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Advertida de que el maestro quería verla cuanto antes, Alessia acudió a toda prisa a la casa del chipriota. Lo encontró más delgado, y se preguntó dónde estaría aquel pajecillo tan guapo y servicial al que había visto afanarse en torno al mutilado durante su primera visita.

– Ha llegado la hora de atrapar a Laüme -anunció Tzadek-. ¿Has convocado a tu esposo a Roma, como te pedí?

– Dragoncino llegó ayer. Pero sospecha que mi llamada es un pretexto. Me será muy difícil mantenerlo a mi lado más de unas horas. Arde en deseos de volver al combate.

– Ahora todo se desarrollará sin pausa, y él será el primero en morir. En cuanto a ti, es necesario que realices una última artimaña.

– Estoy dispuesta.

– Esta noche no, la siguiente, anunciarás a Laüme que quieres hacerle el regalo de un nuevo sacrificio. Le llevarás a mi paje Yohav. Insiste en emplear el cuchillo tú misma. Dale un corte al niño en la muñeca derecha, en una marca que le habré puesto, y deja que corra la sangre en una copa de la que fingirás beber un sorbo antes de tendérsela a Laüme.

– ¿Y después?

– Después, Yohav sabrá lo que hay que hacer. Me reuniré con vosotros en compañía de Houda. Tú te marcharás inmediatamente a Treviso, a casa de la reina Caterina, con tu hijo Uglio. Nos encontraremos unos días después para llevarte la cabeza cortada del demonio.

– ¿Qué le pasará a Dragoncino?

– Houda lo matará en el instante en que tu enemiga moje los labios en la sangre de Yohav. Lamento provocar tu viudedad, pero es condición sine qua non para que tu hijo quede libre de la presa de esa criatura.

– ¿Y los guardianes que protegen a Laüme?

– No temas, yo me ocuparé de que se vuelvan inofensivos.

Alessia regresó a su casa con tantas esperanzas como aprensiones. A lo largo de la noche se bebió dos frascos de vino para obligarse a ponerle buena cara a su marido y satisfacer sus ardores y los de Laüme de manera conveniente. Desde que supo que las dos mujeres se habían encaprichado la una con la otra, Galjero tenía el corazón más liviano. Feliz de poder gozar de nuevo de los encantos de su esposa sin incurrir en los reproches de su amante, deslizó su sexo en una y otra con una felicidad beatífica. Rió al ver tenderse sus bellos cuerpos desnudos, y colmó sin esfuerzo los cofres de la morena y de la rubia.

Al día siguiente por la mañana, vigoroso como nunca, fue a tomar a Uglio en sus brazos y pasó largo tiempo jugando con su hijo.

– ¡Estoy impaciente por enseñarle a manejar la espada y ofrecerle su primer caballo! -le dijo a Laüme, que se había acercado a ellos.

– El tiempo pasa rápido. Pronto, Uglio recibirá tus enseñanzas de condotiero, mientras que su madre y yo nos encargaremos de proporcionarle otros saberes más sutiles. Te prometo que cuando tenga quince años ya será un letrado y un guerrero sin rival. Ni siquiera tú podrás vencerle. A los veinte años subirá al trono de Italia. A los treinta será emperador. A los cuarenta, habrá vencido al Gran Turco, pisoteado la media luna y arrasado Jerusalén para siempre jamás… Gracias a nosotros tres, este niño cambiará la faz del mundo.

– ¿Nosotros tres, dices? ¿De verdad consideras que Alessia es una bruja? -se asombró Dragoncino-. ¿Tu interés por ella es algo más que un capricho?

– ¡Una bruja! -exclamó Laüme-. ¡Qué gran palabra! No la uses sin conocimiento. Digamos simplemente que Alessia posee algunos talentos que no sería bueno desperdiciar. Y además, será mejor para Uglio crecer en un hogar en armonía. El día en que me pediste que fuera clemente con ella tuviste una inspiración.

– ¿Así que entre los cuatro formamos una familia? -bromeó Galjero.

