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– ¿No puedes darle adormidera? -dijo Cornaro, impaciente, con los nervios a flor de piel.

– No. Si estuviera inconsciente al morir, sus fluidos no tendrían la misma calidad, no serían más que agua insulsa y sin poder. El miedo y el dolor son los coadyuvantes indispensables para activar los principios contenidos en la sangre.

Alessia contempló al niño con una mezcla de piedad y disgusto. Se encogió de hombros y murmuró unas palabras entre dientes para anunciar que ella abandonaba la pieza y dejaba a Laüme para que obrara a su antojo.

– Pero esta noche el verdugo eres tú, mi bonito cuervo -contestó el hada reteniendo a la italiana por una manga.

– Yo he robado al niño, Laüme. Soy tu cómplice. ¿No era lo que querías? ¿No te basta con eso?

– No, ángel mío. Mi confianza en ti será total cuando te haya visto hundir el cuchillo en la carne de este mocoso. ¡No antes!

Temblorosa, Alessia cerró los dedos sobre el mango de la daga que Laüme le tendía. Con los ojos cerrados y sin pensar, hundió el arma a ciegas dos veces en el torso del bebé. Mal manejado, blandido sin fuerza, el estilete resbaló primero sobre el cartílago del costado, y después sobre el pico del esternón. Estas heridas superficiales hicieron berrear con más fuerza al niño, cuyos movimientos recordaban los de una rana pinchada en un tablero de anatomía. La sangre coloreó sus pañales.

Laüme se divertía. Sus pupilas se agrandaron y sus labios llenos se abrieron sobre sus dientes brillantes.

– ¡Golpea! -ordenó-. ¡Golpea, cuervo mío! ¡Golpea más fuerte!

Alessia sintió ascender la bilis desde lo más hondo del estómago. Por tercera vez pinchó a la pequeña víctima. Esta vez la hoja encontró la laringe. Con la garganta rota, el bebé emitió un gran suspiro esponjoso y se agitó en una breve serie de convulsiones que lo hicieron deslizarse hasta el borde de la mesa. Alessia lo atrapó antes de que cayera, lo sostuvo con firmeza, como se toma un pollo para trincharlo, y acuchilló el pequeño cadáver hasta despedazarlo. Sudorosa, con los largos cabellos despeinados goteando sangre salpicada, descargó un último golpe, que separó la cabeza del tronco, y dejó el cuchillo para apoyarse contra la pared. Su vestido, sus manos, su rostro, estaban cubiertos de materia humana. Laüme se acercó a ella y aspiró los olores azucarados, con las ventanas de la nariz dilatadas. Su lengua se estiró como la de un lagarto y se deslizo por la mejilla de Alessia para lamer una gota de líquido rojo. Cornaro nunca había visto un éxtasis semejante expresado en el rostro de la criatura.

– ¿Las oyes, cuervo mío?

– ¿A quiénes? -preguntó Alessia, inquieta.

– ¡A las Sombras! Vienen y murmuran… Están complacidas por la sangre derramada, porque es limpia y las reconforta. Esto les da un poco del gusto de la vida. Ellas se alimentan igual que yo. Ellas me susurran secretos en recompensa. ¿No las oyes?

Alessia contuvo la respiración para concentrarse mejor. Creyó oír un susurro cerca de ella. Era una voz, pronto seguida por otra, después por una tercera… Se sobresaltó, porque creyó que era la gente de la ronda, que venía a detenerlas, pero cuando ya estaba a punto de salir huyendo, sus ojos percibieron formas inclinadas en torno al cuerpo del bebé. Eran volutas grises, figuras de humo que lamían los arroyos de sangre que goteaban en la mesa, igual que lo hacía Laüme en ese instante en el vestido de la joven Cornaro. Más sombras llegaban, surgidas del suelo como las emanaciones de una ciénaga.

– Ahora puedes verlas, ¿verdad? Haber dado muerte a este niño te concede brevemente ese poder. Son fantasmas de almas imperfectas -explicó Laüme frotándose contra Alessia-. No han sabido encontrar el camino que lleva a la vida eterna, pero han practicado las artes de brujería lo suficiente como para no morir del todo. Habitan en el limbo y sienten nostalgia de su estancia en la tierra. Algunas conocen grandes misterios. Otras, saben un poco del porvenir. ¿Quieres que les preguntemos?

