Aquel año, Dragoncino y César no tomaron el camino de regreso a la ciudad eterna hasta el mes de diciembre. Felices de haber hecho caer nuevas plazas fuertes, se disponían a asestar un gran golpe para asegurarse definitivamente el dominio de las provincias situadas al norte de las posesiones papales. Antes de ir a ver a su hijo, Dragoncino se entretuvo largo tiempo en casa de Laüme.
– Sólo voy a quedarme unos días -dijo aun antes de besarla-. César necesita de tus venenos. ¿Podrás prepararlos en grandes cantidades antes de mi partida?
– ¿Es que los graneros de vuestras ciudades están infestados de ratas? -exclamó ella, divertida-. Sabes que puedo libraros de ellas por medios mejores que el veneno.
– ¡Menudas ratas! -gruñó Dragoncino sin captar la ironía-. ¡No! Vamos a reunir a todos los pequeños príncipes que intrigan y murmuran a nuestras espaldas para deshacernos de ellos de una sola tajada. En lugar de cazarlos uno a uno, vamos a invitarlos a unas negociaciones y a verter la muerte en sus copas.
– La idea es graciosa. Pero no me conformaré con ser vuestra proveedora. ¡Quiero asistir yo también a ese banquete!
Dragoncino sonrió y la tomó por el talle.
– Mi Laüme -susurró, abrazándola-. Cada día te encuentro más feroz y más bella.
– Es que cada día soy más feroz y más bella…
La fortaleza de Senigallia nunca había estado adornada de manera tan bella. La noche de San Silvestre, el poderoso edificio empavesado con las armas de César Borgia acogía a treinta gentilhombres y a sus cortes, llegados para festejar el nacimiento del Salvador y a intercambiar promesas de paz. A medianoche, los nobles recibieron la hostia y, llenos de devoción, dejaron la capilla para banquetear. Como ellos, Dragoncino y César se habían arrodillado ante el copón que sostenía el sacerdote. A diferencia de sus invitados, sin embargo, corría por sus venas un licor que los inmunizaba contra el veneno mezclado por Laüme con las santas hostias. El veneno comenzó a actuar una hora después del final del oficio, activado por el vino que corría a raudales y por las especias que alegraban las salsas. El primero en vomitar fue el moreno Leoni, un reyezuelo de la región de Módena. Después siguieron Dastinegli, de Bolonia, y Tersetto, de Plasencia. En medio de las risas, de la música y las conversaciones ruidosas, aquello pasó inadvertido.
Se atribuyó al aturdimiento de la borrachera, a constituciones débiles. Pero el ritmo de las indisposiciones se aceleró y la verdadera naturaleza del mal que estaba causando estragos fue comprendida al fin. Sacando los puñales de gala que colgaban de sus cinturas, los supervivientes quisieron vengarse de César, que reía a carcajadas ante el espectáculo de sus enemigos agonizantes a sus pies. Dragoncino enarboló su espada y ordenó a los guardias que acabaran sin piedad con los últimos condenados. Sentada cerca de Borgia, Laüme asistía, serena, al teatro sangriento que se representaba ante sus ojos. Con los brazos cruzados, observaba sin piedad ni placer a los señores en trance de expirar. Dragoncino, con la espada roja de sangre, se acercó a ella para vaciar una copa de vino antes de continuar su trabajo en el matadero.
– Yo creía que la sangre te excitaba, Laüme. ¿Por qué no estás contenta?
– La sangre de los hombres lleva consigo el rastro de su mediocridad y de sus bajezas. La de los niños suele estar menos mancillada. La vulgaridad de los efluvios que se esparcen por aquí me repugna.
Dragoncino se encogió de hombros y retomó su labor de hundir la espada en los vientres. César, aliviado por librarse de un gran número de adversarios, lamentaba sin embargo que el viejo zorro del cardenal Della Rovere se hubiera olido la trampa y hubiese declinado la invitación en el postrer instante.
– Pronto nos ocuparemos de él -prometió Laüme-. Pero antes, quiero que tu padre cumpla su promesa. ¡Dragoncino debe ser nombrado obispo cuanto antes!
– Se ha desposado -contestó César con sonrisa angelical-. El Papa tiene mucho poder, cierto, pero esos dos estados son por el momento incompatibles. ¿Conoces alguna buena razón para invalidar su matrimonio con la pequeña Alessia? Ahora que tienen descendencia, evidentemente es imposible invocar la no consumación del matrimonio…
– Quizás el adulterio -consideró por un instante Laüme-. ¡Pero no! No quiero que corran habladurías sobre Dragoncino.
