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– Ve con Sartis. Convéncele de que te siga y te ayude. Quizás otros de la banda se unan a vosotros. El filón es lo bastante generoso para todos vosotros. En Dacia os haréis ricos. En Francia no os espera otra cosa que vuestra mala vida de feriantes.

– ¿Y por qué no nos enseñas tú misma el camino?

– No puedo. El veneno que mis enemigos han vertido en mis venas aún no está purgado. Sólo lo estará cuando encuentre al enano repugnante que me ha ensuciado. Su muerte es la condición para mi renacimiento. Ya he perdido demasiado tiempo, debo apresurarme, o me arriesgo a perder su pista para siempre. Y bien, ¿qué decides?

Por toda respuesta, Calmine se deslizó cerca de Dragoncino y le ofreció más atenciones y caricias de las que nunca había dispensado a nadie.

Materia prima

La nieve descendía de las cumbres y obstruía el paso de los desfiladeros. Descontento por haber perdido la última ocasión de llegar al norte antes de la primavera, Sartis tuvo que resignarse a detenerse. En un valle protegido de los malos vientos, los bohemios se prepararon mal que bien a esperar el fin de invierno. Bajo una lluvia helada, cortaron troncos para reforzar las paredes inclinadas de una parroquia medio hundida. Una vez taponados sus muros y cubierto de ramajes y de musgo su techo, la ruina era lo bastante grande para albergarlos a todos. Construyeron un hogar y encendieron un fuego que no debía extinguirse hasta el día de su marcha.

Mientras no tuvo la absoluta certeza de que Dragoncino había plantado una semilla en su interior, Calmine cerró el negocio de su entrepierna y se negó a venderse. Acostumbrado a sus bruscos cambios de humor, Sartis se encogió de hombros y no se contrarió demasiado. El frío le helaba los genitales y le quitaba las ganas de mujer. Con las nieves de enero la figura de Calmine se redondeó.

– La obra de la vida ha empezado en tu vientre -dijo Laüme-. Gracias a ti, el linaje de los Galjero perdura. ¿Has hablado con Sartis? ¿Irá contigo al país de los dacios?

– No confío en Sartis -dijo la muchacha-. He elegido a Lobo. Es más ingenuo, pero más fuerte, y más guapo también. Representa el papel de Cristo en nuestras obras. Le he hecho creer que el niño era suyo. Está de acuerdo en dejar a los otros y probar suerte conmigo.

– Entonces, ha llegado el momento de separar nuestros caminos. Me llevo a Dragoncino. Tú, toma la dirección del este en cuanto te sea posible. No sé cuánto tiempo necesitaré para encontrar al que busco, pero puedes estar segura de que volveremos a vernos. Adiós, hermana…

Laüme le dio un beso en la boca a Calmine, y aprovechó la noche para deslizarse fuera del campamento. Dragoncino la seguía, con la mirada vacía y el labio inferior colgante. Caminaron deprisa durante unas horas, pero Sartis no envió a nadie en su busca. Tal vez Calmine lo había disuadido, o quizás el bohemio había juzgado que no valía la pena perseguir a los dos idiotas. Agotado por el ritmo que le imponía Laüme, Dragoncino su desmoronó poco antes del alba. Aunque ella se esforzó en animarlo a levantarse, al cabo de cien pasos volvió a caer. Con un nudo en la garganta, el hada apoyó a su amante contra un árbol y se abrazó a él para calentarlo. Besó su frente magullada y sus mejillas huesudas y, pasando los dedos sobre sus párpados, le cantó con gran dulzura el alba que a él tanto le gustaba:

Bel dos companh, tan soi en ric sojorn

Qu'eu no volgra mais fos alba ni jorn

Car la gensor que anc nasques de maire

Tenc e abras, per qu'eu non prezi gaire

Lo fol gelos ni l'alba

Mientras repetía el estribillo, agarró una piedra y golpeó con todas sus fuerzas a Dragoncino, que había cerrado los ojos, en el hueco de la sien, donde la azagaya de Houda el abisinio había abierto el hueso. La fina película de piel y cartílago que recubría el orificio estalló al primer golpe. Dragoncino no sobrevivió. Laüme arrojó a lo lejos la piedra ensangrentada y corrió largo tiempo sin volver la vista atrás, llorando todas las lágrimas que cabían en su cuerpo.

