Como su amo, Yohav sentía en lo más hondo de su ser que estaba destinado a una gran obra, a una alquimia negra y terrible que deseaba experimentar. Cuando supo que iba a salir de Tierra Santa para ir a las comarcas del norte, le invadió una loca alegría y una impaciencia tal que perdió el sueño durante varios días; sólo cerró los párpados una vez largadas las amarras, cuando el estrave del navío hendía las olas en dirección al septentrión. En Treviso, en casa de la reina Caterina, su corazón había dado un brinco la primera vez que oyó pronunciar el nombre de Laüme. Supo por instinto que aquélla era la víctima que tenía asignada. Si sólo tuviera que matar a una criatura, sería a ella sin la menor duda.
– No te equivocabas, Yohav -le reveló Mose Tzadek después de que Alessia se hubo marchado-. Es a esa Laüme a la que tendremos el placer de destruir. ¡Yo le abriré las puertas a la nada, y tú la empujarás! Pero antes le proporcionaremos tantos sufrimientos que la obligaremos a revelarnos sus secretos…
Yohav no había contestado. Su boca, sin embargo, se había llenado de saliva, como si acabaran de prometerle un fabuloso festín, y todos los músculos de su cuerpo se habían tensado.
El maestro Tzadek entró en meditación en una cámara de la que había hecho retirar todos los muebles para convertirla en un oratorio perfecto. Durante trece días durmió en el suelo y no ingirió más que una copa de rocío recogida cada día al alba. Las últimas grasas de su cuerpo se fundieron. En mitad de la decimotercera noche, abandonó la soledad de su celda y se sentó junto al fuego para calentar su carcasa enfriada por la vela y las privaciones. Allí, después de masticar cuatro cucharadas de polen y beber medio vaso de vino hervido, les dijo a Houda el abisinio y a Yohav el torturador lo que esperaba de ellos.
– He encontrado en mis plegarias las respuestas a mis últimas preguntas. La reina Caterina estuvo muy inspirada al llamarnos para deshacerse del demonio Laüme. Los sacerdotes cristianos jamás tendrían el coraje de realizar lo que nosotros nos disponemos a hacer. Tú, Houda, servirás a Yohav como si fuera tu amo, porque sobre él van a recaer las manchas que envenenarán a Laüme. Esto te exigirá mucha determinación, hijo mío -prosiguió dirigiéndose al adolescente-, pero sé que el fin que perseguimos te es querido y que en ti anidan fuerzas poderosas.
– Sí, Mose Tzadek -asintió el paje con solemnidad.
– Laüme teme la impureza. Vamos a dársela toda y más. Tu sangre, Yohav, ya es una sopa nociva; de todos modos habrá que espesarla un poco. Y pronto. Vas a dejar de practicar tus diversiones con simples animales. A partir de ahora, te dedicarás a atormentar y a devorar seres humanos. Houda te acompañará por las calles de los barrios bajos de Roma. Elegirás tú mismo las presas que te convengan. Sobre todo, que sean bien depravadas. Nobles o villanos, eso no importa, pero que sean vulgares. Elige criminales y prostitutas, burgueses cebados y prestamistas avaros, o soldados crueles y cortesanos rebozados de hipocresía. Houda se apoderará de ellos y los traerá aquí. Tú harás tu trabajo. Dales horror, hazlos sufrir. Cómetelos. Cébate con su sangre. Cómete su cerebro y su corazón, después goza de sus cadáveres. Duerme junto a ellos, profana sus despojos como sólo tú sabes hacerlo. A partir de este instante, tienes trece días y trece noches para cumplir la labor de contaminar tu alma como mejor sepas.
Como un caballero que rinde homenaje a su señor antes de lanzarse a su misión, Yohav avanzó hacia Tzadek y se arrodilló ante él para posar la frente un instante sobre sus flacos muslos. Cuando se incorporó, sus ojos estaban húmedos y temblaba. Se echó una capucha sobre los hombros y dejó al punto la casa para emprender su primera noche de caza.
Houda marchaba detrás de él. Bajo su capa de cuero con forro de piel de liebre, la mano del alto negro se cerraba en torno al hierro de una azagaya como las que forjaban los hombres de su país para rastrear al león o a la hiena. En un saco atado a su cintura llevaba cables y mordazas. Su primera víctima fue una buscona ajada y desdentada que encontraron dormida en un porche. Houda la golpeó, se la echó al hombro y la metió en una de las bodegas de la casa a orillas del Tíber. Allí entró en acción Yohav, cuya apariencia enclenque ocultaba en realidad una gran fuerza muscular. Como con todos los pacientes que vinieron tras ella, empezó por arrancarle la lengua y extraerle las cuerdas vocales con la ayuda de una larga pinza, para evitar que sus gritos alarmaran al vecindario. La cortó y la atravesó de mil maneras antes de comerse sus ojos, justo en el momento en que expiraba. Después que hubo exhalado el último suspiro, le rompió las vértebras y sorbió el tuétano. Arrojó los restos en un rincón de la pieza para dejar que se pusieran tiernos.
Matar a la coima le había dado menos placer del que había esperado. Era la primera vez que le quitaba la vida a un ser humano, pero la fealdad de la comadre le había estropeado el goce. Yohav era un esteta. Quería desgarrar pieles suaves, profanar curvas frescas. Había comprendido que Laüme era una dama joven y noble, dotada de una gran belleza. Estaba impaciente por desnudarla para morder sus senos y hundir hierros al rojo en su vientre. Impaciente por rapar sus largos cabellos y molerle el espinazo a golpes de garrote. Impaciente por desollarla para ver cómo sus finos músculos y sus vísceras sedosas se crispaban todavía sobre la armazón blanca de sus huesos. Poseído por estas imágenes, Yohav le pidió a Houda que capturara a una adolescente que parecía errar sin rumbo cerca de un albergue. Repitió con ella todo lo que proyectaba hacerle a Laüme, y en el curso de esta práctica encontró nuevas ideas para magnificar sus suplicios.
A pesar del inmenso placer que sintió haciendo morir a la muchacha, durante los días que siguieron procuró centrarse en seres de baja extracción, para cumplir las órdenes del maestro Tzadek. Eligió a un proxeneta y a dos de sus pupilas; a un banquero; una mujer que realizaba abortos y tres matones; una loca y un lascivo; un orgulloso y una glotona, y otros… En la bodega, los cadáveres se amontonaban y emanaban un olor pestilente. Yohav dormía en medio de ellos y se frotaba a menudo contra sus carnes frías, los acariciaba y gozaba a menudo en sus carcasas mutiladas que bullían de moscas y de gusanos. Verdugo, necrófago, necrófilo, el muchacho se había convertido en un demonio, una criatura abominable, borrada para siempre jamás del Gran Libro de los hombres.
Una vez transcurridos los trece días y las trece noches decretados por Tzadek, Houda reunió los restos de los despojos, los arrojó en una fosa y les echó cal viva. Yohav fue confinado en el oratorio y no recibió otro alimento que papilla de cerdo mojada con orina de perro. Por orden del maestro, su cuerpo había sido cubierto de inscripciones impías trazadas por Houda con una tinta compuesta por jugo de granada y polvo de plomo. Estos signos tenían la virtud de conservar intactas todas las ponzoñas acumuladas en la sangre del asesino de rostro inocente. Como Tzadek había previsto, el ciclo de crímenes había dado lugar a una metamorfosis. Era indiscutible que Yohav había pasado a otra dimensión. Su figura era la misma, tan infantil como siempre, pero su espíritu se había internado por un camino que el propio Tzadek no hubiera podido decir adonde conducía.