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– Mi sobrina Alessia es ahora mi única familia -se lamentó-. Un demonio femenino está pegado a los pasos de su esposo. Es un hada negra, una Melusina como la que se casó en otros tiempos con Raimundo de Lusignan. Los exorcismos de los sacerdotes se demuestran inútiles contra estos monstruos. Se necesitan ciencias más antiguas, más complejas. Vos sois mi única esperanza, Tzadek.

El hombre de los brazos torcidos escuchó su relato con atención, y después partió hacia Roma para oírlo todo de boca de Alessia y planear con ella la perdición del demonio. Una casa de dos pisos había sido alquilada para él, no lejos del Tíber. Se instaló allí con Houda y Yohav, y esperó la visita de Alessia.

Tres días después de haberse hecho culpable de infanticidio, la joven Cornaro cruzó en secreto el umbral de la casa del viejo judío. Calvo, con la barba y las cejas afeitadas, Tzadek era largo y delgado como una zancuda de las orillas del Nilo, sin asomo de la pesadez propia de su edad. Su rostro voluntarioso expresaba una energía poco común. Sus ojos eran duros y claros como ópalos; sus dientes, blancos, y no le faltaba ninguno.

– Cuéntame todo lo que sepas de la criatura a la que quieres destruir -pidió-. ¿Cómo has dicho que se hace llamar?

– Laüme -susurró Alessia, muy impresionada por la extraña figura del tullido.

– ¿Laüme? Jamás había oído ese nombre… quizá derive del espíritu al que los griegos llaman Lamia: una fiera ladrona de niños y chupadora de sangre. Pero no importa. Vamos, háblame de ella. Cuéntame todo lo que hayas hecho por orden suya. No omitas nada. No estoy aquí para confesarte, pero si intentas engañarme u ocultarme algo, lo sabré.

Durante horas, Alessia Galjero le contó a Mose Tzadek todo lo que sabía de Laüme: cómo la había corrompido e iniciado en todos los placeres de la carne y cómo después la había convertido en una asesina.

– ¿Has disfrutado al cometer tus impudicias? -preguntó el judío.

Alessia bajó los ojos.

– Confieso que los hombres me han dado placeres intensos. Su cuerpo ha hecho nacer en mis entrañas sensaciones que no conocía. Me ha gustado que sus ojos se recrearan en mis formas. Me ha gustado sentir su sexo henchirse y llorar entre mis manos. He gozado bajo las caricias de Laüme y su belleza extraña me ha emocionado. No puedo mentir. Sí, todo eso me ha hecho feliz.

– ¿Cuáles fueron tus sentimientos cuando obedeciste las órdenes de esa muchacha y mataste al niño?

– Disgusto y vergüenza, maestro. Y después, también… un estremecimiento que nunca antes había sentido y que no sabría explicar. Una especie de furia, una exaltación. Casi alegría y orgullo por haber encontrado en mí la fuerza para realizar aquella abominación. Pero estoy segura de que no existe una palabra en ningún idioma para describir esa sensación.

Tzadek aprobó sus palabras con un movimiento de la barbilla. Era evidente que apreciaba la franqueza de la joven y quería demostrarle que captaba todo el contenido de sus palabras, aunque no juzgaba sus actos.

– Dices que Laüme utiliza el fluido vital como ofrenda para unos fantasmas que, a cambio, le enseñan cosas. ¿Es así?

– Sí, maestro.

– Pero también me has dicho que ella absorbe la materia humana y que parece sentir un gran placer en ello. En tu opinión, ¿se trata de una simple perversión, o bien es una especie de necesidad?

– Creo que no le es imprescindible. Pero sin embargo, al parecer le proporciona un disfrute incomparable. También he observado que su fisonomía se alteraba ligeramente después de lamer la sangre.

– Explícate -pidió Tzadek.

– A veces tiene unas curiosas transparencias… Su piel es tan pálida que parece diáfana. Una noche, incluso creí ver como el vino que bebía bajaba por el interior de su garganta. Sin embargo, la sangre le ha dado una nueva densidad…

– Ciertamente se trata de un espíritu joven -comentó Tzadek-, todavía no encarnado del todo. Necesita la sangre para afirmar su arraigo en este mundo. Lo que me asombra es que no exija más. Atacaremos por esa vía.

– ¿Cómo?

– Le daremos un mal cordero para el sacrificio. Eso la debilitará y entonces será fácil darle el golpe de gracia.

– Pero ella ha convocado guardianes que la protegen -advirtió Alessia-. Mientras estén ahí nada podremos hacer.

Mose Tzadek se encogió de hombros.

– La ciencia de los golem que utiliza la tal Laüme no es muy complicada de desbaratar. Conozco medios simples de abatir a esos genios. Y también otros para obligarlos a mostrarse. No te preocupes por eso, es asunto mío. Ahora, háblame de tu esposo. Él no conoce tu conspiración, ¿verdad?

