– Maestro Tzadek, os felicito por vuestra sabiduría -dijo el hada-. Ha estado a punto de costarme la vida. ¿Querréis revelarme dónde la habéis adquirido?
– Los hombres de Oriente tienen el poder y el deber de matar a las hadas de Occidente. Es una bendición concedida por Dios. Es así y tú no puedes hacer nada. Esta vez he fracasado; algún día, un miembro de mi pueblo lo conseguirá. Este mundo no pertenece a los espíritus sino a los hijos de Adán, cuyo destino es ser guiados por las doce tribus de Israel. Así lo ha querido el Señor. Pase lo que pase, eres una criatura sin porvenir.
– Con más porvenir que tú. He resistido la sangre repugnante de tu enano. La tuya no será peor.
Laüme se echó sobre Tzadek y le seccionó la carótida con las uñas. Empapó con su sangre un pañuelo tomado del dormitorio de Caterina y guardó el paño húmedo en una cajita de nácar robada también a la reina.
– Tumateria íntima es inmunda -dijo-. Debe de contener miasmas que en otro tiempo habrían bastado para matarme… Sin embargo, gracias a ti, la época de mis fragilidades va a terminar. Pago un alto precio por ello, pero te hago saber que la línea de los Galjero no se ha extinguido. Pronto nacerá un nuevo heredero, y otro después de éste. Un emperador surgirá de ese tronco, y yo estaré ahí, a su lado, cuando él les ponga el yugo en los hombros a tus semejantes.
Los rasgos del prisionero se deformaron por la cólera y el odio. Iba a lanzar una imprecación cuando Laüme le echó encima la antorcha. Demasiado torpe de movimientos para evitar el fuego, Mose Tzadek de Famagusta vio como sus ropas ardían como la estopa. Sus gritos no resonaron mucho tiempo bajo la bóveda de la mazmorra. En pocos minutos, no quedó de él más que una arrugada figura de carbón y cenizas.
Satisfecha, Laüme regresó junto a la vieja Caterina para tomar un tributo de los cofres de la anciana reina. De un primer arcón sacó unas bolsas de florines y escudos; de otro, letras de cambio negociables en los bancos lombardos de Brujas, de París y de Londres. Después, volvió a cubrirse con la capucha y abandonó la villa. Recuperó entre los arbustos el resto de su disfraz de leprosa y tomó la dirección del oeste, sin detenerse hasta que se encontró en lo más profundo del bosque. Allí, tendida al sol, hizo una bola con el pañuelo reseco de la sangre de Tzadek y, aunque le producía gran repugnancia, se lo puso en la boca para masticarlo. Diluida por la saliva, la sangre emitió enseguida un poco de su principio, y Laüme dejó que la memoria íntima de Tzadek se mezclara con la suya.
Como si unos actores representaran ante sus ojos la vida del hombre de los brazos torcidos, vio primero a un niño que nacía en una casucha de Famagusta. Su padre había emprendido en otro tiempo el estudio de la Tora, pero tuvo que interrumpir su aprendizaje para ganarse la vida como artesano. Tenía ciertas nociones de latín y la mayor parte de las palabras que se escribían con las cinco primeras letras del alfabeto griego, pues no había tenido ocasión de aprender las demás. Puesto que Mose era el único de sus hijos que había sobrevivido, quiso que fuera el sacerdote que él mismo no pudo ser. Aunque más dotado de astucia que de verdadera inteligencia, el pequeño retuvo sin dificultad las enseñanzas del Talmud que su padre le transmitió. Cuando tenía trece o catorce años, se instaló en Famagusta una pequeña colonia de judíos que huían de los ejércitos cristianos que estaban recuperando poco a poco la posesión de España. El jefe de esta comunidad, el rabino Zacarías, pasaba por ser un sabio. Su porte majestuoso, sus largos cabellos y su barba blanca y rizada le daban el aire de un patriarca de la antigüedad. Impresionado por tanta prestancia, el padre de Mose puso siete veces siete monedas de cobre, tres veces tres monedas de plata y una moneda de oro en la mano del español para que aceptara verter sobre su hijo la miel de su ciencia de las cosas divinas. Pero una vez en la intimidad del maestro, no hizo falta mucho tiempo para que Mose sorprendiera a su enseñante en lúbrica postura en compañía de una muchacha del clan de los goys. En lugar de intentar excusar su lujuria, el viejo llevó al muchacho aparte y le dijo:
– Tú eres inteligente. Voy a revelarte el secreto más grande de los que poseo. Jamás deberás darlo a conocer a los simples. Si alguna vez hablas, que sea a alguien semejante a nosotros.
– ¿Qué secreto, maestro Zacarías?
