel del desgraciado esposo. Una semana después, cosían la mortaja sobre su cuerpo descompuesto. A cambio, y en cumplimiento de la promesa hecha, César confirió un grado a Galjero y lo admitió en su estado mayor. A principios de la primavera, entró en la Romagna encabezando un ejército de mercenarios. Para el solsticio de verano, Forli, Ferrara, Módena y Parma habían caído, y el estandarte con el toro rojo de los Borgia lucía con orgullo en la fachada del ayuntamiento. Con las primeras lluvias del otoño, Borgia reinaba de hecho sobre media provincia. Dragoncino Galjero le había conseguido en dos ocasiones victorias decisivas.

– Laüme sabía lo que hacía al recomendarte a mí -dijo César a su capitán una noche que estaban en la tienda examinando unos mapas dibujados por Leonardo da Vinci-. Eres un estupendo galán con las mujeres, es cierto, pero tus verdaderos talentos son los militares, sin duda. Mantente fiel a mi causa y pondremos en jaque al rey de Francia. ¡El Louvre será nuestra residencia! ¡Qué banquetes nos daremos!

– Antes de eso, tendremos que asegurarnos algunos feudos -moderó Dragoncino-. Nuestras conquistas nos granjean no pocas enemistades. Los pequeños señores intrigan contra nosotros.

– Que los gorriones se alíen con los pardillos. Eso no impedirá que el buitre los despedace a todos.

El hielo precoz de finales de octubre puso fin provisionalmente a las maniobras militares. Borgia y Dragoncino regresaron a Roma tras dejar las plazas fuertes en manos de hombres de confianza. Prevenido por un mensajero, Laüme acudió a su encuentro en la llanura, indiferente a la nieve que había empezado a caer tan copiosa como en las montañas de Valaquia. Con un pequeño halcón en la muñeca, envuelta en una gran capa que caía suavemente sobre la grupa de su caballo, galopó hasta los dos hombres y regresó a la ciudad con ellos, que estaban muy animados con sus historias de batallas y de sangre derramada.

– Hemos arrojado a la vieja Sforza de Forli al fondo de su propia cárcel -dijo Borgia, divertido-. ¡Que reviente!

– Y hemos pasado a cuchillo a todos los nobles de Parma -añadió Dragoncino-. ¡Ahora hay sitio para la nueva generación!

Laüme aplaudió estas noticias. Aquella misma noche, ordenó dar un magnífico banquete para sus héroes, en compañía de Lucrecia y de algunos gentilhombres escogidos. El servicio estaba cubierto por una cohorte de criadas en uniforme de lansquenetes en los que largas aberturas sabiamente dispuestas permitían apreciar el perfil de sus senos y las redondeces de sus nalgas. El sonido de las copas al chocar y de los cuerpos al unirse resonó en el palacio de Laüme hasta la aurora. Durante el invierno se organizaron diversiones cada vez más suntuosas.

Laüme se había agregado al ingeniero Da Vinci, que servía de ordinario de arquitecto militar y topógrafo para César. Durante los meses fríos en los que no podía recorrer las provincias para designar mapas útiles para la guerra, Leonardo imaginaba los mecanismos más complicados para superar en audacia y refinamiento a su rival, Brunelleschi. Empezó por rediseñar por completo los jardines del palacio, donde hizo construir inmensos aviarios y varias extravagancias, y mezcló superficies de agua hirviendo con fontanas que lanzaban agua de colores. Para el baile celebrado con ocasión del plenilunio de diciembre, imaginó engranajes que movían siete enormes bolas huecas que giraban unas alrededor de otras, a imagen de los planetas en el cielo. El trono en el que se sentaba la anfitriona constituía el eje del ingenio. Cada vez que una esfera entraba en su órbita más cercana, un personaje caracterizado surgía de su interior para cubrir de flores a Laüme y besar su bonita boca.

