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A la salida de la muy larga audiencia privada que Alejandro VI Borgia le concedió en el Vaticano en la intimidad de sus aposentos, Laüme había obtenido la promesa de su voto. En cuanto ella manifestara el deseo, Dragoncino sería ordenado sacerdote y, en los días siguientes, nombrado obispo de Parma.

– Sólo nos queda encontrar un partido conveniente para ti -le dijo a Dragoncino la noche en que volvió de la Santa Sede-. He hablado con Lucrecia. Me aconseja a Alessia, una sobrina de la veneciana Caterina Cornaro, la antigua reina de Chipre. Es un buen linaje.

– Tendrá al menos buena figura ese bicho raro… -se interesó el joven.

– ¡Eso no importa! -exclamó Laüme con viveza y con un punto de celos.

El compromiso y las bodas de Dragoncino Galjero y Alessia Cornaro fueron celebrados con unas semanas de intervalo. César Borgia los apremiaba a unirse porque quería que su mejor capitán estuviera listo lo antes posible para continuar con las conquistas y los saqueos.

Alessia era una muchacha bastante bonita de diecinueve años, alta, de rasgos finos, tez lechosa y largos cabellos lacios, tan negros como la tinta del calamar. Su testigo de boda fue su tía Caterina, una nonagenaria todavía vigorosa de quien se decía que había sido una de las mujeres más bellas de su época. Coronada reina de Chipre por su matrimonio con un Lusignan, había ejercido durante algún tiempo el poder en solitario, a la muerte de su marido, antes que la República de Venecia, que había pagado una dote de sesenta mil ducados por su matrimonio, la forzara a abdicar y se apoderase de la isla. Vivía desde entonces exiliada en un palacio aislado, no lejos de Treviso. Desde que los ojos penetrantes de la vieja soberana se posaron sobre Laüme, no la abandonaron en toda la ceremonia. Tras señalarle a su nieta a la criatura sin tapujos, la abordó directamente en la explanada de la basílica de Letrán, donde acababa de celebrarse la unión de Alessia y Dragoncino.

¿Eres lo que creo que eres, hija mía? -dijo Caterina con voz chillona.

Como Laüme fingía indiferencia, la otra insistió.

– La familia de mi esposo Lusignan sufrió en otros tiempos los tormentos de una furia de tu calaña. Ella se llamaba Melusina. El pobre Raimundino creía que ella lo haría feliz. No le trajo más que miseria y desesperación. ¿Y tú? ¿Qué desgracia harás pesar sobre la cabeza de estos niños que acaban de consagrarse el uno al otro bajo la mirada de Dios todopoderoso?

– No sois más que una vieja loca, amiga mía -replicó Laüme riendo-. El sol de Nicosia ha debido de trastornaros el cerebro. Id enseguida al banquete a atiborraros de rosas confitadas. Los dulces son las últimas alegrías que os quedan.

– ¿Qué quería esa momia? -susurró Dragoncino cuando Laüme pasaba cerca de él.

– Nada importante. No te preocupes por eso. Ve a cumplir contu deber con tu esposa y vuelve pronto conmigo. Tengo ganas de ti…

Pero aquella noche Galjero experimentó un vivo placer al acariciar la carne tierna de Alessia. Laüme lo sintió. Su humor se iba envenenando a medida que la noche desgranaba sus horas sin que su amante se dignara abandonar la cámara nupcial. Una hora antes del alba atravesó las puertas de su palacio y caminó al azar por las calles mojadas por la llovizna. Un fuego maligno de mujer encañada y en busca de venganza ardía en su bajo vientre. En un callejón de empinada cuesta, estrecho y sombrío, tres borrachos golpeaban la puerta de una taberna berreando injurias. Laüme se acercó a ellos y permitió que sus manos rugosas tentaran sus formas y amasaran la suavidad de su piel bajo los brocados. De rodillas, los satisfizo primero con la boca, y después se tumbó en la plataforma de un carro para que gozaran de ella deslizándose entre sus piernas uno tras otro. Con los sentidos aún en carne viva, vagó todavía un rato siguiendo el curso del Tíber antes de volver al palacio, amargada como jamás lo había estado.

