Esta vez, Della Rovere no dejó escapar su oportunidad. El Sacro Colegio, recluido en la capilla Sixtina, lo designó Papa, después de sólo una hora de deliberaciones, bajo el nombre de Julio II.
Hombre de acción tanto como de reflexión, Della Rovere procuró reforzar de inmediato el Estado pontificio conminando a César Borgia a abandonar las ciudades conquistadas en Emilia y Komagna. Entre los dos hombres se entabló un pulso. Los cañones bombardearon los reductos de las ciudades que no habían arriado espontáneamente el estandarte de los Borgia para reemplazarlo por los colores del Vaticano. Acorralado, desposeído, abandonado por su ejército de mercenarios a los que ya no podía pagar, César fue capturado cuando galopaba hacia la frontera del norte. Por consejo de Laüme, Dragoncino lo había abandonado también.
– Fin de una época -le hizo notar-. Fue divertida, pero este final nos obliga a encontrar nuevos caminos; de modo que, de momento, no es cuestión de hacerte obispo.
– ¿Tendremos que huir de Roma como ya huimos de Florencia?
– No lo creo. Della Rovere no puede arrojar a prisión a todos los cortesanos alimentados en otros tiempos por la mano de los Borgia. Es un Papa guerrero. Quizá necesite a hombres como tú.
Por medio de mil maniobras, Laüme consiguió que su amante cayera en gracia entre los consejeros militares de Julio II. Integrado en los ejércitos del Vaticano, Dragoncino participó en los sitios de Perugia y de Bolonia, dos ciudades gobernadas por pequeños señores obstinados, que resultaron menos fáciles de dominar que el hijo de los Borgia. De regreso a Roma tras la victoria, Galjero, igual que los demás capitanes, recibió los parabienes de Su Santidad.
– ¿No eres tú el esposo de la joven Alessia Cornaro, la sobrina de nuestra bien amada reina de Chipre, Caterina? -preguntó Julio II cuando Galjero se arrodilló para besar el anillo papal.
– Soy yo, muy Santo Padre.
– ¿No hay en tu entorno una mujer que dicen que posee una rara belleza?
– Todas las mujeres que viven a la sombra de las santas murallas de Roma responden a esa descripción, creo yo…
– Cierto -reconoció el Papa, divertido-. Pero algunas poseen virtudes más raras. Sólo tengo un consejo que darte, hijo mío: los demonios más peligrosos son los que se parecen a los ángeles. Si un día quieres hablar conmigo, estaré aquí para escucharte y ofrecerte mi ayuda.
Aquella misma noche, Dragoncino reprodujo toda la escena para Laüme. Imitando a la perfección los gestos del viejo Julio, hizo reír a carcajadas a su amante.
– Ya estás avisado, amigo mío -dijo ella cuando recuperó la calma-. ¡Soy un diablo en forma de mujer! Si ese viejo loco cree que puede devolverme al lugar de donde vengo con sus crucifijos y sus paternóster, se equivoca.
– ¿Así que no hay puntos débiles en tu armadura, Laüme?
– Tal vez sí -admitió Laüme de mala gana-. Pero si existe un punto débil, es un secreto que guardo para mí.
Todo aquel año y el siguiente, Dragoncino guerreó por cuenta del Pontífice contra los franceses, que mantenían sus pretensiones sobre el reino de Nápoles, y contra los venecianos, que ansiaban extender su poder por la península. Protegido por los sortilegios tendidos a su alrededor por Laüme, Galjero se arrojaba al combate sin dudar, dirigía las cargas y se enfrentaba a adversarios muy superiores en número. Muchas veces escapó de manera inexplicable a una muerte segura. En Geminara, se le vio atravesar indemne una lluvia de saetas de ballesta que diezmaba a los hombres a su alrededor. En Ceriñola, su espada se rompió contra el escudo de un caballero, pero en el momento en que éste se disponía a atravesarle el pecho con su hacha, su caballo giró con violencia, lo arrojó al suelo y lo pisoteó hasta romperle los huesos. En Garellano, cinco espadachines dejaron de repente de combatir y huyeron sin motivo cuando ya habían acorralado a Dragoncino en una turbera y trababan combate con él.
