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Horrorizado ante la idea de perder a su presa, Yohav palideció.

– Maestro, yo soy fuerte -exclamó-. Yo puedo llevarme de aquí a esta bruja. ¡Dejádmela a mí!

– En primer lugar termina tu tarea. Después, ya veremos.

Yohav sacó de su cintura una fina daga, se volvió hacia Alessia y, antes de que ella pudiera hacer nada, apuñaló al pequeño Uglio en plena frente. El niño se deslizó como un muñeco de trapo entre los brazos de su madre, demasiado sorprendida para gritar. La sentencia que condenaba al tercer Galjero era la parte secreta del acuerdo convenido entre Caterina Cornaro y el mago de Tierra Santa, y se le había ocultado cuidadosamente a Alessia.

– Laüme no morirá si no se arrancan todos los vástagos de esta estirpe -intentó explicarle Mose-. Tu tía te encontrará otro partido. Reharás tu vida, tendrás otros hijos. Éste no era más que el proyecto de un monstruo.

Alessia, inerte, no respondía. Sus ojos estaban vacíos, sus fuerzas aniquiladas. Mose la dejó para volverse hacia Yohav, que intentaba cargarse a Laüme a la espalda. Pero ella era demasiado voluminosa para aquel adolescente enano. Tres veces intentó levantarla sin conseguirlo.

– ¡Basta! -ordenó Tzadek-. Córtale la cabeza a esa Gorgona y acabemos.

Sordo a las órdenes de su amo, Yohav se afanaba más y más. Por nada del mundo quería renunciar al placer de recorrer con sus dedos rollizos el cuerpo encadenado de Laüme, de vaciarla viva, como a un pez, de divertirse retrasando su muerte durante días o semanas… Tzadek intentó apartar al enano, pero fue incapaz de sujetarlo. Sin fuerza, no podía hacer otra cosa que lanzar injurias y amenazas contra el obstinado paje. Maldiciendo la ceguera de su esclavo, maldiciendo, sobre todo, el destino que lo había convertido en un tullido, Tzadek decidió abandonar la partida. Abandonó a Alessia a su apatía y a Yohav a su obsesión, y subió las escaleras en busca de una salida para dejar el palacio cuanto antes. Sin aliento, con el pensamiento trastornado y el vientre atenazado por el pánico, se encontró yendo y viniendo de un camino sin salida a otro. Enloquecido al escuchar los gritos de los servidores, que registraban la casa después de descubrir los cadáveres de Dragoncino y de Houda, buscó un escondite. Tres domésticos lo sorprendieron y le persiguieron hasta el fondo de un pasillo, donde se apoderaron de él sin esfuerzo.

Mientras que el inválido era molido a golpes, Yohav aceptaba por fin su impotencia para arrastrar a Laüme fuera de las bodegas. Echando espuma por la boca, cerró sus pequeños puños y golpeó el rostro del hada con una violencia decuplicada por el despecho; después, buscó su daga olvidada sobre las losas. Ya que le era imposible torturar a la muchacha a placer, al menos le arrancaría el corazón para hincarle el diente. En el momento en que cerraba la mano sobre el arma manchada con la sangre de Uglio, Alessia se echó sobre él con un gruñido. Los dos rodaron en una lucha implacable. La Cornaro estaba poseída por la sed de venganza. El asesino de su hijo estaba a punto de asfixiarse bajo su presa cuando, en una última sacudida, encontró un ángulo para clavar su cuchilla. La punta de acero atravesó la tela del vestido y hendió el vientre de Alessia de abajo arriba; sus intestinos se desparramaron por el suelo con un ruido sordo. Ella no gritó. Lentamente, como un barco que hace aguas en medio de un mar en calma, se dejó caer para morir. Yohav empujó el cadáver y se levantó. Ya se volvía hacia Laüme, cuando unos hombres bajaron las escaleras para apoderarse de él. Ágil como un gato, vivo como un mono, Yohav se las compuso para huir por un estrecho respiradero. Corrió por el Aventino tan deprisa como le permitían sus piernas y desapareció llorando en la noche.

Los caminos desiertos

Durante una hora, cien horas, quizá mil, el espíritu de Laüme no existió. El ácido vertido dentro de ella la había corroído y diluido como una gota de sangre en el océano infinito. Los abismos se hundieron en los abismos. Los remolinos se mezclaron con los remolinos. Mundos extintos giraron en torno a otros mundos extintos. Después, sin ninguna razón y precisamente porque parecía imposible, una luz tocó la superficie…

Verba secretorum Hermetis -verum, sine mendacio, eertum et verissimum; quod est inferius est sicut quod est superius; et quod est superius est sicut quod est inferius, ad perpetrando, miracula rei unius. Et sicut omnes res fuerunt ab uno, mediatione unius, sic omnes res natae fuerunt ab hac una readaptatione. Pare ejus est Sol, mater ejus Luna; portavit illud Ventus in ventre suo; nutrix ejus Terra est. Pater omnis telesmi totius mundi est hic. Vis ejus integra est si versa fuerit in terram. Separabis terram ab igne, subtile a spisso, suaviter, cum magno ingenio. Ascendit a térra in caelum, interumque deseendit in terram, et recipit vim superiorum et injeriorum. Sic babebis gloriam totius mundi. Ideo fugiet a te omnis obscuritas. Hic est totius fortitudine fortitudo forlis; quia vincet omnem rem subtilem, omnemque solidam penetrabit. Sic mundus creatus est. Hinc erunt adaptationes mirabiles, quarum modus est hic. Itaque vocatus sum Hermes Trismegistus, habens tres partes philosophiae totius mundi. Completum est quod dixi de operatione Solis…

