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Buscó por el suelo sus frascos de afeites y ungüentos. Encontró un peine de hueso con los dientes rotos y se lo pasó por la cabellera con tanta fuerza que se arrancó algunas mechas. Se peinó, anhelante, y puso hojas agrietadas en sus trenzas sueltas. Sus dedos de uñas desmesuradas se mojaron en los frascos de afeites medio secos y extendieron colores llamativos en sus labios y mejillas. Sacó de un cofre telas de guipur hechas pedazos que no supo atar como convenía. Sus pies estaban desnudos. Se miró de nuevo en el espejo roto y convino en que no había una muchacha más bella en el mundo. En sus oídos resonaron flautas y tamboriles. Dio un paso de danza y ofreció el brazo a un caballero imaginario. ¿Era César Borgia? ¿Era uno de los Médicis? ¿Era el viejo papa Alejandro? No lo sabía y no le importaba.

Con el fantasma a su lado, decidió salir a sus jardines. Las gotas de lluvia corrieron el maquillaje de sus pómulos y el carmín de su boca, que se fundieron en franjas aceitosas. Pero ella no prestó atención a eso. Divisó la figura de un hombre que comía fruta debajo de un árbol. Se acercó sin temor y se sentó a su lado. El rostro del buen hombre era indistinguible bajo sus cabellos revueltos y su barba hirsuta, pero Laüme supo que lo conocía. Extendió una mano y la puso sobre el brazo de él. El hombre emitió un breve gruñido pero no la miró. Su cráneo tenía huellas de una herida profunda a un lado. Su sien hundida formaba un hueco vacío, rodeado de carne rosada salpicada de gotas de sangre.

Al abrigo de las ramas, Laüme se quedó junto a Dragoncino hasta que la lluvia hubo cesado. Había olvidado su nombre, pero sentía que debía darle todo su amor. Decidida a no abandonarlo, le tiró de la manga y logró que la siguiera; su instinto le decía que había que ponerse en camino. Juntos, apretados el uno contra el otro, dejaron los jardines empapados y caminaron por las calles. La ciudad era una imagen de su espíritu fragmentado. En los valles entre las siete colinas un incendio devoraba barrios enteros, apenas amortiguado por la lluvia. Cenizas grasientas ennegrecían el cielo. Arrastradas por el viento, volaban como miríadas de moscas en torno a un cadáver. Los burgueses transportaban sus más preciadas posesiones a toda prisa, mientras que los merodeadores aprovechaban para entrar en las casas y saquearlas. En medio del caos, nadie prestó atención a Laüme y Dragoncino. Sus ropas desgarradas, sus pintas de dementes y sus ojos fijos los preservaban de la codicia de las rapaces que se arrojaban sobre la villa, y franquearon las puertas de la ciudad mientras caía la noche. Pasaron la noche tumbados en la cuneta de un sendero, entre las zarzas. Las llamas, tan próximas que el viento les traía su calor, teñían de rojo el cielo sobre sus cabezas. Por la mañana, Laüme decidió tomar la dirección del norte.

Durante días y días, siguieron caminos desiertos sin cruzarse con nadie. Una nueva guerra se había desatado. Los españoles y los franceses habían venido a batirse en Italia. Los campos estaban yermos y los campesinos se refugiaban en las fortalezas sin atreverse a reemprender sus trabajos en los caseríos y en las granjas. Laüme desenterraba raíces de las que se alimentaban, y bebían agua de lluvia. Mudo, Dragoncino miraba a la muchacha sin verla. Cada vez que Laüme se alejaba un poco de él para escarbar la tierra o cazar un lagarto que huía por el suelo, corría detrás de ella y se le pegaba gimiendo como un niño asustado. Entraron en una choza abandonada. Sobre la mesa encontraron un poco de carne y de queso rancios. En un jarro quedaba algo de vino malo. Se dieron un festín. Dragoncino se hundió en un jergón y cayó en un sopor sin sueños. Laüme se arrastró junto a la chimenea esperando encontrar un resto de calor, pero el hogar estaba inactivo desde hacía tiempo. En la ceniza gris, su dedo trazó unos signos: su nombre.

– Laüme… -pronunció, con la mirada fija en las líneas.

Desde que la sangre podrida de Yohav la había destruido, era la primera vez que su garganta llegaba a emitir algo más que una risa grotesca o un estertor informe. Las lágrimas subieron a sus ojos y los latidos de su corazón se aceleraron.

– ¡Laüme! ¡Laüme! ¡Laüme! -repitió, cada vez más deprisa y más fuerte, y con voz más clara y más segura.

Con el rostro púrpura, se volvió hacia Dragoncino para hacerle testigo del milagro, pero Galjero no se despertó, pese a las sacudidas que ella le dio. Durante toda la noche, Laüme buscó febrilmente otras palabras para escribirlas en el polvo. Recordaba pocas, pero las articulaba correctamente. Estaban «día» y «noche». Estaban «muerte» y «amor». «Saber» y «venganza»… Con las luces del alba, registró la casa en busca de telas para calentarse el cuerpo. Encontró una larga capa de lana basta, unos zuecos de madera para calzar sus pies desnudos, que los guijarros del camino habían dejado en carne viva. Encontró también una especie de sayal grueso que se puso Dragoncino.

Los dos vagabundos abandonaron la cabaña y siguieron su camino. Al mediodía, se levantaron fuertes rachas de viento. Las nubes resistieron un rato en una mezcla confusa y se deshilacharon antes de desaparecer por completo. El cielo se aclaró, pero las borrascas soplaban todavía entre los cipreses y las encinas. En el cruce de una senda herbosa con una pista de arena se elevaba una gran cruz de hierro oxidado que dominaba una pileta de piedra con la superficie salpicada de juncos y nenúfares. Un grupo hacía alto en la alberca, quizá de unas treinta personas, ni soldados ni saqueadores ni peregrinos escoltados. Se trataba de una compañía de gitanos llegada de los países de Berbería, que abrevaban las mulas de sus tiros. Iban de ciudad en ciudad realizando números de entretenimiento y representando misterios edificantes.

Cuando Laüme y Dragoncino avanzaron entre ellos para ir a beber, fruncieron los labios y los miraron en silencio. Su jefe se llamaba Sartis. Era un hombrecillo orondo, de piel amarilla y ojos globulosos. Conducía a sus compañeros a Francia, donde decían que las guerras eran entonces menos frecuentes que en Italia. En las representaciones interpretaba el papel de san José. No era un mal sujeto, pero odiaba dejar escapar una ocasión. Al primer vistazo había notado que Laüme era bella, a pesar de la tierra y los piojos que poblaban sus cabellos, a pesar de la delgadez patente bajo sus ropas mal ajustadas. A una señal suya, uno de sus secuaces abatió su pesado bastón de caminante sobre la nuca de Galjero, mientras que otros dos se apoderaban de la muchacha y le arrancaban sus andrajos. Laüme chilló y enseñó los dientes como un animal cazado en una trampa. Sus gritos eran tan fuertes, su expresión tan feroz, que Sartis retrocedió a pesar del bulto que hinchaba ya sus calzones.