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– No ponga cara de no entender, coronel -gruñó ella-. Al contarme los últimos años de su vida me ha puesto la miel en la boca. Usted está a punto de salir para Estambul, ¿verdad? Allí ha dejado a su amigo Gärensen y al otro, Cohen Havner, o como se llame…

– Ruben Hezner -corrigió Tewp-. Es nuestro prisionero, custodiado por Gärensen en estos momentos.

– Sí, sí… Y bien, una persona suplementaria a su lado no será demasiado. Sobre todo si van a atravesar las fronteras hasta la URSS para encontrar a Dalibor. Yo hablo ruso bastante bien, y varios dialectos caucásicos, buriato, uzbeco en caso de necesidad… Entonces, ¿qué me dice?

Tewp estaba confuso. No había previsto semejante giro de la situación. Había ido a desahogarse y a buscar consejo junto a una vieja amiga moribunda, y de pronto debía enfrentarse a una petición de incorporación.

– Yo digo… digo que eso no es razonable, madame. Ni realista. Su estado no le permite bajar las escaleras de su casa por sus propios medios. Iniciaremos la investigación en Moscú. No está en condiciones de llegar allí, ni aunque la llevaran en ambulancia y con tres médicos a su lado. Menos aún de forma clandestina…

– ¡Señor Tewp! -Réault enrojeció de ira-. Hace mucho tiempo que dejé de ser razonable. Usted tiene la única pócima, el único remedio que puede hacer que mi mal remita.

– ¿Cuál, señora?

– ¡El perfume de la aventura y del peligro, oficial Tewp! Conozco muy bien la zona adonde se dirigen. He recorrido Asia central en todos los sentidos durante dos lustros. Veo una señal imperiosa que me llama, ¡una señal que me fulminará aquí mismo si no lo sigo! ¡Vamos, está decidido!

Antes de que Tewp pudiera retenerla, Garance de Réault apartó con violencia el edredón y los cobertores y puso los pies en el suelo para dejar su lecho de dolor con tanta facilidad y elegancia como una muchacha de veinte años. Tewp cerró los ojos y se giró para no verla en camisón. Mientras ella pasaba detrás de un biombo para vestirse, le pidió al inglés que abriera uno de los cajones del escritorio para tomar su contenido y ponerlo en una bolsa de viaje. Con escasa sorpresa, Tewp descubrió un Colt automático calibre 45, modelo reciente de la marina estadounidense, y el viejo Le Page que formaba parte del equipo de Garance desde hacía más de treinta años.

– Dios mío, debo de estar loco yo también para consentir esta aberración -masculló él para guardar las formas.

– ¡Deje de quejarse! -le cortó Réault, ocupada detrás de su biombo-. Usted consiente porque sabe que yo tengo razón. Aún no sé cómo, pero le seré muy útil en su viaje. El trato no es malo, me parece. Una muerte digna de mí… una muerte abierta. A pleno viento. En algún lugar entre las dunas o en un puente. Cualquier cosa antes que exhalar aquí mi último aliento.

Cuando reapareció, Garance se había puesto un vestido y un abrigo y se había peinado rápidamente. Llevaba medias de lana y tenía un par de botines en la mano. Tewp no lograba adivinar si se había puesto polvos en la cara o si era la excitación lo que le coloreaba las mejillas, pero éstas estaban rosadas, y su frente parecía menos pálida.

– Recuerdo que en la época en que nos frecuentábamos usted no sabía conducir. ¿Ha remediado ya esta imperfección, oficial?

Un poco dolido por la pregunta, Tewp inclinó la cabeza.

– ¡Bien! Entonces vámonos, no perdamos tiempo. Con mi vehículo de tracción delantera. No lo he usado desde 1943. Esperemos que todavía quede un poco de carburante en el gasógeno. Quítese los zapatos, oficial, utilizaremos la escalera de servicio. No quiero alertar a Simone.

Caminaron de puntillas, conteniendo la respiración, como lo hicieran años atrás en los pasillos del hotel Harnett en Calcuta, y avanzaron a lo largo de un estrecho pasillo que parecía interminable. Al llegar ante una puerta, Garance hizo un alto.

– ¡Mi despacho! -masculló-. Tengo que recoger unas cosas. ¡Acompáñeme!

