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– ¡Es una loca! ¡No la toques o traerás la desgracia a todos!

Una voz femenina se había elevado. Era la de Calmine, una jovencita de ojos feroces que leía las líneas de la mano, sabía bailar sobre una cuerda y a veces comerciaba con sus encantos cuando había terminado de representar a la Virgen. La bohemia apartó bruscamente a Sartis y se plantó ante Laüme.

– Si te sueltan y te dejan libre, y no os tocan a ti ni a tu compañero, ¿vendréis con nosotros?

Más que comprenderlas, Laüme adivinó el sentido de las palabras de Calmine. Agachó la cabeza en señal de aceptación.

– Si no quieres que nos divirtamos con esta cerda, de acuerdo -despotricó Sartis-. Pero ¿por qué tenemos que cargar con ella y con ese lerdo que lleva pegado a sus faldas?

– Los llevaré en mi carreta. Compartiré mi comida con ellos todo el tiempo que me plazca. ¡Es así y no tengo nada más que decir!

Sartis temía a Calmine. Supersticioso, le preocupaba que ella les susurrara su nombre a los demonios. Víctima de su propia lujuria, le atemorizaba sobre todo la idea de que ella le negase acceso a su lecho si le negaba sus caprichos. Así que, refunfuñando, dio órdenes de que levantaran a Galjero y liberaran a Laüme. La bohemia instaló a los extranjeros bajo la tela almidonada de su pequeña caravana. Les ofreció pan y frutas jugosas, un poco de alcohol fuerte y nueces. Lavó a Laüme, limpió el barro del rostro de Dragoncino y vendó sus heridas.

– Sois guapos -dijo-. Vuestras manos son blancas y suaves. No sois campesinos ni mendigos. ¿Cómo os llamáis?

El hada pronunció su propio nombre, pero fue incapaz de pronunciar el de Dragoncino.

– Este mozo está aún más loco que tú, ¿verdad? ¿Quién es? ¿Tu hermano?

Laüme negó con la cabeza.

– No es tu marido, porque él lleva una alianza, y tú…

Calmine señaló el camafeo que rodeaba el anular de Laüme. Era el anillo que el primero de los Galjero había encontrado en la isla de las Serpientes mientras cavaba una fosa para enterrar el corazón disecado de su amigo, el voivod Tepes. Desde el día en que se la había pedido, la joya nunca había dejado el dedo del hada. Por un instante, Calmine sintió deseos de apoderarse del anillo; pero el mismo instinto que la había hecho intervenir en favor de los vagabundos le prohibió tocarlo.

– Entonces, ¿es tu amante? -continuó la muchacha-. Sí, debe de ser eso… Os miráis con demasiado afecto para no estar enamorados. Cuéntame vuestra historia.

Laüme hizo una tentativa, pero ni una palabra surgió de su boca. Su impotencia la irritó. Cerró los puños, gimió y balanceó nerviosamente el busto adelante y atrás, con tanto ímpetu que la carreta se balanceó. Las preguntas de Calmine habían suscitado en su espíritu imágenes olvidadas, tan breves como relámpagos en la noche. Volvió a ver el caballo negro que ella lanzaba al galope por los campos en torno a Corsignano. Los largos corredores soleados de la villa Áurea. Volvió a ver uno por uno los rostros de Nicola da Modrussa, de Marsilio Ficino, de Cosme de Mediéis y de muchos otros… Pero ningún nombre se asociaba a sus rostros. Ningún lazo se anudaba entre esos instantes destacados de su vida. Abatida, agotada, rompió a llorar. Sollozó largo rato, refugiada contra el torso de Dragoncino; después, cerró los ojos y se durmió.

Lentamente, los bohemios viajaban hacia el norte. Avanzaban con prudencia, enviando exploradores para asegurarse un viaje sin obstáculos a lo largo de los caminos. En el grupo iban sobre todo hombres, pero no eran gente de guerra. Pocas espadas resonaban en sus arneses, y no habrían resistido mucho tiempo al asalto de una banda más feroz. Todas las tardes, cuando el sol era muy cálido y los gitanos hacían un alto a la sombra de algún bosquecillo,

Sartis se consolaba con Calmine de no haberle podido poner las manos encima a Laüme.

