– ¿Y yo? -dijo Alessia con ardor-. ¿Tengo un alma? ¿Tendré otras vidas?
Laüme tomó entre sus manos el rostro de la joven Cornaro y besó sus labios todavía brillantes de vino y saliva.
– Los placeres de la carne a los que te has entregado han comenzado a elaborar un germen en ti. Pero eso no es suficiente. Tendrás que experimentar más deseo aún, más voluntad. Tendrás que afrontar desafíos. Pero presiento que pronto tú también podrás poseer un alma.
Aquella noche, las dos mujeres permanecieron solas e hicieron largamente el amor sin otro testigo de sus retozos que un monito doméstico comprado a un mercader que juraba haberlo traído de Cipango. Cuando se despertó con las primeras luces del alba, Alessia vio que Laüme observaba su ombligo en su cuerpo desnudo. Como petrificada, sus costados apenas agitados por un aliento imperceptible, el hada contemplaba esa marca que ella no poseía. Cornaro no se atrevió a moverse. Por fin, Laüme pasó la mano por encima del pequeño orificio.
– Si algún día quieres otro hijo de Dragoncino, desataré el amarre y tu vientre volverá a ser fértil.
– ¿Y tú? -preguntó ella-. ¿No puedes dar la vida?
– No, eso es imposible. O al menos, yo no conozco la manera. Como yo misma no tengo padre ni madre, creo que nada saldrá jamás de mis entrañas.
– ¿Eso es doloroso? ¿Te entristece?
Laüme no contestó. Se limitó a volver el rostro hacia la sombra, dejó el lecho desordenado y llamó a las doncellas para que la vistieran.
– Vamos a salir esta mañana -le dijo a Alessia-. Prepárate.
Con el macaco, que se divertía pasando alternativamente por sus hombros, las dos bellezas vagaron por los barrios de los mercaderes hasta el mediodía. En una tienda de especias, Laüme eligió azafrán y comino, pimienta y clavo. A un vendedor de incienso le compró ámbar gris del Báltico, benjuí y almizcle. En la tienda de un mercader de telas, adquirió sedas y damascos de Oriente. En cada calle, distribuía sonriente gruesos ducados perfumados; los pobres mendicantes la llamaban «buena dama» o «santa», temblando de emoción mientras recibían sus cuantiosas dádivas.
– Gastas en limosnas tres veces más que en las tiendas -observó Alessia en tono de reproche-. ¿Es que el dinero no tiene valor para ti?
– Ninguno, mi dulce cuervo. El dinero es la cosa más vulgar y más sucia del mundo. Pasa de mano en mano, de bolsa en bolsa. ¿Lo has pensado alguna vez? ¿De dónde vienen las monedas que chocan entre sí hoy dentro de tu bolsa? Ayer, quizá pertenecían a un leproso; el día anterior, a un burgués enfermo del mal francés, y el anterior, a un cerdo vestido de sarna. Más vale deshacerse de esos sucios discos lo antes posible. Eso es lo que pienso.
– ¿Sabes alguna manera de hacer oro, Laüme? -se entusiasmó Alessia-. ¿Eres alquimista? ¿Conoces el secreto de la piedra filosofal?
– ¡Eres tan ingenua, pequeña Cornaro! Encontrar oro es mucho más simple que fabricarlo. Mis ojos están más abiertos que los tuyos. Donde tú sólo percibes la blancura de la nieve, yo veo mil matices de blanco. Donde tus pupilas distinguen diez tonalidades de verde en los ramajes de un bosque, las mías captan mil o más… Por eso reconozco la tierra que se ha removido para cavar un escondrijo, y percibo una joya perdida que brilla entre el musgo, o un anillo que luce en el fondo de un charco. Y aunque dilapidara todos los tesoros olvidados de Italia, siempre quedarían las minas de oro del primer Galjero para volver a llenar nuestros cofres.
– ¿Minas de oro?
– En Valaquia. El padre de Dragoncino conocía su emplazamiento. He hecho un mapa a grandes rasgos para tu marido. Quizá será útil…
Alessia frunció los labios para reprimir las preguntas que se agolpaban en su mente. Ella jamás podría encontrar tesoros como Laüme, pero apoderarse de una mina de oro, ¡eso sí! Eso era humano, era posible. Alessia soñó un instante, los planes para sonsacarle a Dragoncino el mapa del tesoro bullían en su cerebro. Cuando la mano de Laüme se posó sobre la suya, casi se sobresaltó. Sin que ella se hubiera dado cuenta, el paseo las había conducido a ambas a un campo desierto, fuera de los distritos comerciales. Era la hora más calurosa. A su alrededor, las casas estaban sumidas en la penumbra por los postigos entornados, y sus habitantes, amodorrados, hacían la digestión como unos benditos.