Tomando a Alessia de la mano, Laüme la hizo avanzar a pasos cortos hacia los espectros. Uno de ellos se volvió enseguida hacia ellas. Era un rostro de anciano bajo una capucha de fraile. Articuló una larga frase en latín, de la que Alessia no entendió una palabra pero que pareció agradar a Laüme.

– ¿Qué dice? -preguntó Cornaro.

– Dice que ha tenido muy a menudo el gran placer de verte extasiada debajo de los efebos. Dice que eres una ramera famosa y que le habría encantado que hubieras vivido en sus tiempos para convertirte en su barragana. Quiere recompensar tus talentos de furcia revelándote en tu idioma un secreto muy útil.

– ¿Qué secreto?

– Sólo quiere decírtelo a ti.

Alessia caminó dos pasos en dirección al espíritu, que se acercó a su oreja.

– Sé lo que buscas, hija mía… Conozco tus intenciones, y no las condeno. Sólo quiero que sepas que el hombre que ha hecho venir la reina de Chipre para ayudarte acampa esta misma noche a dos leguas de Roma. ¡Mañana estará aquí!

El hombre de los brazos torcidos

Según el Talmud, noventa y nueve variedades de impureza pueden deslizarse bajo las uñas de un hombre. Hacía ya mucho tiempo que Mose Tzadek de Famagusta no temía a esas suciedades. Después de detenerle en Chipre en el momento en que la Serenísima deponía del trono a Caterina Cornaro, el inquisidor de Venecia le había hecho soportar el suplicio de la garrucha para que confesara que se había aliado con el Diablo y sus cohortes. Un poco rabino, un poco curandero, un poco astrólogo, a menudo estafador y farsante, Tzadek era tenaz. El dolor no le arrancó ninguna confesión. Sin confesión, sin pruebas, fue liberado. Pero en sus brazos dislocados y rotos, los nervios y los músculos jamás volvieron a ocupar su sitio. Contraídos, torcidos, hinchados, sus miembros estaban casi muertos, y sus dedos, al extremo de sus manos deformadas, sólo se cerraban tras denodados esfuerzos que le hacían gritar.

Cuarenta días después de que lo dejaran en libertad, Mose Tzadek dejó Chipre y se pagó un pasaje a Jerusalén. Con el pequeño tesoro que había acumulado durante su estancia en la corte de la reina Caterina adquirió algunos esclavos y una mansión en la Ciudad Vieja. Como vivía modestamente, era tenido por un sabio, y eso le divertía mucho, porque en él bullían oscuras ansias de venganza. Las torturas habían corrompido su alma, y sólo un deseo creciente de hacer el mal aliviaba su amargura. No obstante, se guardó bien de poner en práctica sus deseos. Cada noche, desde su terraza, consultaba las estrellas que se reflejaban en un estanque de agua clara. Y siempre leía la misma predicción: estaba próximo el día en que sus deseos homicidas cobrarían forma.

Cuando recibió la misiva escrita por Caterina Cornaro, interpretó aquello como la señal que esperaba. Aunque fuera un tullido, su inteligencia seguía viva y su cerebro bullía de saberes extraños. Sus piernas podían llevarle lejos sin flaquear. Hizo venir al escriba Houda, el más vigoroso de sus sirvientes, un abisinio alto, de músculos tensos como los obenques de un falucho a pesar de su delgadez, de piel grumosa y ojos enrojecidos, tan feroz en su cólera como minucioso en su caligrafía. También convocó a su paje Yohav, una criatura morena con rostro de ángel, de dieciséis o diecisiete años de edad, pero tan pequeño, tan enclenque y canijo de apenas aparentaba ocho. Salió con ellos de Tierra Santa, y escupió tres veces en el mar cuando el bajel navegaba ante las costas de Nicosia. Los viajeros cambiaron de embarcación en Malta y esperaron en el puerto de Nápoles una noche de lluvia. Compraron caballos, y Tzadek condujo a sus compañeros hasta Treviso, donde la reina Caterina los esperaba. La anciana los recibió con mil muestras de gratitud por haber acudido a su llamada.