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– ¡Rompe los precintos de las figurillas y vierte el arsénico, deprisa!

Sobre el tablero se alineaban varias figurillas. Todas estaban finamente esculpidas y modeladas a imagen de guerreros o de amazonas fuertemente armadas. Houda perforó con los pulgares el sello del primer guardián y esparció un poco de materia en el interior del objeto. En apenas unos segundos, la membrana fibrosa que brotaba de la figura se retractó y desapareció. Las chispas estallaron como pompas de jabón y se desvanecieron a su vez. El abisinio repitió la operación en los otros soportes. Uno a uno, los espíritus que protegían a Laüme, a Dragoncino y a Uglio sucumbieron bajo el efecto del arsénico, el «dragón verde» de los alquimistas.

– La primera parte del trabajo está hecha -constató Tzadek con un suspiro de alivio-. Era la que más me preocupaba. Las defensas esenciales del hada se han hundido sin que ella ni siquiera sea consciente. Ahora todo irá bien…

Houda enjugó el rostro chorreante de sudor de su amo con la tela de su manga triangular y ambos salieron del gabinete. Por una escalera que les había descrito Alessia, ganaron el ala principal del palacio, donde cenaban aún Galjero, su esposa y su amante al son de una orquesta de laúdes y de clarines. De improviso, apareció una sirvienta y vio a los dos intrusos. Asustada por la presencia de pesadilla del mutilado y del gigante negro, se disponía a dar la alerta cuando la azagaya de Houda atravesó el aire silbando y se clavó en su garganta. El abisinio retiró su arma del cadáver caído, limpió la hoja en el vestido de la muchacha y colocó la jabalina en el carcaj que llevaba al hombro. Nadie se había dado cuenta del incidente. Houda deslizó el cuerpo detrás de una cortina y se reunió con Tzadek.

Juntos, se acercaron cuanto pudieron al comedor y, ocultos tras un saliente, esperaron a que cesara la música y terminara el ágape. Los músicos desfilaron por el pasillo sin verlos, y después pasó Alessia sin advertir tampoco su presencia y levantándose ligeramente la falda para caminar más deprisa. Dragoncino apareció a continuación, con paso vacilante debido a los efectos del vino que había ingerido generosamente. Como una pantera, Houda se deslizó tras él hasta la habitación donde Galjero se dejó caer sobre una cama deshecha, sin desvestirse ni quitarse las botas. Houda sacó la lanza de su funda, pero en el silencio de la noche, la punta de acero rechinó contra la madera del estuche. Por muy ebrio que estuviera, Dragoncino seguía siendo un jefe guerrero. El segundo de los Galjero reaccionó con más rapidez de la esperada por el africano: se puso en pie al instante y tomó una espada, olvidada al azar en un banco cercano, dispuesto a enfrentarse al agresor. Sonreía; el desafío pareció divertirle. Por un instante, los dos hombres se evaluaron mutuamente; después, se lanzaron el uno contra el otro con ferocidad bestial. El combate fue breve. Creyendo que aún gozaba de la protección del genio que Laüme había elaborado para él, Dragoncino prescindía de toda maniobra de defensa y se limitaba a enarbolar su espada con una fuerza de bestia. No aguardó la respuesta que Houda le preparaba: decapitó al negro, cuya cabeza voló al otro extremo de la pieza con una larga salpicadura roja. Pero la lanza del africano ya había sido proyectada, y Dragoncino nada pudo hacer para evitarla. La punta de la azagaya se clavó en su sien y rompió un gran trozo de hueso. La materia gris se esparció por el suelo, deslizándose desde la caja craneal como de una garrafa agujereada. Dragoncino parpadeó, soltó su arma y cayó de rodillas. Se llevó la mano a la cabeza con incredulidad y frotó por un instante entre los dedos la gelatina húmeda mezclada con gotas de sangre. Después, su espíritu se extinguió y sus músculos dejaron de sostenerlo. Con los ojos aún abiertos y las pupilas contraídas, cayó hacia atrás, con una espuma blanca chorreándole por la boca, el cuerpo agitado por espasmos.

El maestro Tzadek penetró en la cámara y vio que la razón había abandonado a Galjero. Sin molestarse en darle el golpe de gracia, dejó el lugar y se precipitó hacia los pisos inferiores. La pérdida de su servidor contrariaba sus planes y trastornaba sus pensamientos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo de concentración para recordar lo que Alessia le había mostrado de la topografía del inmenso edificio. Por fin, reconoció los frisos encargados por Laüme al pintor Sodoma para alegrar un patio. Se llegaba al subsuelo pasando bajo la bóveda de un templo pagano pintado con la técnica del trampantojo. Con el corazón en palpito, Tzadek descendió un largo tramo de escalones y se detuvo en el umbral de una gran bodega iluminada con gran brillo por cirios litúrgicos. Oculto en un rincón, observó las siluetas que se agitaban al fondo de la sala. Nada de lo que ocurrió a continuación se le escapó. Sobre un viejo altar de iglesia permanecía tendido Yohav, cuyo brazo izquierdo extendido sangraba encima de una copa de cobre que Alessia sostenía con mano temblorosa. Un poco apartada, atenta al sacrificio obrado por su alumna, Laüme mecía al pequeño Uglio en sus brazos… «¿Por qué habrá traído al niño?», se preguntó Tzadek.

Mientras él intentaba en vano hallar respuesta a esta pregunta, el hada depositó a la criatura en un cojín cercano y se llevó a los labios sin recelo la copa de sangre viciada. Recostado sobre los codos, ignorando el dolor de la herida de su muñeca, Yohav miraba a Laüme con una concupiscencia obscena que deformaba su rostro y lo hacía semejante a un perro lúbrico.

Laüme ingirió el veneno de un trago. Al pasar a sus fibras, las ponzoñas concentradas en la sangre de Yohav corrompieron al instante sus sentidos. Por primera vez en su vida, la criatura conoció el sufrimiento y el miedo. En un momento, su alma se vio invadida por los relentes infectos de todos los vicios y de todas las bajezas de los que se habían hecho culpables las víctimas de Yohav en el curso de sus repugnantes existencias; pero lo que más la debilitó fue la abyección que bullía en la sustancia vital del joven verdugo. Una oleada de dolor y de horrores mezclados laceró sus entrañas, aniquiló su espíritu. El hielo de la noche y el magma del sol corrieron por sus venas. Sus ojos se hincharon y sangraron bajo las imágenes atroces que desfilaban a velocidad de vértigo por su retina. Emitió un largo aullido de agonía, volcó las velas colocadas a su alrededor y cayó al suelo gritando y golpeando el suelo. Como una piedra ardiente arrojada contra una muralla de oscuridad, su espíritu estalló en cien fragmentos de nada, su cuerpo se paralizó, la rigidez se apoderó de sus miembros. Yohav se agachó a su lado y tentó su garganta, buscando alguna señal de vida. Por un momento creyó que estaba muerta y se desesperó. Pero de repente, percibió la pulsación lenta de una arteria contra su pulgar. Arrancó con rapidez una tira de la túnica de la muchacha y vendó con ella el corte de su muñeca. En ese momento, Tzadek dejó su escondite y se acercó raudo. Alessia había tomado a su hijo en brazos y lo apretaba contra sí, tapándole los ojos con una mano para privarle de la visión de la escena.

– ¿Houda no está con vos, maestro? -dijo Yohav, extrañado.

– Dragoncino y él se han matado el uno al otro. Ya no podremos llevarnos a Laüme para interrogarla y hacerle confesar sus secretos. Habrá que matarla aquí, y pronto. Pero antes, ya sabes lo que tienes que hacer.