Cuanto más acompañaba Laüme a la joven Cornaro, más cualidades sorprendentes descubría en ella. Su cuerpo era bello, sus maneras amorosas, a la vez púdicas y lascivas por naturaleza. Pronto, Laüme quiso otros juegos. Disfrutar de los encantos de Alissa en solitario no le bastaba. Ató una máscara de plata con forma de cabeza de loba sobre el rostro de la joven y le puso en los pies unos borceguíes rojos con altas suelas de madera, como los que todavía llevaban las prostitutas de los barrios populares siguiendo los antiguos usos del Imperio romano. Le trajo a dos hermanos plebeyos con formas de efebos, que posaban como modelos de santos para los pintores durante el día y se vendían a las damas romanas por la noche. En la siguiente ocasión, Alessia no tuvo necesidad de ocultar su rostro porque Laüme había alquilado al tratante de hombres Franco Drossoti a un esclavo levantino rechoncho, velludo de frente y de espaldas, muy gordo y muy feo, pero que unía al extraordinario grosor de su miembro una falta total de vista.
– Los ojos de este ladrón han sido quemados con un hierro candente para que no pueda ver a quien sirve -había explicado Drossoti-. Ésa es la mejor garantía de discreción. Y además, como los ruiseñores, de este modo canta mejor.
A Alessia le gustó tanto el buen hacer del mutilado, que durante algún tiempo no quiso otro pan en su horno. El glande oscuro, del grosor de una manzana reineta, cuidadosamente recortado por el cuchillo del muftí, producía en abundancia un líquido blanco como la leche, untuoso como un sirope, aromático como el alcanfor de la iglesia. Cuando lo emitía al exterior, el ciego sacudía su garrote con la solemnidad de un sacerdote que agitara el hisopo sobre los fieles. Rugía imprecaciones feroces en su jerga de Bitinia o de Trebisonda y hacía llover perlas sobre la rubia y la morena que se estremecían de placer y se abrazaban riendo bajo la ducha cálida.
Cuando el salvaje se derramó por primera vez dentro de su matriz, Alessia temió que una mala simiente germinara en ella, pero Laüme la tranquilizó:
– Hace mucho tiempo te hice un amarre, mi preciosa pequeña. El mismo día de tus bodas, recogí de tu velo uno de tus cabellos negros. Mientras que ese cabello no sea retirado de la figurilla que amasé con tu imagen, no podrás concebir. Aunque recibieras el semen de todos los hombres de esta ciudad, seguirías estéril. Sé feliz: tu vientre es ahora un altar consagrado a Venus. Hera ya no tiene sitio en él.
Pasaron una estación entera en disipaciones semejantes. Pese a sus cualidades, el oriental de ojos quemados acabó por cansar a Alessia. Drossoti no tuvo problemas para encontrarle sustitutos, pues su tienda estaba bien provista de sementales de morfologías y talentos variados. Cabalgada por nuevos príapos cada noche, Alessia parecía insaciable, lo cual divertía mucho a Laüme.
– Bajo esos aires de virgen, eres una furia, tesoro. ¿Cómo se puede ser tan puta? Va a ser necesario que te moderes. A pesar de la máscara que llevas, empiezan a correr rumores sobre ti, y no quiero que tus perrerías corrompan el nombre de los Galjero. Durante algún tiempo tendrás que contentarte conmigo.
– Entonces tendrás que emplearte a fondo. Y no solamente en el amor lésbico.
– ¿Qué quieres decir?
– ¡Enséñame, Laüme! ¡Enséñame tu ciencia! He sido tu alumna en los secretos de la carne; me he mostrado aplicada y dócil. Muéstrame ahora la vía para elevar mi espíritu. Por difícil que sea, estoy dispuesta a seguirte…
Laüme sonrió. Las dos mujeres estaban sentadas bebiendo un vino espeso en el alféizar de una alta ventana ojival. Más abajo, un vergel ceñido por un muro de piedras ásperas se extendía en terrazas a lo largo de las suaves ondulaciones del Aventino. Era a finales de abril. Los perales estaban en flor y el viento cálido hacía temblar los carmines y las rosas henchidas por la luz del sol. No lejos de allí las cornejas volaban cantando alrededor de un campanario de ladrillos pálidos y adobe de color ocre. Sin responder, la mirada perdida en el azur, Laüme, soñadora, desató su camisa y vertió el resto del vino sobre sus senos descubiertos. Alessia tendió las manos y pellizcó suavemente los pezones antes de chuparlos. La mano de Laüme acariciaba su nuca mientras ella se aplicaba al lavado.
– No soy una buena profesora -declaró al fin cuando terminó la original tetada-. Yo misma tengo tanto que aprender… ¿Y en qué piensas emplear las enseñanzas que me pides? ¿De qué pueden servirte, si yo estoy aquí para daros los cuidados, las protecciones y las diversiones que necesitáis Uglio, Dragoncino y tú misma?
– Tú eres para mí más que una hermana -arguyó Alessia, incorporándose-. A cambio, yo quiero ser para ti algo más que una simple compañera de orgías. Y algo más que la madre de tu futuro amante. Mi alma arde con los misterios del mundo y desde que te revelaste a mí ya no puedo tener fe en la religión de mis padres. Necesito de otros consuelos, de otras respuestas… Quiero buscarlas contigo.
El fuego que ardía en la mirada de Alessia era tan fuerte que Laüme quedó atrapada. Nunca hasta entonces había visto una fiebre como aquélla animar un rostro humano. Ni siquiera cuando los hombres la tomaban. Ni cuando los niños veían acercarse la cuchilla que ella blandía para cortar el hilo de sus vidas.
– El deseo es la más poderosa de las imprecaciones, Alessia. Lo que ruge en el fondo de ti, sin duda, es muy fecundo… ¡Sea! Acepto. A decir verdad, esto me complace, aunque hubiera deseado que Dragoncino expresara un día la petición que acabas de formular. Pero está bien así. Me aplicaré a ser una buena profesora contigo. De este modo, las dos podremos formar al pequeño Uglio cuando sea algo mayor. El error que cometí con Nuzia, la madre de Dragoncino, no se repetirá.
Laüme aferró el crucifijo que nunca había abandonado el cuello de Alessia y rompió el fino cierre. Tiró el amuleto en un brasero en el que crepitaban plantas aromáticas y contempló la pequeña figura de oro de Cristo fundirse en las brasas.
– La imagen de ese falso dios no te llevará a ninguna parte -afirmó.
– ¿Me pides que adore a Satán? ¿Tendré que acudir al sabbat y dejarme violar por Belcebú y sus legiones?
Laüme se echó a reír.
– El Diablo no existe más que el Dios único de los judíos, de los cristianos o de los mahometanos. Sólo los locos y los ignorantes dividen el mundo en dos partidos rivales. No. La realidad es más compleja, más sutil, y más bella también.
– ¿No hay Dios? ¿No hay Diablo? ¿Tampoco hay Paraíso ni Infierno, entonces? ¿Qué pasa con las almas cuando el cuerpo desaparece?
– Las almas son el fruto de la voluntad, Alessia. Se forjan en el curso de la vida. Lo que les da forma son las pruebas y los placeres. Y hay que decir que muy pocos humanos pueden jactarse de poseer un alma de verdad.
– ¿La muerte es el fin? ¿No hay nada más allá?
– Para la mayor parte de los hombres, ésa es la verdad: la muerte es el punto final. Irreversible. Su vida no ha significado nada. En cambio, para los pocos que han empleado su existencia en condensar en su interior un fragmento del espíritu eterno, la muerte es sólo un umbral. Muchos caminos se abren más allá.