– Es incurable -dijo Garance como si leyera los pensamientos del inglés como en un libro abierto-. Nadie sabe exactamente lo que es. Todas estas pociones que ve amontonadas no son más que estúpidos e inútiles paliativos… Pero forman parte del decorado. Ya sabe usted; eso tranquiliza a los médicos. Así se creen útiles y justifican sus honorarios de chupa sangres…
La anciana señaló con indisimulada aflicción la colección de jarabes, píldoras, bálsamos, preparados y pomadas diversas que abarrotaban el mármol de su mesita de noche. Un olor a la vez dulce y picante, vagamente empalagoso, flotaba por encima de aquella acumulación de remedios coloreados y absurdos.
– A propósito, madame, es hora de tomar su última medicación… Y después, apelo a su razón, debe pensar en dormir. Ya ha estado demasiado tiempo en vela. No son horas para visitas.
Una joven enfermera vestida de blanco y con el cabello recogido bajo una cofia surgió de un rincón oscuro de la vasta pieza. Tewp se sobresaltó. Concentrado en atender a madame de Réault, no había imaginado ni por un instante que pudiera haber otra persona con ellos en la habitación.
– Déme un respiro esta noche, Simone -replicó con sequedad Garance-. Engulliré sin rechistar sus infectos brebajes de botica, pero después prométame que se marchará y me dejará a solas con este caballero. ¿Entendido?
– No la fatigue, señor -dijo ella en francés antes de cerrar la puerta-. Se lo aconsejo por su bien…
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Tewp mientras arreglaba las almohadas para que Garance estuviera más cómoda.
– Que parece usted un joven muy atento y que le da su bendición para que me hable todo lo que quiera, amigo mío. Bien. No he olvidado nada, ¿sabe?… ¡Dalibor y Laüme Galjero! Sigue usted en su busca, ¿no es así? Esos demonios se le han escapado.
Tewp se pasó la mano por la nuca, incómodo.
– Por desgracia sí, madame. Se me han escapado. Sin embargo, no creo haber ahorrado ningún esfuerzo. Muchos a mi alrededor han pagado con su vida la ayuda que me prestaron. No obstante, el cerco se cierra. Ya no estoy solo en la persecución. Otros aliados se han dado a conocer.
Una luz brilló en los ojos de Garance. La promesa de misterio contenida en el relato de Tewp insuflaba vida a la anciana con mucha más eficacia que ninguna química del mundo.
– ¿No está solo? ¿Hay otros valientes con usted? Hábleme de ellos, ¿quiénes son? ¿Cómo los conoció?
Y hasta las dos de la madrugada, Tewp narró su epopeya desde el día en que se había enfrentado a Ostara Keller en las nieves de Europa oriental hasta el instante en que, semanas después, había dejado marchar a Dalibor Galjero en manos de los soviéticos en el puente de Galata, en Estambul. Subyugada por el relato, Garance no había interrumpido al inglés ni una sola vez.
– ¡Un momento! -exclamó ella con voz fuerte cuando Tewp se hubo callado-. Su historia es muy complicada. Dejemos los detalles y vayamos a lo esencial, pero veamos si lo he entendido, ¿quiere?
Con la garganta seca, el oficial asintió con la cabeza.
– Después de haber pasado casi toda la guerra en Berlín, Dalibor y Laüme Galjero están ahora separados.
– Así es.
– Usted ignora dónde se encuentra la mujer, pero casi ha atrapado al hombre con la ayuda de un noruego, un italoamericano y un lord inglés que dirige, financia y coordina sus operaciones.
– Sí.
– Dalibor está ahora en poder de los rojos, a los que se entregó de forma voluntaria.
– Exacto.
– ¿Por qué motivo?
– Al parecer, está buscando a un hombre, un prisionero confinado en alguna parte en la Unión Soviética y al que no puede alcanzar si no es fingiendo colaborar con los estalinistas. Se trata de un hombre que, según cree Galjero, posee la llave para librarlo de Laüme. Porque deshacerse definitivamente de esa criatura ha vuelto a convertirse en su única obsesión.