La vieja dama se aplicó con esmero para empujar lentamente el picaporte de la puerta y conseguir hacerlo girar sin un chirrido. Dentro de la pieza, encendió la luz eléctrica a tientas. Entre un cafarnaúm de notas esparcidas por todas partes, incluso en el suelo, de librerías combadas por el peso de los volúmenes, de objetos exóticos de lo más extraño, Garance avanzó hasta un cofre de acero, medio oculto bajo un tapiz oriental raído por los años. Del mueble blindado sacó una cajita de madera delgada que depositó sin miramientos en una mesa sobre la que había unos mapas de África y de Asia que se mantenían desplegados sujetos con pesas de cocina. El inglés deslizó los ojos por estos detalles y vio de pasada que los relieves de las zonas alrededor del Aral estaban sobrecargados de rayas y flechas de color, que señalaban minuciosamente las migraciones regulares de las tribus nómadas de la región. Twep hubiera querido observar con más precisión el trabajo de escriba realizado por Garance, pero la francesa ya abría la cajita con una sonrisa llena de sobrentendidos.

– Mi tesoro de guerra -murmuró-. No sé si lo necesitaremos allá adonde vamos, pero pienso servirme de él para satisfacer mis últimos caprichos.

Con expresión golosa, madame de Réault hizo pasar a su bolso de mano cinco o seis pequeños lingotes de oro de medio kilo cada uno, y una bolsa con unos treinta rubíes, esmeraldas y diamantes tallados.

– ¡Ahora estoy lista! Larguémonos de aquí.

Como dos escolares que se escabullen para saltarse el muro del pensionado, Tewp y Réault dejaron el apartamento por un pasaje secreto sin que ni el criado ni Simone advirtieran su fuga. Una vez en la planta baja, se pusieron los zapatos y Tewp, guiado por las indicaciones de Garance, fue a buscar el coche. Sin una mirada atrás, y sin que su expresión o su voz delataran la menor emoción ni arrepentimiento, la francesa tomó asiento en el automóvil y se frotó las manos.

– Atraviese el Sena, Tewp, yo le indicaré el camino.

El coronel arrancó sin protestar. Durante los años de la guerra, un enorme gasógeno había sido instalado en el techo del vehículo y nunca lo habían desmontado. La máquina funcionaba aún con este sistema, que hacía roncar el motor sin que por ello le diera suficiente potencia. Por las calles parisinas, a aquellas horas de la noche, el viejo Citroën petardeó mal que bien a lo largo del bulevar Saint-Germain, pasó por delante del arcángel de la fuente Saint-Michel, atravesó el río por el puente de Change y subió brevemente hacia el norte hasta las estrechas galerías del barrio de Les Halles. A través de sus paredes de cristal y de hierro brillaban las luces del pabellón Baltard. Garance detuvo el coche. Había empezado a lloviznar, nublando el parabrisas con una miríada de gotitas redondas que rodaron enseguida formando finos riachuelos.

– ¿Por qué estamos aquí, madame? -preguntó Tewp al cabo de uno o dos minutos de silencio.

– Vamos a ir de compras, querido David -respondió animada Garance de Réault, como si saliera de una ensoñación-. ¡Venga conmigo!

Dejaron el refugio del coche para lanzarse a la calle, mientras que en la iglesia Saint-Eustache daban las cuatro de la madrugada. La anciana caminaba a paso vivo, sin mostrar señales de debilidad ni de fatiga. Tewp estaba asombrado, por eso y por la extraña actividad que bullía en plena noche en aquel barrio sucio y vetusto. Bares y restaurantes permanecían abiertos. La animación iba creciendo a medida que se acercaban a explanadas cubiertas en las que convergían hombres fornidos haciendo rodar toneles, dependientes en blusa gris con un lápiz detrás de la oreja y el bloc de pedidos asomando del bolsillo, mayoristas con sombrero, restauradores con abrigos bien tallados. Garance visitó tres de los doce grandes mercados donde, en el corazón de París, se vendían y se cambiaban cada noche carnes, legumbres, vinos, frutas y otros productos comestibles llegados del mundo entero. En las queserías, la madame se hizo cortar grandes trozos de comté, de cantal y de beaufort y embalar en papel de periódico unos puñados de Chavignol, que Tewp juzgó malolientes y secos como el sílex. En una pollería, eligió un enorme capón joven y dudó durante diez minutos ante tres variedades de foie gras, hasta que por fin se avino a quedárselas todas. Por último, bajo el falso emparrado de cartón pintado de un comerciante de vinos, se dejó una pequeña fortuna por tres botellas de borgoña precintadas con cera, aún cubiertas de una espesa capa de polvo.