El mundo en el que Laüme había entrado después de beber la sangre de Yohav no tuvo durante mucho tiempo olores ni colores. Cuando dejó Roma en llamas, apenas percibía el púrpura del fuego. Mientras atravesaba los bosques, no distinguía la reverberación de las bayas en los arbustos ni las vivas manchas de las flores en los matorrales. Aunque sus ojos se habían ido abriendo poco a poco, al abrigo del carromato de Calmine, aún no había recuperado el olfato. Dos o tres días después de haber puesto fin a los sufrimientos de Dragoncino, un olor tan violento como el de las sales astringentes flotó a su alrededor. Era el cadáver de un leproso, que debía de llevar muerto varias horas. Laüme se puso su capa y se apoderó de la matraca caída junto a él. Después, se untó la cara con tierra negra para imitar los estragos de la enfermedad. Así, como una silueta menuda con los rasgos ocultos en los pliegues de una gran capucha, llegó hasta los muros de Treviso. Los raros grupos de campesinos o de soldados que se había cruzado por el camino no la habían inquietado y se habían contentado con tirarle piedras y huir de su presencia como pichones amenazados por una rapaz.

Antes de entrar en la ciudad, se limpió la cara en un charco, se echó atrás la capucha y dejó de agitar la carraca. En el mercado preguntó a unas comadres dónde podía encontrar el palacio de la reina Caterina de Chipre. Siguiendo sus indicaciones, caminó por una vía que pasaba bajo las murallas y se internaba en el campo. Al final de un sendero sombreado por pinos y encinas jóvenes, Laüme llegó a la morada de su enemiga. Allí esperó la llegada de la noche, oculta entre las hierbas altas. Cuando le pareció que ninguna luz brillaba ya en las ventanas del castillo, se quitó los zuecos de madera, avanzó y franqueó sin esfuerzo el muro bajo de la mansión. La reina no tenía defensores que la guardaran, solamente criadas obesas, jardineros indiferentes y cocineros plácidos. Laüme penetró en el edificio y encontró sin dificultad las habitaciones de la anciana. Esta reposaba en una cama rodeada de espesas cortinas que Laüme retiró con suavidad. No obstante, Caterina notó el movimiento y se despertó.

– Tú eres el hada, ¿verdad? -gimió, incorporándose-. Sí, eres tú. Tu visita no me sorprende. ¿A qué esperas para darme muerte?

– Mataros no es mi plan -contestó Laüme con voz neutra-. ¿Para qué molestarme en precipitar un acontecimiento que se producirá muy pronto de forma espontánea? No. No es vuestra muerte lo que quiero de vos.

– Entonces, ¿qué?

– Quiero saber el nombre de la persona que me enviasteis. El enano con aspecto de niño. ¿Quién es? ¿De dónde viene su sabiduría? ¿Tiene cómplices? ¿Obedece a un amo?

– ¡Vete al infierno! ¿Por qué habría de contestarte?

– Vuestras intrigas han fracasado. Vuestra sobrina Alessia está muerta. Yo sólo estoy debilitada. A cada hora que pasa mis fuerzas renacen. Pronto recuperaré lo que me fue arrebatado. Quizá seré incluso más fuerte. Habéis perdido, Caterina. Pero si encuentro a vuestros esbirros, os ofrezco el consuelo de castigar la muerte de Alessia. Además de furia y odio, también poseo tesoros de clemencia y de perdón. Pensadlo…

La viuda de Lusignan suspiró; después, cedió.

– No soy más que una vieja loca, y tu proposición es justa. Me inclino ante tus razones. No sé dónde está el enano, pero su maestro cometió la estupidez de querer refugiarse junto a mí. Hice encerrar en un sótano a ese mal nacido cuando vino a reclamar su dinero para regresar a Tierra Santa. No puedo entregarlo a la Inquisición sin ponerme yo misma en un grave peligro, pero no me decido tampoco a ordenar su muerte. Tu venida aporta una solución a mi problema. Puedes disponer de Mose Tzadek a tu antojo…

Laüme tomó una antorcha y abrió la celda del rabino con la gran llave que le había dado Caterina. Unas cortas cadenas pasadas por una argolla empotrada en la piedra impedían alejarse a Tzadek. Acurrucado contra la pared húmeda, era una visión repugnante. Sus orines habían formado arroyos en el suelo y sus excrementos se acumulaban debajo de él. Laüme entró en el calabozo y puso la antorcha a la altura de su rostro.