– ¿Quién es esa perra para que me la niegues? -le preguntaba a menudo a la decidora de la buena ventura-. ¿Cuándo me la dejarás por fin?

– Aprendo de ella más cada día -contestó la muchacha ajustándose el corsé y alisando sus enaguas-. Y cuanto más aprendo, menos ganas tengo de cedértela.

Aunque Calmine era una buena acróbata, como puta sólo era pasable. Cuando los hombres venían a ella, se contentaba con mostrarles brevemente su cuerpo moreno y se tendía a esperar que terminaran su faena, con la mente en otros asuntos. En cuanto a sus poderes de adivina, eran totalmente inventados, aunque la ayudaban a sobrevivir en un mundo que no ahorraba dolores ni humillaciones a las mujeres débiles. Calmine también se había forjado talentos de hechicera para protegerse de no pocas codicias. Llevaba alrededor del cuello un collar hecho de cráneos de roedores y de pájaros; ponía expresiones de sombría connivencia con los fantasmas y los duendes; trazaba pentáculos en el aire en dirección a aquellos que la miraban de través y contaba mil fantasías a los ingenuos que le confiaban la palma de la mano. Sin embargo, aunque su magia era ficticia, su instinto era certero. Desde que vio a Laüme supo que aquélla no era una muchacha corriente y que merecía que se la ayudara. En el secreto de su carreta entoldada, Calmine le enseñó con paciencia a recuperar el habla. El día en que la caravana llegaba a las laderas de los Alpes, Laüme había recobrado casi por completo el don de la palabra gracias a ella. Con la palabra, también había vuelto la memoria.

– Sigue fingiéndote muda -le aconsejó Calmine-. Muchos hombres de aquí sólo piensan en aprovecharse de ti. Tu sola visión los calienta como un hierro al fuego. Si supieran que has recuperado el sentido yo no podría seguir diciendo que violarte les traería la desgracia. Todos te poseerían y matarían a tu compañero.

– Eres muy buena con nosotros -le susurró Laüme-. En otros tiempos yo habría tenido poder para sacarte de tu condición y hacerte rica más allá de tus esperanzas. Ahora mis fuerzas no son las mismas, aunque intentaré recompensarte de todos modos. Pero necesito que me concedas un último y gran favor.

– Habla, veré si puedo hacer lo que me pides.

– El nombre de mi compañero ya no me es desconocido. Se llama Dragoncino Galjero. Fue un gran guerrero y un amante bastante fogoso. Nos hemos amado mucho. Pero en estos momentos su cabeza está muerta y su cuerpo también está a punto de extinguirse. A pesar de tus cuidados, la herida de su cabeza sigue rezumando sangre y masa cerebral. Antes de que muera, necesito que tengas un hijo suyo.

Calmine no interrumpió a Laüme ni una sola vez mientras ésta le explicaba lo que esperaba de ella. Con palabras sencillas, el hada le contó cómo había descubierto tesoros para el padre de Dragoncino, cómo había querido hacer la fortuna de los descendientes del valaquio y cómo había caído en una trampa tendida por una reina destronada y una joven traidora de cabellos negros.

– Tu historia es aún más loca que las que yo les cuento a los que finjo leer las líneas de las manos -declaró Calmine al final del relato-. Pero estoy demasiado acostumbrada a la mentira como para que me engañes. Siento que dices la verdad… si mi vientre fabrica para ti un nuevo Galjero, ¿cómo me recompensarás?

– Mis ojos ya no ven como antes los caminos ocultos y los tesoros enterrados. Creo que ese poder volverá a mí un día, pero necesitaré tiempo. En cambio, conozco el emplazamiento de una mina de oro en el corazón de unas montañas salvajes. Puedo dibujarte el plano.

– ¿Oro en las montañas? ¿Y cómo voy a llegar? ¿Y cómo voy a extraer yo sola el metal de la roca?