– ¿Ha vuelto a convertirse? -se asombró Garance-. ¿Es que ya lo ha intentado otras veces?
Tewp se hundió en su sillón.
– Muchas veces, sí. Hemos aprendido mucho sobre él, por caminos indirectos. Una persona nos ha revelado muchos detalles sobre su vida, y también sobre la de Laüme. Podría relatárselas, pero necesitaría otra noche.
Los ojos de Garance brillaron.
– Quizá tengamos otras noches a nuestra disposición, coronel Tewp -dijo ella posando su mano sobre la muñeca de su visitante-. Sí, las tendremos, si contesta usted a una pregunta…
– ¿Cuál, señora?
– ¿Por qué ha tenido que venir a verme esta noche, coronel? ¿Por qué precisamente ahora, cuando me encuentro en mi lecho de muerte?
Desde que había entrado en el apartamento de Garance de Réault, David Tewp había sabido que debería responder a esa pregunta. ¿Por qué había querido volver a ver a la francesa? El mismo no lo sabía a ciencia cierta. Algunos meses antes, se había llevado aparte a Pachomius Xander, el director de la agencia de detectives a la que recurrían lord y lady Bentham para ayudar a Tewp, Gärensen y Monti en su caza de los Galjero.
– Señor Xander -había dicho él con voz sorda-, ¿sería mucho pedir que investigue a la persona cuyo nombre y último paradero constan aquí?
Twep le pasó una cartulina doblada a Xander y vio como su interlocutor ponía una cara larga.
– ¡Coronel! -exclamó él, ofuscado-. Si se trata de un asunto privado, me atrevo a suponer que no piensa cargar los gastos a los fondos asignados por lord Bentham.
Tewp sonrió y explicó la situación. Estaba dispuesto a pagar de su bolsillo los gastos generados por la investigación.
Pasaron varias semanas sin que nada ocurriera. Después, cuando Tewp volvió de Estambul para hacer su informe sobre el fracaso de la captura de Dalibor, Xander le entregó un delgado dossier.
– La persona que necesita encontrar vive de nuevo en su domicilio parisino. Se ha establecido allí. Vaya, se diría que los días de madame de Réault están contados. Se habla de una enfermedad incurable.
Tras agradecerle sobriamente a Pachomius su mediación, Tewp anotó la dirección en su libreta fingiendo no darle importancia a la información, y desvió la conversación hacia otros temas. En realidad, el deseo de volver a ver a Garance de Réault se había ido tornando más imperioso cada día. Y sin embargo, la perspectiva de que esa entrevista fuera a ser la última lo cambiaba todo.
– Con franqueza, madame, soy incapaz de darle una razón sensata -reconoció Tewp-. Hace años que debería haber intentado encontrarla. La idea, más bien el deseo, me vino muy recientemente. La alegría de volver a verla se estropea, por desgracia, porque…
No supo cómo terminar la frase. Se sentía torpe, casi grosero. Sus mejillas enrojecieron. Sus labios se contrajeron en una risita fuera de lugar y pueril.
– Se estropea por la inminencia de mi fin, quiere decir, coronel -terminó Garance sin resentimiento-. Pero estoy segura de que es ahí donde se encuentra la repuesta a mi pregunta.
Mostró una sonrisa depredadora, corno Tewp no le había visto jamás antes.
El agente del MI6 enarcó las cejas para expresar su desconcierto.
– No es usted el que ha venido, Tewp. Soy yo quien lo ha llamado. Ahora lo veo claro. ¡Le he llamado para que me lleve con usted!
Tewp se incorporó a medias en el sillón, con los ojos muy abiertos y las manos crispadas sobre los brazos tapizados de cretona. Sin embargo, la reacción de Garance no tendría que haberle sorprendido: su primer encuentro había tenido lugar en los locales de la Sociedad de Estudios Asiáticos, un nido de espiritistas, adeptos a los sueños premonitorios, a la escritura automática y otros tipos de hipnosis. La misma Réault le había confesado sus largos años de práctica en este campo en Europa, en Rusia y en Nepal.