– ¿Por qué te aferras tanto a ese hombre? -interrogó César-. Podrías ser reina si quisieras. Una corona adornará muy pronto mi frente. Una corona real, no una simple diadema de marqués o de duque. Yo podría llevarte al altar, ¿qué me dices?
– Digo que yo sé que los Galjero son capaces de darme lo que tú no te atreverías a ofrecerme. Tengo un pacto con ese linaje, y no renegaré de él.
– Como prefieras. Y en cuanto a Alessia, ¿qué piensas hacer?
– Terminar con las complicaciones: voy a matarla.
Sin embargo, ni bien supo las intenciones de su amante, Dragoncino empleó todos los medios para hacer que desistiera de su proyecto. No había sabido explicar exactamente por qué, pero la vida de Alessia le era querida. Quizá más que la existencia de su hijo Uglio.
– Perdónala -suplicó-. Es una inocente. Encontremos un medio de repudiarla si quieres, pero ella debe vivir. Cederé a todas tus exigencias si eres clemente con ella.
– Ya sabes el precio que exijo por perdonar una vida. Tendrás que pagarlo hoy mismo, si en verdad deseas salvar a esa pequeña idiota de Cornaro.
Por algunas monedas, Dragoncino compró un bebé robado a una mujer muerta unas horas antes en un lazareto. Sin dudarlo, entregó el niño a Laüme. A cambio, ella aceptó no atentar contra la vida de Alessia.
– Esta locura me obliga a buscar una estratagema para que te deshagas legalmente de tu mujer -se quejó Laüme-. ¿Crees que podemos permitirnos malgastar el tiempo?
– ¿De verdad tengo que convertirme en obispo? ¿Estás segura de que ése es el camino hacia un poder consolidado?
– Estoy completamente convencida. La cruz subyuga a las almas débiles mucho mejor que las armas. Un pueblo que no cede bajo la férula de su conquistador, se olvida de sí mismo a la sombra de la cruz. La historia así nos lo enseña. Tú también lo sabrías si amaras los libros.
Dragoncino refunfuñó un poco, pero Laüme se aplicó a disipar su mal humor a fuerza de besos y caricias como sólo ella sabía hacerlo.
La noticia llegó en primavera y estalló como un trueno. César en persona, descompuesto, anunció a Laüme y Galjero la muerte de su padre, el papa Alejandro VI.
– Su fallecimiento no es natural, lo presiento. Ha ocurrido después de una fiesta en la que se había mostrado alegre y lleno de vigor. Seguramente se lo habrá llevado un veneno. Della Rovere está detrás de esta infamia, estoy convencido.
– Es posible, en efecto -convino Laüme-. Pero ¿que importa? Por prudencia, deberías dejar Roma y encerrarte en la más segura de tus ciudadelas. ¿Tu padre había dispuesto su sucesión?
– Desde luego, ya habíamos comprado la elección de su sucesor. ¡Pero estos eclesiásticos son tan volubles! Quizá se alineen bajo la bandera de Rovere en el último momento. Tú, que eres un poco adivina, ¿por qué no consultas a los astros?
– Existe un espejo más fiel para reflejar el porvenir. Pero sé que en esta ocasión permanecerá oscuro.
– ¿Por qué motivo?
– Los cardenales son unos depravados que conocen la manera de ocultar sus intenciones incluso a las profetisas como yo.
Siguiendo el consejo de Laüme, César Borgia dejó Roma en las horas siguientes al deceso de su padre. Escoltado por Dragoncino y un puñado de hombres, cerró tras de sí los pesados rastrillos de la fortaleza de Senigallia al mismo tiempo que en el Vaticano se clausuraban las puertas para dar inicio al cónclave.
Algunos días más tarde, los cardenales salieron de la Sixtina habiendo entronizado a Francesco Todeschini Piccolomini nuevo papa Pío II y amigo de los Borgia. Cuando supo que Della Rovere había perdido la partida, César se embriagó durante tres días y tres noches antes de partir hacia Roma a desfilar por las calles. Pero su felicidad fue muy breve: Piccolomini sucumbió misteriosamente, apenas unas semanas después de haber recibido la tiara.