Laüme abrió los ojos. Un paño mojado humedeció delicadamente sus sienes y se deslizó por sus mejillas. Un soplo de aire llenó sus pulmones vacíos. Sus pupilas se dilataron por efecto de la claridad del día. A pesar del sol que bañaba la habitación donde permanecía tendida, tuvo la impresión de estar mirando una noche sin estrellas. Como bajo el filtro de espesos velos, los colores le llegaban aminorados, ahogados, desvaídos… Un rostro de contornos confusos se inclinaba hacia ella. Un rostro sonriente y bueno, que ella conocía pero que no recordaba. Intentó incorporarse, pero ninguna fuerza vino a animar sus miembros, apenas tuvo energía para crispar las manos.

– Descansad, señora -murmuró el rostro-. Soy yo, Anna, vuestra doncella. No temáis, yo velo por vos…

La voz parecía resonar desde el otro confín del universo. Sonaba débil en los oídos de Laüme, tan débil… y, sin embargo, tranquilizadora. El hada se repitió sus palabras. Una vez, otra vez y otra más. Apaciguada, volvió a dormirse.

Una horrible pesadilla la despertó con un sobresalto. Acababa de ver la innoble figura de Yohav. El verdugo le susurraba todas las torturas que había imaginado para ella. Gritó en la noche como un niño aterrorizado. Anna la tornó en sus brazos y la meció, acarició su frente y enjugó el sudor de su cuerpo. Laüme se aferró a los brazos de la doncella. Quiso hablar, pero su lengua estaba paralizada en su boca y un sonido informe se formó en su garganta. Enloquecida, buscando desesperadamente recobrar la posesión de sus sentidos atrofiados, puso los ojos en blanco y sus músculos se contrajeron en espasmos sin fin. Sintió que Anna la obligaba a morder un trozo de madera; después, de nuevo, su espíritu decayó.

Cuando recobró la conciencia, se sintió con fuerza suficiente para incorporarse. Anna la instaba a permanecer tendida. Durante semanas y semanas, la doncella alimentó y cuidó a su señora. Laüme no pasaba nunca demasiado tiempo despierta. Tan pronto como una chispa de luz tocaba su alma enajenada, las olas negras de la nada la atrapaban de nuevo y la arrojaban en un laberinto de tinieblas con murallas tan altas y sólidas como torres de granito.

Un día, sin embargo, los ojos de Laüme no volvieron a cerrarse. Se quedó inmóvil escuchando latir su corazón; después, se ayudó con los brazos para sentarse al borde de la cama. Anna no estaba allí para ayudarla. No había nadie junto a su cabecera. Sus ojos veían mal, le parecía estar sumida en la bruma; todo a su alrededor era gris y borroso. Extendió las piernas y se puso en pie. Fue como si subiera a la cima de una montaña; el vértigo estuvo a punto de hacerla caer, pero resistió y empezó a caminar. Apoyando la mano contra la pared para guiarse, dio la vuelta a la habitación con lentitud. Creyó reconocer una de las habitaciones más pequeñas de su palacio de Roma. Siguió avanzando y llegó a un pasillo. Una corriente de aire la golpeó y agitó sus cabellos despeinados. Se estremeció. Apenas cubierta por un ligero camisón, parecía un espectro recorriendo los caminos desiertos de su propia casa. Vagó largo tiempo, solitaria, a través de las salas y los corredores. Laüme vio que habían saqueado el edificio, que estaba abandonado a las ratas y las arañas. Ni un mueble que no estuviera roto, ni una sala que no hubiera sido arrasada. Las pinturas y los tapices que no habían sido robados estaban rasgados. Hojas muertas se arrastraban por el suelo, y la lluvia goteaba por los tiros abiertos de las chimeneas. A lengüetazos, como un animal herido, lamió un hilillo de agua que corría por una pared. El líquido le dio un poco de fuerza y seguridad. Encontró a tientas el camino de su antigua habitación. Las golondrinas habían anidado en los cuatro rincones del techo. Asustadas por su entrada, salieron de la estancia y huyeron volando. Laüme avanzó entre escombros de maderos partidos y figurillas rotas. Los restos de un gran espejo de estaño estaban apoyados contra un muro. El objeto, que brillaba ligeramente en la penumbra, atrajo su atención. Permaneció largo tiempo observando la figura que se reflejaba entre sus múltiples grietas. Sus ojos no parpadeaban. La imagen que veía la fascinaba y la hacía reír. Se encontró bella. Su cuerpo se inclinó en una reverencia. Volvió a reír y dio unas palmadas. Encontró radiante su cara tumefacta y sucia; sus cabellos revueltos y crespos como una crin le parecían suaves como la seda; su pobre camisón manchado era un vestido de ceremonia. Quiso arreglarse más aún.