La noche en que se celebraba el nacimiento de Cristo, se representó una gigantesca pantomima en la que cada cual interpretaba a un dios o diosa del Olimpo. Disfrazada de Ceres, Lucrecia recorría las salas en un carro tirado por caballos cubiertos con caparazones que adquirían la apariencia de dragones. Protegido por su guardián, Dragoncino vestía la túnica de Orfeo y encantaba a bestias salvajes auténticas, tigres y leones capturados en la India o en África. Unas ninfas ataviadas con togas sutiles sufrieron los asaltos de una tropa de sátiros cornudos, hasta que César Borgia, disfrazado de Hércules, puso en fuga a los monstruos y recibió el ardiente homenaje de las rescatadas. Unos figurantes, revestidos por una especie de escayola, ocupaban en los nichos el lugar habitual de las estatuas. Inmóviles, declamaban sin cesar versos de Petrarca o de Virgilio.

La fiesta de primavera fue la más bella de todas. En los jardines, habilitados como un laberinto, se recreó la leyenda de la caza infernal del caballero Anastasio degli Onesti tal como la había pintado Boticelli. Con Laüme a la cabeza, veinte jóvenes patricias vestidas solamente con algunas joyas se dispersaron por los macizos y las glorietas. Doce caballeros galopaban en su persecución. Cuando eran alcanzadas, las fugitivas eran pasadas por el filo de cierta «espada», y después adornadas con una cinta que llevaba las armas de sus cazadores. El juego no terminó hasta el alba, cuando cada perseguidor hubo decorado con su blasón el cuerpo de las veinte gacelas.

Cada mañana, Laüme hacía quemar los vestidos que había llevado el día anterior, incluso los que estaban bordados con metales preciosos o sembrados de brillantes cornalinas o de lapislázuli.

Cada día de la semana tenía un color asignado según su referencia astrológica. El lunes, Laüme se cubría de los tonos grises y nacarados de la Luna y sólo llevaba perlas. El martes, día de Marte, sólo quería rojo y no toleraba más que rubíes sobre su piel. El miércoles estaba gobernado por Mercurio, cuyo color es el azul y cuya piedra es el zafiro. El amarillo se reservaba para el jueves, día de Júpiter, y el verde para el viernes, dominio de Venus. Los sábados llevaba vestidos negros en honor de saturno, y el domingo blancos para imitar los rayos del sol.

– ¿Crees que tu padre aceptaría nombrar a Galjero obispo de una de las ciudades que ha conquistado para ti? -preguntó Laüme a César cuando empezaban a brotar los primeros granos por efecto del tiempo templado.

– Si sabes mostrarte comprensiva hacia las necesidades particulares de la edad de Su Santidad, no dudo que la respuesta será favorable -dijo el príncipe, sonriente-. Pero ¿a qué viene este capricho? ¿Crees que Dragoncino está hecho para el hábito? ¡Es una idea sorprendente!

Laüme sonrió sin contestar. Por la noche, acurrucada en los brazos de su amante, le susurró su proyecto.

– Quiero un título eclesiástico para ti. El Papa ha accedido a nombrarte obispo, pero hay que actuar deprisa. Alejandro VI es un anciano, puede morir dentro de poco. Quiero que sea él quien arregle este asunto, porque sé que es maleable como la cera entre mis dedos. Pero desde ahora mismo te pido que concibas un heredero. Sin más dilación. Acordaremos un matrimonio de conveniencia. Dejarás embarazada a tu mujer y encontraremos un pretexto para repudiarla en cuanto haya dado a luz. Luego, el Papa te hará obispo de Parma o de Ferrara… Y después veremos de hacerte cardenal.

– ¿Y finalmente Papa? -se entusiasmó Dragoncino.

– ¿Tú? No, amor mío. Aún no tengo la fuerza para abrirte esa vía. Pero quizás a tu hijo. La próxima generación de Galjero me aportará el poder que todavía me falta. Y entonces ya no seréis los mercenarios, sino los amos.