– Una familia bien extraña -repuso Laüme-. Pero dices bien, mi amor, sin duda, ahora formamos una familia de verdad…

El sol púrpura caía sobre las colinas de Roma como un enorme quiste hinchado de pus. Nervioso, como si se dispusiera a penetrar en la guarida de una fiera, Houda tiró del picaporte que cerraba la puerta del oratorio y penetró en la pieza helada. Enarbolando una antorcha, iluminó de lado a lado los rincones de la sala sumida en la sombra. Transido de frío, Yohav estaba allí, enroscado sobre sí mismo para intentar conservar lo que le quedaba de calor. Temblaba, pero no sufría ninguna enfermedad. Houda lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta las cocinas, donde había un gran barreño lleno de agua caliente. El abisinio sumergió al chico en el baño y frotó largamente su cuerpo para borrar todo rastro de las inscripciones. El maestro Tzadek asistía a la escena. Sus labios se movían, pero su boca, convertida en un fino trazo, no emitía ningún sonido.

Cuando toda la tinta de granada se hubo diluido en el agua, Yohav salió del baño, se secó y se vistió con un jubón de cordero blanco orlado de perlas finas. Sus pies fueron calzados con botas bajas cortadas de la misma piel y tocó su cabeza con un bonete de terciopelo con un plisado. Transcurrió una hora de espera silenciosa antes que la aldaba resonara bajo la mano de Alessia. Pálida como la luna, la mujer guió a los tres hombres a través de las calles hasta elpalazzo de Laüme, donde les hizo entrar por una puerta de servicio. Se acercaba la hora del festín nocturno, y en los corredores flotaban aromas de carnes marinadas, de hierbas en compota y especias cocidas. Alessia evitó las cocinas y pasó junto a los armarios de ropa blanca, perfumados de lavanda y limón.

– ¿Y ahora? -preguntó, después de ocultarse con ellos en el reducto.

– Asiste a la cena -murmuró Tzadek-. Cuando se acabe, anúnciale tu sorpresa a Laüme y ven aquí a buscar a Yohav para llevarlo al sótano. Después seguirás mis instrucciones.

– ¿Y los guardianes? ¿Y Dragoncino?

– Houda y yo nos encargaremos de él en cuanto te unas al banquete. Ten confianza. Ahora, ve…

Alessia hizo la señal de la cruz y dejó el reducto para acudir a la planta.

Mientras ella fijaba en su rostro la máscara de la cortesía y la felicidad para engañar a Galjero y a su amante, Mose Tzadek se deslizó por los corredores en compañía del abisinio. Los dos hombres avanzaron al azar de nicho en nicho como sombras silenciosas, hasta el instante en que Mose sintió deslizarse una gota de sudor helado por su espina dorsal. Reconoció la señal del miedo. De inmediato, sin esperar a que su espíritu se retractara ante los asaltos del sutil guardián que acababa de lanzar su primer ataque contra ellos, ordenó a Houda que extendiera a sus pies una barrera de virutas de hierro. A toda prisa, el africano dibujó un círculo en el suelo con las limaduras extraídas de un saco. Un instante más tarde, los latidos del corazón de Tzadek dejaron de acelerarse y Houda relajó sus largos músculos y se sintió como aliviado de un gran peso.

– Nuestro escudo no resistirá mucho. Hay que obligar al genio a mostrarse -susurró el hombre sin brazos-. Saca nuestra arma, ¡ahora!

Houda sacó de entre los pliegues de su ropa una esfera de terracota coronada con un tapón de cera, sobre la cual había una figura humana groseramente dibujada con el dedo. El africano lanzó el objeto con todas sus fuerzas contra las losas para hacerlo estallar. El líquido que contenía se esparció en un espeso charco. Una forma turbia se arremolinó como una nube y ascendió a la altura del techo hasta rozar unas pequeñas chispas, mates y frías. Bajo esas luces se dibujó una segunda silueta vaporosa: era el espíritu guardián concebido por Laüme para infundir pánico y desesperación a todos cuantos osaran aventurarse indebidamente en su morada. Entre las criaturas se entabló un combate silencioso. El genio creado por Mose Tzadek se enfrentaba a un adversario más grande y más largo, dotado de una interminable cola muy fina que serpenteaba tras él. Tzadek y su servidor siguieron a la carrera este rastro y llegaron a una habitación al fondo de otro pasadizo; era uno de los gabinetes de Laüme, cuya puerta no estaba cerrada con llave. Houda entró primero en la pieza e hizo saltar las cerraduras de un secreter marqueteado de nácar de donde surgía la punta crepitante de la cola. Detrás de él, Tzadek le apremiaba y le decía lo que tenía que hacer.