Pese a la suerte insolente que le permitía atravesar las más furiosas peleas sin una herida, Alessia no dejaba de temblar por la vida de su esposo. Sólo había venido a ella una vez, la noche de bodas, pero la joven había guardado un recuerdo deslumbrante de aquella fiesta carnal, magnificado además por los largos meses de abstinencia que habían seguido a la unión. Dragoncino la había iniciado a sensaciones intensas, que no igualaban las caricias torpes y tibias que ella se administraba nerviosamente cada noche antes de conciliar el sueño. Para satisfacer sus necesidades, habría podido abrirle la puerta de su dormitorio a no importa qué gentilhombre romano o, más fácil aún, a un criado de su propia casa. Pero un escrúpulo que no acababa de explicarse le impedía decidirse por esa solución.
– ¿Estarías dispuesta a emplear todos los medios para hacer que tu marido vuelva contigo y matar al hada roja que se ha aferrado a su linaje? -le preguntó un día la reina de Chipre.
– Todos los medios -aseguró ella en respuesta.
– Entonces llamaré a un hombre que sabrá lo que hay que hacer -dijo la vieja Caterina Cornaro-. Formó parte de mi corte en otros tiempos y me ha prestado buenos servicios. Pero ahora está lejos, reside en Tierra Santa. Su venida se retardará algunos meses. Hasta entonces debes esforzarte por congraciarte con esa Laüme. Dices que viene a menudo a visitar al pequeño Uglio…
– Le dirige unas miradas infames -dijo Alessia con enfado-. No sé interpretar su significado, pero me resultan odiosas.
– Muéstrate dulce con ella, mímala, procura conocer sus intenciones. Familiarízate con sus hábitos, aunque eso te repugne.
Desde aquel día, tal como su tía le había aconsejado, Alessia procuró acoger mejor a Laüme. A cada nueva visita, con pequeños tanteos, se mostraba más cortés, más cordial. Al principio, se conformaba con reprimir los mudos reproches que durante mucho tiempo le había dirigido; después le dedicaba tímidas sonrisas; por fin, hubo algunas palabras pronunciadas junto a la cuna del tercer Galjero.
– ¿Podrás hacer que mi hijo sea fuerte y vigoroso, como prometiste?
– Uglio será más temerario aún que su padre. Y su vida será más plena. Sí, te lo prometo.
– ¿Lo harás rico? ¿Lo cubrirás de honores?
– Será reconocido por todos y comandará más legiones que los césares.
– ¿Y qué precio le pedirás a cambio?
– Muy poco… una vida, dos. Quizás un poco más.
– ¿Vidas inocentes?
Laüme fijó sus ojos en los de Alessia.
– No me lo reproches. Eso me hará más fuerte para velar por tu hijo y por los de su sangre que vengan después de él.
– No te juzgo -mintió Alessia con voz dulce-. Es que quisiera comprender, ¿sabes? Tú proteges a Dragoncino, lo sé, y él te ama. Yo podría tener unos celos feroces, ser tu enemiga y rezar cada segundo por tu muerte. Sin embargo, no la deseo. Tú eres un don para los Galjero y soy consciente de ello. ¿Crees que algún día podremos ser amigas?
El rostro de Laüme se despejó y sus ojos se agrandaron. La ingenua pregunta de Alessia la había desarmado. La inesperada turbación que le provocaba la hizo sonreír.
– ¿Por qué no? -contestó, viendo a la joven madre con ojos nuevos-. Empiezo a conocer bien a los hombres, pero las mujeres me son ajenas. Quizá tú podrías ayudarme a apreciarlas mejor.
Y con estas palabras, tendió la mano hacia Alessia. Sus dedos se entrelazaron, sus labios se unieron. Alessia sintió placer y se estremeció. El perfume de la boca de Laüme la excitaba más que un vino fuerte. Aturdida, temblorosa, dejó que la desvistiera lentamente. La lengua de Laüme humedeció sus hombros, su torso, sus muslos… Sus manos acariciaron sus caderas, rozaron sus nalgas y sus costados. Después, el hada se despojó de su vestido y salió de él con la gracia de un insecto abandonando su crisálida. Apretó su cuerpo desnudo contra el de la joven Cornaro. Sus senos se frotaron y se apretaron, sus bocas volvieron a encontrarse. Febril, jadeante, Alessia separó las piernas y se dejó llevar a un universo de placer. Laüme fue una amante paciente y refinada, entregada exclusivamente a las expectativas de su compañera. Aunque el cuerpo femenino no le era desconocido, no lo había frecuentado más que de manera superficial en las orgías orquestadas por César Borgia. Por primera vez, elegía consagrar a una mujer una atención igual a la que solía dedicar a sus amantes masculinos. Desde aquel día, adquirió la costumbre de pasar largas horas con Alessia.