– ¡La sabiduría es un cuento, pequeño! La vida es breve y el porvenir muy incierto. Quizás exista un Dios. Muchos lo afirman, es una explicación cómoda y es posible. Por mi parte, sin embargo, yo no estoy convencido del todo. En cambio, estoy seguro de la suavidad de la piel de las muchachas y el agradable vértigo de las comidas con salsa y de la uva fermentada. Soy escéptico, pequeño, pero eso no me impide saber cosas extrañas, de las que a menudo no entiendo nada excepto que mejoran las maravillas tangibles que acabo de describirte. Te enseñaré esas cosas si repites a todos que soy muy respetable, muy amable y muy sabio en el arte de cumplir la voluntad del Eterno, bendito sea.
Presintiendo la bondad de aquel trato, Mose Tzadek aceptó la propuesta. Y como repetía en todas partes que Zacarías era el digno heredero de Moisés y de Melquisedec, éste por su parte dejó de atiborrar al adolescente con comentarios fantásticos sobre la Tora para revelarle algunas recetas de magia cotidiana.
– Lo primero que hay que saber para ser mago es que los hombres son criaturas débiles, vanidosas y crédulas -le dijo-. Esta constante no tiene ninguna excepción. Date aires de sabio, representa la comedia de la sabiduría, ahueca la voz y mueve los ojos como si vieras ángeles y demonios que flotan en el aire por todas partes. Así te respetarán. El segundo secreto es que el mundo está repleto de energías en bruto que sólo tienen que ser dirigidas, como un riachuelo cuyo curso se desvía y aumenta el volumen de sus aguas para hacer girar la rueda de un molino. ¿Entiendes mis palabras?
– Las entiendo, maestro.
– En los seres humanos, la mayor de las energías comunes es el deseo de carne. Si tú lo provocas y sabes exaltarlo podrás realizar actos que a los idiotas les parecerán milagrosos. Podrás curar y sanar, y también provocar sufrimiento y muerte. Pero basta de charla: voy a enseñarte…
Durante meses, Zacarías enseñó a Mose Tzadek cómo hacer levantarse la bruma del fondo de un barranco y desencadenar la lluvia de una nube aislada en el cielo. Le mostró también la manera práctica de volver ardiente a una mujer frígida y de aumentar por un tiempo el talle de una virgen. Le habló también de ciertas cosas que había presenciado pero que jamás había experimentado por sí mismo.
– Al parecer, ciertas formas, ciertos números y ciertos sonidos tienen el poder, al asociarse, de condensar las fuerzas sutiles mejor de lo que yo puedo hacerlo. Por mi parte, te he enseñado todo lo que sé. Como ves, se trata sobre todo de mezclar a partes iguales comedia, impostura y sentido común. Con eso me basta para hacerme la vida fácil. Tú verás si te contentas con eso o si tu espíritu te pide más…
Mose Tzadek era joven y descubrió que tenía un hambre inmensa.
– ¡Quiero más! -exclamó febril.
– Entonces ve a Tierra Santa. Allá abajo, busca a los llamados mekubalim. Ésos son los auténticos brujos de nuestro pueblo. Su sabiduría es tal que ya no sienten necesidad de mezclarse en los asuntos de los hombres. Si te aceptan entre los suyos, no sé lo que te enseñarán, pero nadie como ellos podrá saciar tu sed de lo absoluto.
Mose Tzadek dobló las cuatro esquinas de una tela sobre sus magras posesiones, se echó el hatillo a la espalda y dejó la isla de Chipre para ir a los antiguos reinos de Judea y Samaria. Vivió mucho tiempo del recurso de poner en práctica de pueblo en pueblo los escasos saberes que dominaba. Reavivó el ardor de algunos viejos, curó cabras y asnos, descubrió agua entre las dunas allí donde nadie antes la había encontrado, hizo regresar a dos o tres esposos volubles al lado de sus mujeres… Cuando llegó a Jaffa iba precedido de una pequeña reputación de hombre de bien. Una figura vestida de negro lo abordó en la calle y le preguntó de dónde extraía su saber. Mose debió de responder correctamente, porque el otro, aunque nunca confesó ser un mekubal, le propuso perfeccionar su educación. Más sabio que Zacarías, más poderoso también en sus hechizos, el desconocido no era vanidoso ni lujurioso y vivía como un asceta. Sin embargo, tampoco era un sabio, porque sabía cosas inmundas y no vacilaba en hacer el mal. Tuvo a su lado mucho tiempo a Tzadek sin pedirle nada a cambio. Le enseñó a mirar las estrellas y a realizar horóscopos como los antiguos hechiceros de Babilonia. También lo llevó al desierto para mostrarle cómo se doma a los djinn y a los diablos.