– Dragoncino está lejos, guerreando por el Papa. Quiero que a su regreso a Roma todo haya terminado. Si supiera lo que estoy preparando, me mataría él en persona.

– Por desgracia, tu marido constituye una pieza esencial del ritual… Laüme está unida específicamente a su linaje, ¿comprendes? Mientras que él viva, la criatura no podrá desaparecer del todo.

– ¿Eso significa que él debe morir también?

– Es el precio a pagar por la libertad de tu hijo, Uglio, y por la libertad de todos los hombres de su linaje que vendrán después de él.

Alessia se encogió en su asiento. Había deseado con toda su alma ocupar un día su lugar de esposa junto a Dragoncino. La petición de Mose Tzadek aniquilaba para siempre su esperanza.

– Si eso puede salvar al niño, acepto -dijo al fin tras un largo silencio-. Dime lo que hay que hacer y obedeceré.

Mose Tzadek soñaba. Soñaba que su cuerpo estaba intacto y que tenía a una mujer entre sus brazos. Soñaba que sus dedos se cerraban sobre la encuadernación aterciopelada de un libro. Que tomaba suaves pieles y telas de seda crujiente a manos llenas. Se despertó y exhaló un largo lamento en la noche. Le dolían las manos abotargadas.

Yohav se acercó con una luz y acomodó al viejo en su lecho. Desde que lo había adquirido, Tzadek no confiaba el cuidado de su persona a nadie más que al niño. Yohav lo alimentaba, lo lavaba, lo vestía. También era quien tomaba el oro de su bolsa para pagar a los domésticos y a los proveedores. El niño mezcló miel y leche caliente en un cubilete de cuero y llevó el recipiente a los labios resecos de su amo. Cuando hubo bebido, le limpió con una tela de lino las gotas de líquido de las comisuras de los labios; después, atizó el fuego y esperó pacientemente a que el anciano volviera a dormirse antes de echarse al pie de la cama y enroscarse como un perrillo.

Nacido esclavo, Yohav nunca había conocido la libertad. Lo ignoraba todo del significado de esa palabra, y se hubiera visto en apuros para dirigir su propio destino si por ventura sus cadenas se hubieran roto de repente. Mose Tzadek era su cuarto propietario.

El muchacho lo amaba por encima de todo. Ambos se habían comprendido desde que se vieron por primera vez. En cuanto lo descubrió sobre el estrado del mercado de esclavos de Jerusalén, el mutilado adivinó en él raras aptitudes para el mal y la crueldad. Eso le gustó. Obtuvo el título de propiedad del chico por una suma irrisoria, ya que, aun siendo hermoso, el chaval había servido a menudo de chica a sus propietarios anteriores y no podía pasar por virgen. Para rebajar un poco más su valor, la piel de su espalda estaba estriada por feas cicatrices dejadas por numerosas sesiones de latigazos, y su vientre mostraba las señales de una gran quemadura que le había sido infligida con un hierro al rojo como castigo por hurto. Tzadek nunca había castigado a Yohav. Muy al contrario, la morfología extrañamente juvenil del adolescente, esa obstinación incomprensible que mostraba la naturaleza en conservar sus rasgos puros de niño a pesar de los años, eran tan contradictorios con la perfidia de su alma que Tzadek consideraba aquella anomalía como un milagro.

En Chipre, en la época en que se había hecho tan célebre por la precisión de sus horóscopos que la reina Caterina lo convirtió en su adivino oficial, había iniciado una colección de monstruos naturales. En dos o tres años, su taller se llenó de cadáveres de ranas de dos cabezas, de carneros siameses, de fetos humanos hermafroditas o sin boca. Había disecado aquellas anatomías erráticas, las había dibujado y medido, y antes de que la Inquisición lo apresara había tenido el tiempo justo de destruir sus especímenes y los comentarios que había redactado. Había echado de menos largamente su gabinete de teratología, pero el descubrimiento de Yohav compensó todas sus penas. El niño que había dejado de crecer valía por sí solo más que todas las quimeras que habían dormido en otros tiempos en sus frascos. Mentir, robar, espiar, eran actividades naturales del muchacho; pero la tortura era el arte en el que mejor expresaba sus capacidades. Tzadek lo había visto muy a menudo hacer daño por placer a animales pequeños: garitos, cachorros, pájaros. Su talento consistía en mantener en vida a las criaturas el mayor tiempo posible, mientras les infligía sufrimientos indecibles con un refinamiento que hubiera dejado pasmado al más perverso de los verdugos Shinkoku. Pero a diferencia de los torturadores profesionales, Yohav concluía siempre estas sesiones devorando vivas a sus pobres víctimas despellejadas.