– Ahora voy a dejarte sola, Alessia -dijo Laüme-, porque aquí es donde voy a ponerte a prueba. Como le exigí en otro tiempo a Dragoncino, y antes de él a su padre, vas a traerme un niño como muestra de sumisión. Éste será el pacto que nos unirá para siempre. Si vences tus reticencias, serás digna de mis enseñanzas. ¿Estás preparada?
Fue como si el corazón de Alessia de repente dejara de latir. Sus músculos se tensaron y su cerebro se paralizó. Sin poder pronunciar una palabra ni esbozar el menor gesto, vio a Laüme alejarse y desaparecer entre las calles sombrías.
Pasó un largo instante. ¿Qué decisión tomaría? Rehusar la ordalía significaba con seguridad hacer de Laüme una enemiga declarada contra la cual sería insensato luchar. Satisfacer su petición, en cambio, implicaba aceptar convertirse en una criminal. Para el resto de su vida, tendría que soportar el recuerdo de un asesinato. Pero ése era el precio por salvar a Dragoncino y, sobre todo, a Uglio. ¿Qué le importaba dañarse, si era la única manera de ahorrarle a su hijo el abominable contrato que la diablesa Laüme imponía a cada generación de Galjero? ¿No era con ese fin que ya se había prostituido y había hecho de su cuerpo el altar de las peores infamias? ¿No por eso por lo que representaba la comedia del amor y la fidelidad a Laüme desde hacía tantas semanas? ¿Por qué dudaba ahora de proseguir el camino?
Alessia sintió que la vida volvía poco a poco a sus venas. Pronto, su decisión estaba tomada. Con las mandíbulas apretadas y la resolución firme, atravesó la plaza y penetró en la pequeña iglesia que se alzaba al extremo del campo. Tendida sobre las frías losas ante la estatua del Salvador, pidió perdón por todos sus reniegos y por todos sus pecados, los que había cometido y los que iba a perpetrar. La imagen compasiva del gran Cristo de madera hizo brotar lágrimas de sus ojos. Se habría deshecho en llanto si el monito de Laüme no hubiera surgido chillando de detrás de un pilar. El animal saltó sobre su vestido y tiró de la tela para forzar a Alessia a abandonar el edificio. Trotó delante de ella, saltó a la pila de agua bendita, bebió tres tragos de agua y corrió para conducir a Cornaro tres calles más allá. El animal escaló un alto trozo de muralla al nivel de una vieja puerta comida de liquen y desapareció en un jardín, no sin comprobar antes que Alessia había observado su maniobra. Paralizada, presintiendo un acontecimiento, la joven aguardó un instante apoyada en la piedra. El ruido de un picaporte la sobresaltó. La puerta giró lentamente sobre sus goznes, temblando, y se abrió, dejando aparecer la cabeza del monito. Alessia se deslizó con precaución por la abertura y descubrió un vasto jardín con macizos de rosas, de salvia y de menta en flor. En medio de un cuadrado de hierba, sobre un lienzo de estampado blanco, un bebé feo y regordete, de apenas unos meses, dormía bajo un toldillo bordado atado a unas estacas. Alessia se acuclilló detrás del primer matorral y contuvo el aliento mirando a su alrededor. El silencio era casi perfecto, sólo el vuelo de abejas y moscardones turbaba la calma del aire. Después, escuchó unos gemidos que iban en aumento, procedentes de una dependencia. Alessia sonrió. Sin duda, la niñera del bebé prefería los tocamientos de un ganapán a la monotonía de su oficio. La joven inspiró una profunda bocanada de aire, salvó en tres pasos la distancia que la separaba del bebé y se apoderó del niño sin ni siquiera despertarlo. Tras salir del jardín, oyó al monito, que cerraba concienzudamente la puerta detrás de ella.
Laüme estaba satisfecha. En lo más profundo de los sótanos de su palacio, había instalado al bebé traído por Alessia sobre una larga mesa de madera. Entre sus ropas manchadas de excrementos, el paquete rosa pataleaba de una manera grotesca. Sus gritos perforaban los tímpanos y resonaban en las bajas bóvedas de la sala.