Dragoncino la esperaba. El aspecto radiante que mostraba el joven acabó por desbordar la cólera de Laüme. Se arrojó sobre él, arañándolo, y lo tiró al suelo con una fuerza demente. Cuando hubo calmado su rabia moliéndolo a puntapiés, se echó a llorar y le suplicó que la perdonara. Galjero la consoló a duras penas y hubo de mecerla como a un bebé para que se calmara por fin.

– Llévame a verla -imploró ella-. Llévame con la mujer que te ha emocionado hasta el punto de hacer que te olvidaras de mí.

Su tono era zalamero, pero Dragoncino temía un ardid maligno. Sin embargo, cedió. Cuando estuvo ante Alessia, que dormía, Laüme retiró la sábana que la cubría. La visión de sus grandes pechos con pezones de cobre rosado, de las largas piernas y del abdomen plano adornado con un orificio en forma de concha la hicieron estremecerse de envidia y de odio. Tendió la mano como una garra hacia el crucifijo de oro que la joven Cornaro había conservado como única vestimenta, pero detuvo su gesto antes de llegar a tocar la piel de su rival.

– ¿Por qué sientes odio por ella si te divertías cuando me veías tomar a decenas de otras muchachas? -susurró Galjero.

Laüme se limitó a encogerse de hombros y apretar los labios

– Esta hembra ya está encinta de tus obras. ¿Lo sabías? Tu padre también te concibió la noche de bodas con Nuzia. Es una tradición familiar que me complace. Si esta pequeña idiota no pierde la criatura, no tendrás que volver a tocarla.

Dragoncino contempló a Alessia. Contrariado por las palabras que Laüme acababa de pronunciar, buscaba ya el medio de deshacerse de aquel maldito feto que le impediría disfrutar de nuevo de unas caricias que le habían gustado.

– ¡No sueñes ni por un segundo con ese horror! -tembló Laüme-. Si matas al niño que lleva en su seno, desapareceré tan bruscamente como me aparecí a tu padre, pero no sin haber ejercido antes mi venganza sobre ti y sobre ella. ¡No cometas ese error, Dragoncino!

Las fuertes voces sacaron a Alessia de su sueño. Sin volver a cubrirse con la sábana, la recién, desposada plantó sus ojos en los de la extraña y encontró fuerza suficiente para sostenerle la mirada.

– Tú eres ésa de la que me ha hablado la reina Caterina, ¿verdad? ¿Tú eres la Melusina?

– Si te gusta llamarme así, que te aproveche, pero tú serás la única en conocerme por ese nombre. Yo soy Laüme y te hago saber que has concebido un hijo. Sé una buena madre con él. Yo velaré por su salud, por su fortuna y su gloria tan bien y aún mejor que como protejo ahora a tu esposo.

– ¿Eres una criatura de Dios? -inquirió Alessia-. ¿Has recibido el bautismo? ¿Puedes comulgar sin caer rodando al suelo y vomitar sangre?

Por toda respuesta, Laüme estalló en una gran carcajada.

Las orgías

Nueve meses justos después de su boda, Alessia Galjero trajo al mundo a Uglio, un varón vigoroso, chillón y muy despierto. Dragoncino recibió la noticia por un correo, mientras estaba en combate junto a César Borgia por la conquista de nuevos territorios. Descifró con dificultad la misiva, pues nunca había cultivado el placer de la lectura; después, arrojó la carta al fuego, se frotó las manos y se fue a cepillar a su caballo sin volver a pensar en la nueva familia. En Roma, Laüme se invitaba con frecuencia a las habitaciones de Alessia, con la excusa de cuidar al niño. La Cornaro detestaba estas intrusiones, pero no podía oponerse. La protección directa de los Borgia redoblaba -si ello fuera necesario- los extraños poderes de Laüme. En Roma, era intocable.

– En Roma, es posible -le sugirió un día la anciana reina de Chipre a su sobrina-. Pero cuando Roma ya no sea Roma…

– ¿Qué queréis decir, tía? -preguntó Alessia.

– El papa Alejandro VI ya no es muy joven. Hasta es posible que muera antes que yo. Sin duda, el cardenal Della Rovere, el enemigo más feroz de los Borgia, le sucederá. El es nuestro aliado. Podemos contar con él. Ya le he hablado de esa Laüme y quizás él sabrá cómo librarnos de ese demonio…